Hace unos días, pasando por las actualizaciones de mi página
de facebook, me encuentro posteada en una página grupal que suele subir cosas
graciosas o subir cosas para reírse de ellas, una noticia de un muchacho que
iba a casarse y desapareció (http://tn.com.ar/policiales/se-iba-a-casar-y-desaparecio_456295)
Quien subía la nota con fin cómico comentaba el posteo con la simple frase “Un
capo”, como indicando que el “desaparecido” en realidad había querido
desaparecer para no casarse (dejo para otro texto la reflexión sobre esta figura
graciosa para el sentido común del festejo de la huida de un hombre de su
seguro matrimonio).
Como era esperable, cuando accedo al link de la nota que
pertenecía a una página de noticias, no había nada de gracioso, en realidad. La
madre y la novia del muchacho desaparecido lloraban mientras relataban todo lo “normal”
que sucedió hasta que desapareciera. Comentaban que no lo podían ubicar de
ningún modo, que su celular estaba apagado, que estaban desesperadas, que solo
querían que volviera. La desesperación se debía a no saber qué había sucedido,
si estaba bien o no, si se había ido o si algo le había sucedido –y, en ese
sentido, el pedido era al público, que si lo veía o sabía algo, se comunicara
con la familia. Pero de todos modos, de una manera brutalmente obvia, el pedido
de que volviera incluía un claro subtexto de “volvé aunque te hayas ido porque
quisiste irte”. Las dos mujeres lloraban desesperadas, sin saber qué había
pasado, temiendo, por un lado, que le hubiera sucedido algo, y prefiriendo, por
el otro, que no le hubiera sucedido nada, que se supiera perdonado de antemano
y volviera.
Hace unas horas se anunció la noticia de que el muchacho fue
encontrado en un hotel de una ciudad cercana. El padre del novio aparece en el
mismo canal-página de noticias explicando que está bien, sano, y que
desapareció porque había calculado mal el gasto de la fiesta de casamiento, no
supo qué hacer para solventarlo y por eso huyó. El padre muestra en su modo de
hablar que es consciente de la artificialidad de la razón que se da al público,
es consciente de que de algún modo es raro que eso fuera causa suficiente para
el accionar de su hijo. Pero sostiene igual la versión, aunque llora por
momentos.
El periodista le pregunta: “¿Habló usted con él?”
El padre responde: “No, no, habló la mamá… nosotros solo lloramos,
lloramos.”
Dejo para otro momento la reflexión sobre la posibilidad de
hablar de las mujeres, o de los hombres con las mujeres, frente a la dificultad
(¿imposibilidad?) de hablar de los hombres, o de los hombres con los hombres.
Al iniciar su relato al periodista, el padre decía que era
lo que él sospechaba, que él sospechaba que algo así era lo que le había pasado
a su hijo… intenta dar un mensaje de aprendizaje “para que nadie más pase por
esto” y expresa y sentencia, a la vez:
“Todo lo que se sufre por una situación que no se habla.”
Es interesante la ambigüedad del “esto”, en el que “nadie
pase más por esto”: ¿se refiere a lo
que pasó su hijo, que no pudiendo hablar algo, solo pudo actuar, de un modo
desesperado? ¿O se refiere a la desesperación que ellos pasaron porque su hijo
en vez de hablar, huyó? Quizás sean ambas cosas.
Toda la situación de la nota periodística me había dejado ya
reflexionando sobre este muchacho que claramente no pudo decir, no pudo decir “algo”,
y solo pudo hacer algo… huir. Como si no fuera solo imposible decir, sino
además estar. O como si hubiera necesitado decir huyendo, decir desapareciendo.
Me quedé pensando en lo frecuentísimo que es esto. Cuán a menudo sucede en la
vida cotidiana de cualquiera. A veces con más o menos dramatismo, más o menos
sufrimiento, pero siempre con el sufrimiento mínimo garantizado de ese momento
en que un cuerpo no puede decir y debe huir o explotar para que se diga por su
hacer o su cuerpo, lo que no puede decir la articulación de una garganta… lo
que no pueden escuchar los propios oídos de la boca propia.
Y hoy, habiendo anotado que quería escribir sobre esto, al
ver la segunda nota, en la que el padre cuenta que lo encontraron, cuando lo
escucho decir: “Todo lo que se sufre por una situación que no se habla” siento que
me da el título para el texto que mi cuerpo estaba engendrando.
Claro que es frecuente, claro que es cotidiano, claro que es
humano, demasiado humano, esta situación reiterada como tantos cuerpos haya, de
no poder decir algo. De todo lo que se sufre por no poder decir algo. De todo
el sufrimiento que se causa por no decir algo.
Y entonces habla algo otro, si no soy yo el que puedo
hablarlo. “Una situación que no se habla”, un silencio, una sensación
estremeciendo un cuerpo, una idea, provoca su propia realidad por medio del
cuerpo que la pare. El cuerpo que huye. El cuerpo que explota. El cuerpo que al
ausentarse se hace presentísimo como cuerpo parlante, como cuerpo que habla,
como acción que conjuga, estructura, enuncia, comunica, hiere.
Una situación que no se habla es una explosión contenida,
una angustia que rasga las paredes internas de la piel pidiendo a gritos mudos
salir a ser palabra en el mundo. Y una situación que no se habla porque es
silenciada, porque no puede ser dicha por la propia boca que la vive, en su
retener, en su reprimir, en su suprimirse como aullido desesperado, hace de la
implosión incontenible una explosión inesperada: la muda situación que no se
habla se vuelve plena palabra como situación que no se habla, pero se hace, se
actúa. Sigue siendo una situación que no se habla, pero ahora se vuelve
comunicante, expresiva, sonora, verborrágica, obvia. Tan fértil es la
enunciación no verbal de lo no hablado que se vuelve hecho, realidad, suceso, y
deviene verdad manifiesta sin necesidad de palabras. Aún cuando fuera en la forma
de la duda, la verdad de la situación no hablada ya era escuchada ante la huida.
Por eso el perdón adelantado. Por eso la garantía de absolución.
El caso dramático del muchacho que habla desapareciendo
porque no puede hablar apareciendo no es para mí más que una manifestación más
violenta de una violencia por todos vivida. Cotidianamente vivida. La violencia
de una situación que no se habla… violencia interna del no poder decir,
violencia externa del decir explotado, regurgitado en la cara del otro al que
no puede hablarse.
La violencia, el silencio y el lenguaje. La violencia y lo
que no se habla. Todo lo que se sufre por lo que no se habla. Todo lo que no se
habla porque no se lo puede hablar. Todo lo que se hace porque no se puede
decir. Todo lo que se dice cuando se hace. La violencia de hacer lo que no
puedo hablar. La violencia de ser hecha por la huida de lo que no puedo
decirme.
Sin poder optar por la palabra, aparece la huida a la acción
como gesto significante, como vómito violento de verdades. Tan no decidido como
el vómito, tan enfermo como lo que me hace vomitar, tan liberador como haber
vomitado lo enfermo.
Todos vomitan de un modo u otro a través de sus cuerpos las
situaciones que no se hablan, que “los” hablan a través de la violencia de una
expulsión no voluntaria. Divina violencia que libera al cuerpo de la prisión de
su voz acallada.
Como vomito yo este texto que tenía pensado escribir alguna
vez, pero que escribo ahora como exteriorización de la violencia interna que
crece en mí hace horas por el hastío de un día de trabajo auto-forzado… corriendo
los libros y apuntes obligados para escribir la situación que no se habla en mi
interior: que estoy cansada de trabajar, que ya no tengo ganas, que quiero huir
a mis textos inútiles, a mis reflexiones profundas sobre pavadas.
Vomitar el hastío de pensamiento en una liberación de
palabras para evitar seguir sintiendo todo lo que se sufre cuando no se habla.
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