domingo, 23 de marzo de 2014

Narrarse-el-ser

Hace unos días que vengo pensando, teórica y existencialmente, en el valor de la narratividad para la vida. Y la vida implica, en su ser vivida por uno, alguna representación de la propia realidad. Alguna descripción de qué es lo que uno hace y por qué. Eso es narrarse: decirse a uno mismo cuál ha sido el sentido de lo que uno (el sí mismo propio) ha hecho, está haciendo, continuará haciendo, dejará de hacer, hará.
Judith Butler escribe, en “Dar cuenta de sí mismo”, que dar cuenta de uno mismo (“to give an account of oneself”) no puede ser narrarse (“to narrate oneself”). Las razones son, entre otras, estas dos: lo que nos ha enseñado el psicoanálisis, por un lado; y lo que nos ha enseñado la crítica al sujeto moderno en la línea de Foucault, por el otro. Este sujeto que es producido histórico-discursivamente es un sujeto sin fundamento, histórico como temporalmente constituido, enajenado de sí mismo por su facticidad tanto como por su necesario asumir el yo (el “I”) a través de algún discurso que lo precede y excede. Un sujeto fragmentado en la multiplicidad de las categorías, denominaciones y nombres que recibe-usa, elige-se-le-imponen, en la vida social. Pero también es el sujeto escindido del psicoanálisis, de Freud y el descubrimiento del inconsciente, de Lacan, el discurso y la inter-locución/subjetividad. Butler lo dice claramente: exigir una narración coherente de lo que uno mismo es es violento, es tanto la base de lo que entendemos como “ética” (¿moderna, quizás?)–i.e., poder dar razones de lo que uno hace- como la base de la violencia que subyace a esa ética: demandar me a mí misma y a los otros una coherencia que no podemos ser. Porque hemos sido forjados de un modo nunca disponible para su recuperación-representación en el magma hirviendo de las primeras impresiones de nuestro cuerpo infante con el mundo de sus relaciones primarias. Forjados en el trauma de las primeras impresiones de los otros/Otros. Maleables a las palabras, gestos, afectos, desprecios, ansiedades, expectativas, deseos, frustraciones ajenas/os. Y es el carácter aún líquido, por siempre líquido, de ese horno primordial en el que nos hemos hecho los falsos cuerpos sólidos que nos creemos (de nuevo, ¿modernamente?) ser, el que sigue derramando en todo relato de solidificación-coherentizante su agua bendita, su agua maldita, su acuosidad desestructurante: las interrupciones de nuestros síntomas, los quiebres de la seriedad de nuestro narrar por el chistoso fallido, el no poder oírse a sí mismo o a otros en algunas particulares palabras de un cuerpo supuestamente abierto a todo sonido, el no poder hacer, el no poder mover para algunas posibilidades, las extremidades en su más óptimo desarrollo físico.
Se cuela el líquido de nuestro centro corporal-terrenal por entre las grietas que su calor abre en las capas más potentemente sedimentadas de los relatos que hemos creído ser, incendiando el paisaje de nuestra vulnerable, sin saberlo, conciencia.
Y sin embargo, no se puede vivir en el centro de la Tierra.
Y sin embargo, no se puede edificar sobre el líquido.
Y sin embargo, no se puede morar sin algún precario hogar, alguna estructura protectora, algún paisaje fértil.
Arquitectos de narraciones propias que construyen contra el viento de la temporalidad y el continuamente amenzante sismo-cisma de lo que creemos ser un terreno firme, un paisaje delineado, un suelo, un campo, un “aquí” en el que descanse un poco el cuerpo de su propia infancia.
Ser o no ser, decía Hamlet. Narrar-se o no narrar-se… narrarse-el-ser.

Esa es la cuestión.

martes, 11 de marzo de 2014

“Todo lo que se sufre por una situación que no se habla”

Hace unos días, pasando por las actualizaciones de mi página de facebook, me encuentro posteada en una página grupal que suele subir cosas graciosas o subir cosas para reírse de ellas, una noticia de un muchacho que iba a casarse y desapareció (http://tn.com.ar/policiales/se-iba-a-casar-y-desaparecio_456295) Quien subía la nota con fin cómico comentaba el posteo con la simple frase “Un capo”, como indicando que el “desaparecido” en realidad había querido desaparecer para no casarse (dejo para otro texto la reflexión sobre esta figura graciosa para el sentido común del festejo de la huida de un hombre de su seguro matrimonio).

Como era esperable, cuando accedo al link de la nota que pertenecía a una página de noticias, no había nada de gracioso, en realidad. La madre y la novia del muchacho desaparecido lloraban mientras relataban todo lo “normal” que sucedió hasta que desapareciera. Comentaban que no lo podían ubicar de ningún modo, que su celular estaba apagado, que estaban desesperadas, que solo querían que volviera. La desesperación se debía a no saber qué había sucedido, si estaba bien o no, si se había ido o si algo le había sucedido –y, en ese sentido, el pedido era al público, que si lo veía o sabía algo, se comunicara con la familia. Pero de todos modos, de una manera brutalmente obvia, el pedido de que volviera incluía un claro subtexto de “volvé aunque te hayas ido porque quisiste irte”. Las dos mujeres lloraban desesperadas, sin saber qué había pasado, temiendo, por un lado, que le hubiera sucedido algo, y prefiriendo, por el otro, que no le hubiera sucedido nada, que se supiera perdonado de antemano y volviera.

Hace unas horas se anunció la noticia de que el muchacho fue encontrado en un hotel de una ciudad cercana. El padre del novio aparece en el mismo canal-página de noticias explicando que está bien, sano, y que desapareció porque había calculado mal el gasto de la fiesta de casamiento, no supo qué hacer para solventarlo y por eso huyó. El padre muestra en su modo de hablar que es consciente de la artificialidad de la razón que se da al público, es consciente de que de algún modo es raro que eso fuera causa suficiente para el accionar de su hijo. Pero sostiene igual la versión, aunque llora por momentos.

El periodista le pregunta: “¿Habló usted con él?”

El padre responde: “No, no, habló la mamá… nosotros solo lloramos, lloramos.”

Dejo para otro momento la reflexión sobre la posibilidad de hablar de las mujeres, o de los hombres con las mujeres, frente a la dificultad (¿imposibilidad?) de hablar de los hombres, o de los hombres con los hombres.

Al iniciar su relato al periodista, el padre decía que era lo que él sospechaba, que él sospechaba que algo así era lo que le había pasado a su hijo… intenta dar un mensaje de aprendizaje “para que nadie más pase por esto” y expresa y sentencia, a la vez:

“Todo lo que se sufre por una situación que no se habla.”

Es interesante la ambigüedad del “esto”, en el que “nadie pase más por esto”: ¿se refiere a lo que pasó su hijo, que no pudiendo hablar algo, solo pudo actuar, de un modo desesperado? ¿O se refiere a la desesperación que ellos pasaron porque su hijo en vez de hablar, huyó? Quizás sean ambas cosas.

Toda la situación de la nota periodística me había dejado ya reflexionando sobre este muchacho que claramente no pudo decir, no pudo decir “algo”, y solo pudo hacer algo… huir. Como si no fuera solo imposible decir, sino además estar. O como si hubiera necesitado decir huyendo, decir desapareciendo. Me quedé pensando en lo frecuentísimo que es esto. Cuán a menudo sucede en la vida cotidiana de cualquiera. A veces con más o menos dramatismo, más o menos sufrimiento, pero siempre con el sufrimiento mínimo garantizado de ese momento en que un cuerpo no puede decir y debe huir o explotar para que se diga por su hacer o su cuerpo, lo que no puede decir la articulación de una garganta… lo que no pueden escuchar los propios oídos de la boca propia.

Y hoy, habiendo anotado que quería escribir sobre esto, al ver la segunda nota, en la que el padre cuenta que lo encontraron, cuando lo escucho decir: “Todo lo que se sufre por una situación que no se habla” siento que me da el título para el texto que mi cuerpo estaba engendrando.

Claro que es frecuente, claro que es cotidiano, claro que es humano, demasiado humano, esta situación reiterada como tantos cuerpos haya, de no poder decir algo. De todo lo que se sufre por no poder decir algo. De todo el sufrimiento que se causa por no decir algo.

Y entonces habla algo otro, si no soy yo el que puedo hablarlo. “Una situación que no se habla”, un silencio, una sensación estremeciendo un cuerpo, una idea, provoca su propia realidad por medio del cuerpo que la pare. El cuerpo que huye. El cuerpo que explota. El cuerpo que al ausentarse se hace presentísimo como cuerpo parlante, como cuerpo que habla, como acción que conjuga, estructura, enuncia, comunica, hiere.

Una situación que no se habla es una explosión contenida, una angustia que rasga las paredes internas de la piel pidiendo a gritos mudos salir a ser palabra en el mundo. Y una situación que no se habla porque es silenciada, porque no puede ser dicha por la propia boca que la vive, en su retener, en su reprimir, en su suprimirse como aullido desesperado, hace de la implosión incontenible una explosión inesperada: la muda situación que no se habla se vuelve plena palabra como situación que no se habla, pero se hace, se actúa. Sigue siendo una situación que no se habla, pero ahora se vuelve comunicante, expresiva, sonora, verborrágica, obvia. Tan fértil es la enunciación no verbal de lo no hablado que se vuelve hecho, realidad, suceso, y deviene verdad manifiesta sin necesidad de palabras. Aún cuando fuera en la forma de la duda, la verdad de la situación no hablada ya era escuchada ante la huida. Por eso el perdón adelantado. Por eso la garantía de absolución.

El caso dramático del muchacho que habla desapareciendo porque no puede hablar apareciendo no es para mí más que una manifestación más violenta de una violencia por todos vivida. Cotidianamente vivida. La violencia de una situación que no se habla… violencia interna del no poder decir, violencia externa del decir explotado, regurgitado en la cara del otro al que no puede hablarse.

La violencia, el silencio y el lenguaje. La violencia y lo que no se habla. Todo lo que se sufre por lo que no se habla. Todo lo que no se habla porque no se lo puede hablar. Todo lo que se hace porque no se puede decir. Todo lo que se dice cuando se hace. La violencia de hacer lo que no puedo hablar. La violencia de ser hecha por la huida de lo que no puedo decirme.

Sin poder optar por la palabra, aparece la huida a la acción como gesto significante, como vómito violento de verdades. Tan no decidido como el vómito, tan enfermo como lo que me hace vomitar, tan liberador como haber vomitado lo enfermo.

Todos vomitan de un modo u otro a través de sus cuerpos las situaciones que no se hablan, que “los” hablan a través de la violencia de una expulsión no voluntaria. Divina violencia que libera al cuerpo de la prisión de su voz acallada.

Como vomito yo este texto que tenía pensado escribir alguna vez, pero que escribo ahora como exteriorización de la violencia interna que crece en mí hace horas por el hastío de un día de trabajo auto-forzado… corriendo los libros y apuntes obligados para escribir la situación que no se habla en mi interior: que estoy cansada de trabajar, que ya no tengo ganas, que quiero huir a mis textos inútiles, a mis reflexiones profundas sobre pavadas.


Vomitar el hastío de pensamiento en una liberación de palabras para evitar seguir sintiendo todo lo que se sufre cuando no se habla.