martes, 17 de marzo de 2015

Tocar y ser tocada


Esa es la cuestión. En lugar de ser y no ser. Porque “ser” tiene un “lugar”. El lugar del con-tacto.

El cuerpo.

Todos necesitan ser tocados. Todas también. Todxs.

Hace rato que pienso en esto, alrededor de esto. Hace mucho.

Ayer justo pasaban en el cable una película con Tuturro y Woody Allen. El disparador cómico era que Woody Allen convencía a Turturro de ser una especie de taxi boy. Turturro accedía y entre sus “clientas”, Woody Allen gestiona sus servicios para una joven viuda judía ortodoxa, personificada por Vanessa Paradis. Una joven mujer por su religión y su viudez demandada a mantenerse ajena al contacto de un hombre, aparentemente. En la escena en que se encuentra con Turturro, la joven se dispone a recibir un masaje. Apenas él pone sus manos con aceite en su espalda ella, que parecía aterrorizada con la expectativa, se larga desconsoladamente a llorar.

Recuerdo también una entrevista, quizás emitida por Crónica pero no estoy segura, cuyos fragmentos luego fueron usados como recurso gracioso en esos programas de archivo. Se trataba de un hombre que reclamaba su derecho al acto sexual. Un hombre delgado, muy delgado, casi mal alimentado, de rostro poco agradable, con la dentadura torcida, o rota, o amarillenta, claramente con el aspecto de alguien que no lleva una buena vida (no en sentido moral, sino en sentido material). Este hombre, sin registrar la posibilidad de que se rieran de él –cosa que sucedió sin dudas- reclamaba que todo ser humano necesita -y por eso el Estado debería garantizar su derecho al- sexo. Varias veces vi como pasaban pedazos de esa entrevista para generar risa en una compilación o informe de TV. Pero recuerdo más haber superado rápidamente la sensación de lo “gracioso” del video para reparar, para compadecerme, en el verdadero dolor de ese hombre que necesita que el Estado le asegure lo que seguramente él mismo no logra conseguir.

Un tipo al que “nadie le daría”. Hay mucho sentido en que se use el verbo “dar” para referirse metafórica-barrialmente al “sexo”: hay algo que se da en el sexo. Se da el tocar-se. Con diferentes grados, diferentes conciencias, diferentes auto-consciencias o reparos, te doy el tocar-me, me das el tocar-me, te doy el tocar-te, me das el tocar-te.

También venía a mi mente, mientras este texto se formaba en mí, el recuerdo de un amigo sufriente. Tan retorcido en su dolor, en su contener una bomba de frustración en su interior, que emanaba ante mis ojos, sin hacer nada, un pánico a ser tocado. Recuerdo, en un momento de intimidad en el que bajó su coraza y se confesó, haberlo abrazado: recuerdo poner el costado de su rostro apretado contra mi pecho, justo por encima de mi corazón… recuerdo la profunda necesidad que sentí de darle ese contacto, aunque sea por un rato. Recuerdo su alivio sin palabras.

Imágenes, situaciones, recuerdos de la necesidad de tocar y ser tocada. Una necesidad que se vuelve género (me reservo para otro texto los distintos sentidos de esto) haciendo del erotismo, del cariño, de lo fraterno, de lo maternal, de lo solidario, de lo amistoso, especies de algo mismo.

Es interesante que, que nos toquen, nos puede gustar o no: pero no nos puede ser indiferente. Nunca el contacto con otra piel es indiferente. Se enciende la epidermis para disfrutar o rechazar. Grados de disfrute o grados de rechazo. Pero nunca neutralidad. La piel no es nunca neutral a otra piel. Es tan poco neutral que a veces el contacto que más se desea, que más desesperadamente se desea, se expresa en el modo de su opuesto, en el modo del rechazo. Como si desear tanto tocar a otro o ser tocada duplicara la necesidad en su opuesto: una doble necesidad que se anula a sí misma, que se pudre y se vuelve violencia contra aquel cuyo tacto se desea. El pánico de con-tacto. Como si se pudiera temer –no dudo: se puede- que nada después vuelva a ser igual. “Mejor no saber, mejor no saber” grita la piel que se encoge y se aparta.

Todos necesitamos ser tocados. Casi como si definiera al ser “humano”.

Ese ser que solo es “en” un cuerpo.

Ese ser que tiene la piel conectada a lo que de sí mismo más desconoce.

Me pregunto cuánto de esta necesidad universal-humana de tocar y ser tocados, pero sobre todo de ser tocados, provendrá de ese simple y misterioso hecho de que venimos de otro cuerpo. Un momento originario en el cual éramos todo contacto. Donde la piel no era del mismo modo superficie que en el después. Donde las células mismas transicionaban de ser de otro hacia ser “mías”. Donde solo fuimos por un buen rato mera transición, pura fusión, indistinción.

Empezar por ser “todo-tocada” y luego, la permanente expulsión. Cómo ya escribí en Revolución de la carne y en La interlocución profunda, me acosa el pensamiento de la carne que se reclama a sí misma en los cuerpos seccionados. La carne que hace a nuestra piel ese órgano total: toda psique, toda cuerpo, toda soma, toda ego, alter-ego, puro ello, todo a la vez.

¿Y si ese Ello todo-demandante y todo-deseante y todo-reclamente de Freud no fuera sino una respuesta, una reacción, a ese ser todo-tocada in útero, toda abrazada, todo-el-mundo-útero-que-abraza, que luego se vuelve toda expulsión, todo-mundo-externo-idea-de-exterior?

El útero como el verdadero paraíso perdido. El Ello, como respuesta enloquecida –gritada a oídos sordos- frente a ese exilio definitivo.

Yo me imagino el Ello de Freud como un bebé que llora, llora, patalea, y llora y sigue llorando (alguien debe haberme dado esta imagen). No tiene hambre, no tiene sueño, no quiere nada. Quiere el útero de nuevo. Eso. Que nunca le darán.

Y porque el útero parece un paraíso definitivamente perdido, el contacto de los otros parece ser la continua espera de un Mesías. Alguien que nos redima y nos retorne a ese puro-ser-con-tacto. Por eso cuando se ama cuesta tanto soltar al otro: la despedida provisoria como ablación. Por eso cuando se ama, no se puede resistir el tacto del otro. No se puede resistir el deseo de tocar al otro. Y por eso cuando se está mal con quien se ama se padece doblemente el no estarnos tocando.

Me grita adentro todo porque me toques. Te grita adentro todo por tocarme. Pero no.

No tocar como herir. No tocar como violencia. No tocar como escarmiento. Escarmiento que no puede ser sino un esfuerzo por resistir ceder la piel a otro. Esos escarmientos absurdos y putrefactos de los vínculos humanos, de los bebés-adultos que no superan lo insuperable: no hay más útero al que volver. Nadie puede escuchar ni responder a ese reclamo.

Y sin embargo, del paraíso-uterino perdido queda la capacidad milagrosa de seguir tocando. Todo un mundo por tocar. Un tacto diferente, un tacto de muchos otros. No más “una” sino “muchxs”.

Algunas emprenden la odisea del contacto como desesperada-esperanzada búsqueda de un Mesías.

Algunas plantan bandera del contacto en algún cuerpo-territorio hallado, como si fuera el último lugar de la Tierra.

Otras se niegan el contacto. Se aferran a la putrefacción de las ganas imperiosas por tocar y ser tocadas como prenda, como premio, como logro estoico, con el erotismo absurdo de la superioridad moral.

Otras y otros harán otras cosas. Pero todas y todos tratamos de hacer algo. Porque la piel no se aquieta. Se agita. Se enciende. A veces solo con la proximidad. A veces solo con la posibilidad.

Ser-toda-con-tacto-con-vos, amor, yo elijo. A vos, amor, en todas tus formas. Si he de quedarme sin algo, si he de darlo todo, que sea todo el tocar-nos que puedo dar-nos.

Es que parece que es ahí, en las mil y una formas del amor, en todos los modos y cuerpos por él atravesado, donde lo único parecido a un retorno nos es dado: mientras expulsada esté y siga aquí, transitando esta tierra, si lo único que hay es este pasar, que sea cruzando alegre los muchos puentes que se erigen, se tienden y suceden: puentes entre cuerpos, afirmados en ladrillos de carne, dibujando las calles cosmopolitas de todas nuestras pieles.