Hace unos días que vengo pensando, teórica y
existencialmente, en el valor de la narratividad para la vida. Y la vida
implica, en su ser vivida por uno, alguna representación de la propia realidad.
Alguna descripción de qué es lo que uno hace y por qué. Eso es narrarse:
decirse a uno mismo cuál ha sido el sentido de lo que uno (el sí mismo propio)
ha hecho, está haciendo, continuará haciendo, dejará de hacer, hará.
Judith Butler escribe, en “Dar cuenta de sí mismo”, que dar
cuenta de uno mismo (“to give an account of oneself”) no puede ser narrarse (“to
narrate oneself”). Las razones son, entre otras, estas dos: lo que nos ha
enseñado el psicoanálisis, por un lado; y lo que nos ha enseñado la crítica al
sujeto moderno en la línea de Foucault, por el otro. Este sujeto que es
producido histórico-discursivamente es un sujeto sin fundamento, histórico como
temporalmente constituido, enajenado de sí mismo por su facticidad tanto como
por su necesario asumir el yo (el “I”) a través de algún discurso que lo
precede y excede. Un sujeto fragmentado en la multiplicidad de las categorías,
denominaciones y nombres que recibe-usa, elige-se-le-imponen, en la vida social.
Pero también es el sujeto escindido del psicoanálisis, de Freud y el
descubrimiento del inconsciente, de Lacan, el discurso y la inter-locución/subjetividad.
Butler lo dice claramente: exigir una narración coherente de lo que uno mismo
es es violento, es tanto la base de lo que entendemos como “ética” (¿moderna,
quizás?)–i.e., poder dar razones de lo que uno hace- como la base de la
violencia que subyace a esa ética: demandar me a mí misma y a los otros una
coherencia que no podemos ser. Porque hemos sido forjados de un modo nunca
disponible para su recuperación-representación en el magma hirviendo de las
primeras impresiones de nuestro cuerpo infante con el mundo de sus relaciones
primarias. Forjados en el trauma de las primeras impresiones de los
otros/Otros. Maleables a las palabras, gestos, afectos, desprecios, ansiedades,
expectativas, deseos, frustraciones ajenas/os. Y es el carácter aún líquido,
por siempre líquido, de ese horno primordial en el que nos hemos hecho los
falsos cuerpos sólidos que nos creemos (de nuevo, ¿modernamente?) ser, el que
sigue derramando en todo relato de solidificación-coherentizante su agua
bendita, su agua maldita, su acuosidad desestructurante: las interrupciones de
nuestros síntomas, los quiebres de la seriedad de nuestro narrar por el chistoso
fallido, el no poder oírse a sí mismo o a otros en algunas particulares
palabras de un cuerpo supuestamente abierto a todo sonido, el no poder hacer,
el no poder mover para algunas posibilidades, las extremidades en su más óptimo
desarrollo físico.
Se cuela el líquido de nuestro centro corporal-terrenal por
entre las grietas que su calor abre en las capas más potentemente sedimentadas
de los relatos que hemos creído ser, incendiando el paisaje de nuestra
vulnerable, sin saberlo, conciencia.
Y sin embargo, no se puede vivir en el centro de la Tierra.
Y sin embargo, no se puede edificar sobre el líquido.
Y sin embargo, no se puede morar sin algún precario hogar,
alguna estructura protectora, algún paisaje fértil.
Arquitectos de narraciones propias que construyen contra el
viento de la temporalidad y el continuamente amenzante sismo-cisma de lo que
creemos ser un terreno firme, un paisaje delineado, un suelo, un campo, un “aquí”
en el que descanse un poco el cuerpo de su propia infancia.
Ser o no ser, decía Hamlet. Narrar-se o no narrar-se…
narrarse-el-ser.
Esa es la cuestión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario