sábado, 28 de febrero de 2015

¿Por qué tenés tantos amigos putos?

A veces ciertas verdades profundas de la vida se revelan en momentos inesperados.

Estaba en una cita. Cenamos, compartíamos una buena charla. Ya nos conocíamos así que había una familiaridad instalada que hacía todo más natural. Después de cenar caminamos unas cuadras y entramos a un lindo bar. Pedimos unos tragos y la charla se fue haciendo cada vez más animada. De pronto, de un momento a otro, y tomándome alegremente desprevenida en medio de ese delicioso mareo que suele ofrecer el alcohol, el muchacho me pregunta:

-          ¿Por qué tenés tantos amigos putos?

Me sorprendió la pregunta y me sorprendió la respuesta. Recuerdo muy bien que primero las palabras salieron de mi boca y luego las pensé:

-          Porque me siento muy identificada con todo aquel que padece la represión sexual.

Fue tan espontánea mi respuesta como acertada. Me sorprendió a mí misma haber definido con tanta exactitud lo que hacía años que vivía como vínculo íntimo con mis amigos putos. Claro que no es lo único que me une a ellos. Hay algo que me une específicamente con cada uno y que excede esa definición. Pero también hay algo que me une grupalmente a ellos. Algo del orden del suelo ideológico que constituye la potencia de algunas amistades. Algo que hace a mi sentirme en casa con ellos.

El muchacho de la cita pasó rápidamente al olvido. Pero ese momento, esa auto-revelación, esa verdad, dejaron una hermosa marca en mi memoria. Ese día entendí lo que ya entendía hacía rato, pero ahora en palabras, ahora con esa fina percepción de lo que ya se sabe que es tarea del lenguaje terminar de delinear.

¿Cómo no iba a ser cierto que yo, criada en la represión sexual cristiana católica apostólica romana que me regaló mi famosa historia de vómitos y más vómitos con los cuales mi cuerpo se resistía a no poder realizar su deseo, cómo no iba este cuerpo resistente-padeciente de la represión sexual a encontrarse entre esos otros que han vivido algo tan parecido como una más?

Esa alegría triste de ser y saberse, en estas cosas dolorosas de la cultura, “una más” entre otrxs.

Claro que ser mujer y ser gay en nuestro mundo judeocristiano tienen una gran cercanía. O por lo menos para mí, en la respuesta que le di al olvidado muchacho de la cita, esa cercanía se reveló: la cercanía de “lo que tu cuerpo desea está mal”. El pecado. Si yo tenía que reservarme para el matrimonio –léase, para que algún hombre que estaba socialmente hiperhabilitado a masturbarse desde niño y a acostarse con quien quisiera me recibiera “blanca y pura” para hacerme “su” mujer (es interesante cómo en el adoctrinamiento cristiano del cuerpo, que tan bien conozco, la castidad como ejercicio para llegar virgen al matrimonio se predica para “todos” pero se decodifica sin ninguna ambigüedad –verdadera designación rígida- como predicado en realidad para “todAs”), el cuerpo gay tiene que reservarse para nadie: tiene que reconocer su deseo como desviado e intentar hacerlo desaparece o “reencauzarlo”. Es tan gracioso el desconocimiento absoluto que se manifiesta en cualquier institución, práctica o prédica que pretende que el deseo se algo “dirigible”, “manejable”, “direccionable”.

El deseo sabe antes que nosotros lo que quiere y vivir el deseo es vivirse vivido por el deseo.

La cercanía de seres humanos que tengan lo que tengan entre las piernas o hagan lo que hagan en la cama se miran y se sienten identificados, unidos, por un relato de “lo que me costó aceptar y vivir públicamente mi deseo”. Tantas graciosas y sufrientes charlas en las cuales compartimos todas las peripecias de la adolescencia a la adultez hasta que uno pudo asumir que siempre supo qué quería hacer, qué quería ser. He ahí el lazo vivencial profundo de ese hogar, esa comunidad, que creamos al encontrarnos. El sentir-común de lo que dolió, los momentos de confusión, el temor al castigo, el pavor a la mirada discriminadora, la risa frente a los artilugios para tener por un ratito, aunque sea un poquito, de satisfaccioncita del deseo. El relato del orgasmo logrado. El orgasmo sin culpa como un logro descomunal.

La represión sexual y su resistencia representan un modo de todo ese mercado negro de la vida social en el que todos vivimos. Algunos lo decimos, lo reconocemos, más que otros. Pero todo en el intercambio de lo sexual en nuestra cultura parece del orden del contrabando.

Este es el primer texto y las primeras ideas que hago escritura de un aspecto de mi existencia que deseo poder ir desarrollando a lo largo de los años. Si esta escritura tendrá algún valor que sea el de ofrecer una comunión: no la de la Eucaristía, sino la de ofrecer vivencias comunes mías que puedan parecer semejantes, en su modo de ser vividas, a otro, y que entonces se ofrezca como un abrazo reconfortante, habilitador. Que permita a mí y al otro saber que no estamos solos. Que hay hogar, comunidad, común-unidad en lo que cada cuerpo no puede sino, en algún momento, encontrar como lo-otro que lo habita: no me refiero a “los otros”, sino a toda esa legislación que nos atraviesa y nos remite a la duplicidad de la publicidad y el mercado negro de la existencia.

Y a veces, en el mercado negro, hay más iluminación, más vivacidad, más intensidad que en cualquier retorcida forma del alma blanca (¡hay cultura mía y tus metáforas de los colores!): porque lo íntimo, el refugio del hogar, se parecen más a lo que se oculta que a lo que se publicita. Porque no se oculta por vergüenza –o al menos ese es el modo de verlo que hay que abandonar- sino como tesoro: las verdades más íntimas que tenemos son del orden del cuidado, de la precariedad, de la fragilidad de lo feliz.


Como atesoro el amor y las horas con todos mis amigos putos, y amigas tortas, y amigxs putxs, a los que dedico este texto.

lunes, 2 de febrero de 2015

Sobre la docencia como modo de la interlocución profunda


A mis alumnos y mis docentes

O sobre la interlocución profunda como docencia.

Sí, claro: la docencia es una forma de la interlocución profunda. http://barthesiana.blogspot.com.ar/2013/11/la-interlocucion-profunda.html

Me encuentro con una amiga preparando el programa de un seminario que queremos dictar juntas. Un seminario libre, deseado. Surge la inquietud de la posibilidad de un alumno que nos inhiba, que busque deliberadamente mostrarnos la falta, lo que no sabemos. Sí, claro, el docente también puede temer enfrentar a sus alumnos. La respuesta tranquilizadora es que en nuestra situación de especialistas no me caben dudas de nuestra sobrecalificación respecto de los contenidos a transmitir. Ha sido mi experiencia en mis primeras clases como docente en la Facultad de Filosofía y Letras. No hay chance de que el espacio del aula alcance para transmitir todo lo que se ha leído, escrito, pensado, trabajado. Esa sobrecalificación, que incluso puede ser un obstáculo en la transmisión, es un resultado de la carrera académica que está detrás de una, tal cual como se hace y se vive actualmente.

Pero mejor aún, la inquietud-temor se troca por la afirmación de la posibilidad de que el alumno en cambio traiga la interlocución deseada: que me ayude a pensar, que piense conmigo. Que escuche mis preguntas y las haga suyas, o que al menos las vea válidas, plausibles, legítimas, interesantes, relevantes. Que piense conmigo. Yo espero que piense conmigo como el alumno espera que yo piense con él, que lo sorprenda, que lo movilice, que le genere una reacción en lo más profundo de su cuerpo –en ese no lugar en el que está su pensamiento. Que le descontracture el cerebro. Que le dé ganas, la necesidad misma, de ir a leer y escribir. A buscar y a producir.

Es que justamente la inquietud-temor yerra aquello a pensar. Hay un absurdo, nefasto, aburrido error en aceptar la primacía de los contenidos por sobre el individuo que los recibe. Lo relevante es la transmisión como formación, como interlocución, no como depósito compacto de un todo empaquetado que se colocaría en algún supuesto lugar vacío, vacante.

De lo que se trata es de traer algo al habla, a la escena de la interlocución, algo que nos haga hacer masa uno con otro y eso. Una especie de feliz triangulación inmaterial. Algo que cree el campo magnético que desde dos lugares distintos (yo-docente y tú-alumno) se genere entre nosotros.

Ser dos imanes en puja, en atracción, deseando colisionar y ser uno. En una yuxtaposición creativa que retenga las individualidades pero que también transforme. Que mueva un cuerpo y por eso lo cambie, sin que deje de ser el mismo. El suyo y el mío.

Esto me conduce a pensar en las figuras de docentes. Figuras que he visto, analizado, disfrutado o padecido a lo largo de mi formación.

Existe el docente que busca, desea, propone, performa, protege, estimula, cuida y así, enseña la interlocución profunda. Aquel que vive la pasión por el contenido primero como pasión por el alumno. El docente que no se olvida que fue alumno. Retiene esa experiencia precautoriamente: “Yo sé lo que fue estar ahí.” Y ese recuerdo, esa experiencia retenida, esa precaución lo alimentan para intentar dar lo que deseaba recibir y para evitar dar lo que odiaba recibir.

También existe el docente que solo busca audiencia, público, que se fascine con él. Que sale de su casa para solo hablar frente a otros. El docente que habla solo. El que ama escucharse a sí mismo. El que tiene un secreto y miserable entusiasmo en sentir que su lengua no se comprende por elevada, excelsa, sofisticada. Por lo general camina vertiginosamente frente al alumno con la pose típica de la mano en la pera, con la mirada por encima de la altura de sus ojos, retaceando al alumno el ser mirado, el contacto visual. Extasiado en asimetría. Este fue alumno pero se ha olvidado. O peor. Quizás fue el alumno que solo deseó el poder de la autoridad por sí mismo, como fuerza, no como potencia o creación. El que solo deseó cambiar de lugar para ejercer un pequeño y mísero poder.

Otra figura es la del docente que transmite la inhibición de la nota al pie, el pánico a la referencia, la obsesión por la bibliografía, la expectativa del referato como tragedia. Es el que enseña a temer pensar. El que comunica la paranoia de la mirada omnisciente de la academia y mata la posibilidad de pensar la falta como móvil hacia la profundidad de la reflexión. El antisocrático por antonomasia.

Es cierto que también hay que cuidarse de los alumnos, de sus expectativas –y casi deseo- de ser sometidos, dominados, castigados. Deseo de que el docente haga masa con él pero en la confirmación de su masoquismo quasi infantil o adolescente, entre otras formas de las fantasías maternales o paternas que puede traer al aula.

Cuidarlo también de que se tome demasiado en serio lo que una, cuando fue alumna, se tomó demasiado en serio. Ahorrarle la angustia y la frustración, aunque sea una parte. Enseñarle el juego de la transmisión. Enseñarle las reglas como estrategias más que como ley-prohibición.

El docente en interlocución profunda puede reconocer el poder que se tiene solo por la geopolítica del aula y abrazarlo para potenciar, moldear, transformar con el cuidado del que ama, del que protege, del que abre la puerta a un mundo como invitación, previniendo al invitado de que no todo es fiesta. Pero que la hay. Y no dónde ni cómo la espera.

Enseñarle a esperar. Enseñarle a no desesperar. El pensamiento demanda tiempo.

La interlocución profunda es transferencia, es amor, con su maravilla que suspende el tiempo y su devenir azaroso que puede arrasar.

La docencia como interlocución profunda demanda la responsabilidad amorosa de la transferencia como transformación. La autovigilancia del propio poder otorgado por la institución-ley.

La universidad puede ser hogar, aventura, feliz odisea. Pero también puede ser hoguera, tortura y lamentable cicatriz.

El docente tiene el poder y la responsabilidad de cargar o no los dados de la apuesta. Sabemos que los dados ya vienen suficientemente cargados. Liberarse de la propia carga innecesaria de su -si está ahí- feliz apuesta es lo que cada nuevo alumno le ofrece. Porque le ofrece la renovación de la fe en la apuesta hecha. Le puede decir o mostrar que sí, tuvo sentido.

El sentido que empieza y termina en la escena de la docencia.

En el campo magnético-vivificante.

En la vida alegre de la letra.