Empecé a leerte, Simone, en mis vacaciones del año 2017. La
noche del primero de enero hablábamos con amigxs de qué resolución teníamos
para ese año: yo dije que quería volver a análisis. Lo que no dije fue que allí
tenía que enfrentar sola la relación con mi posible maternidad. Había cumplido
36, se venían los últimos años de posible fertilidad y el reloj biológico ni se
inmutaba respecto de mi deseo de tener más tiempo para no ser madre todavía. En
ese sentido, tengo un realismo de acero: acepto los límites materiales, no los
niego, aunque desearía poder torcerlos a mi favor.
Pero cierta duda persistía. Me gustó tanto ser la mujer de
mis treinta años… querría quedarme en esta época. A mis treinta años conquisté
mi libertad, mi independencia, mi erotismo, mi tardío hedonismo, mis viajes y
amigxs por el mundo, mi soledad preciosa, el disfrute de mi cuerpo y mi saber
escucharlo, vivirlo, explorarlo. Y entre todo lo que viví en esos años, justo
el año que terminaba había sido aquél que había arrancado con el proyecto de
publicar mi primer libro y que se había cerrado con la confirmación de la
editorial de que así sería. Es que cada año desde hacía un par yo iniciaba el
nuevo ciclo preguntándome: “¿Quiero tener un hijx este año?” y seguía
respondiendo: “Aún no.” Por eso el 2016 fue el año en que quise tener otra
clase de hijx: parir mi escritura como pública, como interlocución, como
ofrecida a un mundo que ojalá la acogiera.
El 2017 se iniciaba sabiendo que tenía que darle una
respuesta a esa pregunta y por eso debía formulármela hasta sus últimas
consecuencias. Primer paso, volver a análisis. Recuerdo decirle a Isabel:
“quiero que pensemos la posibilidad de que sea madre pero también la
posibilidad de no serlo.” Y para esa segunda alternativa decidí leerte, Simone.
Hacía tiempo que quería leerte. Sabía que íbamos a
enamorarnos. Sospechaba nuestra profunda afinidad o quizás tu propia
circulación como ícono feminista, filósofa, escritora, mujer apasionada y
política del siglo XX me rondaba, me buscaba para producir una identificación.
Antes de empezar a leerte hubo un signo: leyendo un tomo muy largo de historia de las mujeres encontré una
referencia al primer volumen de tus memorias (“Memorias de una joven formal”).
Esa cita hacía referencia a tu crianza como niña católica que luego abandonaba
la fe. ¡Cuánta identificación! Lo tomé como un signo de que “tenía” que leerte
y compré el libro.
Es interesante cómo funciona lo que una toma o no como signo
de algo. Hay una cierta apertura o disponibilidad a que algo haga signo de
alguna cuestión, inquietud, deseo, preocupación: pero solo es en el momento en
el que el signo aparece -en tanto externo, aparición, irrupción, sorpresa- que
somos capaces de dar nombre a eso que ya vivía en nosotrxs, que ya recorría
subterráneamente nuestro cuerpo.
El signo fue la mutua experiencia de ser católicas y luego
dejar de serlo -nunca se deja de serlo del todo (ya escribiré sobre esto pero
quien ha tenido alguna vez religión sabe de qué hablo). Sin embargo, cuando
finalmente compré tu libro y me lo llevé a mis vacaciones de verano en México,
me dije otra cosa: que te leía para tratar de entender qué podía ser una vida
dedicada a la escritura, al desarrollo intelectual sin tener hijxs. ¿Podría ser
yo como vos, Simone? ¿Podría dedicarme a vivir entregada a esto que amo que es
pensar, escribir, producir y enseñar filosofía, teoría, a esto y solo a esto,
eligiendo no sumar a los tiempos y energías limitados de mi vida una vida para
cuidar y criar? Dije que me había propuesto hacerme la pregunta profundamente,
hasta sus últimas consecuencias. Mi relación con vos, Simone, fue en parte
hacer esto.
Te disfruté totalmente. Me leí el primer tomo de tus
memorias con un placer que hacía rato no sentía, totalmente involucrada en esa
interlocución profunda tuya, descarnada, crítica, apasionada. Podría adjetivarla
de muchos modos pero hay una característica de tu escritura que sentí
patentemente, con la que me identifiqué de modo completo, que elegí heredar y
continuar: la honestidad. Escritura honesta. Parece algo tan simple, mundano.
No lo es. Nunca la honestidad es sencilla. La honestidad requiere
simultáneamente valor y el reconocimiento de la propia fragilidad. Combinar
coraje y saber de la propia precariedad no es fácil. Tampoco es del todo una
decisión: la escritura honesta “es”, “sale”, “emana”. Escritura intransitiva o
en voz media porque se abandona la pura actividad del supuesto ser sujeto, se
vivencia la sujeción que somos y a la vez se intenta evadir el extremo de la
pasividad: la escritura honesta nos autoconstituye en el proceso de escritura,
hacemos y nos hace, nos revela al concluirse pero ya no somos la misma persona
que empezó a escribir. Como mi querido Benveniste decía, somos un yo que asume en
la instancia de discurso la totalidad de la lengua. Pero no es previo el yo,
aunque sí algo así como “la lengua”: el yo aparece como resultado, como
producto, como hacer que está siempre en construcción sin ser el hacedor
fundante detrás de su hacer.
Escritura honesta tuya, Simone querida. ¡Cómo la disfruté!
Rápidamente compre el volumen dos y el tres. El dos lo devoré: el relato de la
experiencia de la guerra me atrapó totalmente. El tercero lo estoy leyendo y el
cuarto no lo conseguía en Buenos Aires pero acabo de comprarlo en París hace un
rato, en mi último día de este viaje por tu continente y tu país.
Descubrí al leerte que además de vivir para pensar y
escribir, viviste para viajar todo lo que podías aún con el mínimo dinero
disponible. Viajar pero también caminar: te acompañé en todas esas caminatas
que hiciste por tantos lugares pensando qué parecidas que somos que yo también
amo viajar y caminar. Me pregunté también si al caminar tanto estabas escapando
de algo, huyendo de algo o alguien… yo sé muy bien que mis caminatas muchas
veces son de lo más placenteras, pero he tenido también que caminar para huir
de la angustia, del dolor, de la soledad que se vuelve desesperación y
sensación de nada. Y siempre me han ayudado mis caminatas para darle al cuerpo
una pausa de la tortura de la interioridad, de la mente que no para, de la
filósofa que no descansa, del ser de las profundidades que soy que se ahoga
para respirar.
Es gracioso que te leí para pensar si podía ser como vos,
una mujer que no tuvo hijxs y que se expresó públicamente contra la maternidad
obligatoria, pero luego me enteré por mi analista que habías adoptado una hija.
Busco ahora en internet información sobre esto y encuentro dos cosas: primero,
que sin saberlo acabo de comprar el libro en el que relatás tu relación con tu
hija adoptiva, Sylvie Le Bon-de Beauvoir (“Tout compte fait”, libro que además
le dedicás); segundo, que la adoptaste el año en que yo nací, 1980. Signos,
signos y más signos: están por todos lados. De hecho, me han dicho más de una
vez que yo sobreinterpreto mi realidad. Que veo metáforas, símbolos de lo que
me pasa donde, quizás, no están. Puede ser… pero, ¿quién decide cuándo algo
hace o no signo? ¿Quién decide cuándo algo es o no metáfora? No es tan
sencillo. De todos modos, el registro de cómo soy es claro: lo que me pasa me
invade, me rodea, por dentro y por fuera. Las preguntas son internas pero la
realidad me habla. ¿Me engaña, también? ¿Es la profundidad y persistencia de mi
auto-re-flexión una genia maligna que me hace creer que lo que es -el signo, la
metáfora que capto o que me capta- no es? ¿Será que estoy demasiado abierta a
la significación y entonces todo me penetra? Pero, ¿por qué no dejarse penetrar
así? He hablado de la interlocución profunda como “yo” y “tú” que se requieren
corporalmente, como modo del diálogo anterior a todo monólogo. Sin embargo
parece que además yo padezco, experimento, una interlocución profunda con lo
que es: ya no un “yo” y un “tú” humanos, sino un “yo” humano y un
“tú”-realidad, “tú”-totalidad de lo que es,
“tú”-existencia/significatividad/mundaneidad del mundo/exposición/apertura.
Riesgos de la escritura honesta. Riesgos de la vida que se
sabe, se piensa, se busca y se pregunta porque sabe de su finitud y su
ambivalente relación con el sentido. Por momentos, signo que te abraza y te
completa. Por momentos, signo que te incendia.
La cuestión, Simone, es que te leí para buscar una respuesta
pero no fue en tu escritura en donde la encontré. Tampoco creo que la búsqueda
haya sido pura acción, pura dirección. La finitud me horadó en uno de sus modos
para un cuerpo gestante: el del posible fin de la posibilidad de gestar y
maternar.
El 2017 fue un año intenso, difícil, tremendo. Pero me
obligué una y otra vez a enfrentar en mi análisis la cuestión de la maternidad,
del ser madre, de elegir entre dos opciones que se me presentaron como
absolutas: o “sí” para toda la vida, o “no” para toda la vida. Otro de mis
problemas: la dicotomía, la oposición, la distinción como única opción, el
binarismo existencial. “Vos sabés distinguir, separar pero no sabés
intersectar”, me dice mi analista. Tiene razón. Ojalá aprenda con el tiempo.
Pero esta vez se me apareció el todo o nada. Elegir ser madre o elegir no
serlo. Me costó muchísimo decidir. No solo me costó en términos de esfuerzo. Me
costó en términos de pérdida. Probablemente por eso fue tan difícil la
decisión: elegir un trayecto existencial iba a implicar perder una vida y
perder un hogar. ¿Quién puede elegir perder un hogar? Nadie. Y sin embargo, a veces
hay que hacerlo. Poder lo imposible. Paradoja de la existencia: la finitud es
saber que no podemos todo y a veces ser proyecto no es sino poder lo que
parecía imposible. Elegir la pérdida. No se lo deseo a nadie y sin embargo vos
que me estás leyendo sabés bien de qué te hablo. Todos hemos en algún momento
elegido perder. En ese modo de la elección que, de nuevo, no es heroica, no es
romántica, no es hazaña de la que estemos orgullosxs. Pero es supervivencia:
poder sobrevivir a la pérdida para vivir la vida que ahora se ha elegido.
Y yo finalmente elegí. Con mucha dificultad. Las
formulaciones primero eran por la negativa y modalizadas: “creo que no quiero
perderme esto.” Me llevó mucho tiempo y mucha pérdida enunciar en positivo y
sin modalizar: “quiero ser madre.” Vueltas del destino que la claridad del
deseo se enuncie cuando las condiciones para realizarlo se hayan vuelto las
menos favorables. Pero eso es lo que pasa con el deseo: no entiende de
condiciones. No piensa. No calcula. No tiene estrategia. El deseo desea. Si
para Heidegger el tiempo temporacía y eso es el fundamento sin fundamento de la
existencia, para mí el deseo desea y eso es el fundamento precario, inmaterial,
energético, libidinal de nuestro hacer hogar, como podemos, en esta tierra que
habitamos. Lo más terrenal del deseo es su ciega obstinación. Y ahí está
también su potencia: a veces no es la vista la mejor consejera. A veces hay que
cerrar los ojos para llegar a donde el cuerpo desea.
Y así llegué yo a reencontrarme conmigo, Simone. Una yo que
soy otra. Una yo que no será como vos porque quiere ser madre y no hay nada que
hacer al respecto. Habló el deseo que soy y finalmente pude escucharlo. Ayer
cumplí 38 años y ahora sé lo que quiero. Cómo lograrlo es la nueva pregunta.
Nada sencillo de responder pero siempre el “cómo” es un avance frente a la
parálisis del no saber “qué” se quiere.
Cumplí 38 años y es hora de inventar el cómo de mi deseo de
maternidad. Una y otra vez la vida me presenta con el desafío y el riesgo, con
la voluntad y sus límites, con el proyecto y sus circunstancias. El signo del
existencialismo aggiornado a un siglo XXI que ya no cree en relatos heroicos aparece
como imagen de mi presente. Proyectar sin confianza en la teleología. Seguir el
deseo sin ser del todo yo la que elige o, mejor dicho, no ser yo ya la misma
por seguirlo. Se muere y se nace, se muere y se resucita una y otra vez a la
vida reflexionada, a la identidad como carga, como límite, como invención y
descubrimiento. Ser la misma ya no siendo quien era. Reencontrarse en las
memorias de otra mujer para saber que se es otra de ella y otra de mí misma. Ni
la María Inés que era al leer tu primer texto, ni la Simone que encontré
leyendo.
Y por eso escritura (“Escribo entre dos mujeres” se llamó el
libro que publiqué en mayo de este año).
Y por eso el reencuentro del final de un texto que es
principio de un camino que no busqué pero me encontró en tanto me dejé ser
ciego, obstinado, destructor y vivificador deseo.
Café Le deux magots, París
4 de septiembre de 2018
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