miércoles, 19 de diciembre de 2018

Sumisa


Después de tres años de quererlo y no poderlo
fue una palabra en boca de un extraño la que me permitió separarme.
Una extraña, en realidad.
No tan extraña: una compañera de investigación.
Me dijo “sumisa” y me rebelé.
Se llamaba Mariela.
Ella y yo volvíamos de un congreso en la ciudad de Córdoba.
De mis tiernos primeros congresos como estudiante aún de filosofía.
Como es usual, dos compañeras que se tienen una cierta simpatía
aunque no una amistad,
se sientan en el micro y conversan en esas horas de viaje de regreso.
¡Claro que fue un viaje de regreso!
Al abrigo de la intimidad de la charla femenina
volví a hacer -porque hacía años que estaba en eso-
el relato de mi drama.
Le conté a la compañera, que se interesó dulce y honestamente por cómo andaba
la crisis del noviazgo.
Le conté todo lo que él me hacía y decía que yo ya no soportaba.
El maltrato, la asfixia,
las peleas, las presiones,
los desacuerdos, las decepciones.
Y todo en el modo trágico del “mirá lo que me hace”
y el no saber qué hacer con eso.
No saber cómo salir.
Saber que hay que salir. Sentir que se quiere huir.
Y no saber cómo hacerlo.
Con los años entendí que una se va yéndose.
No hay un algo que hacer antes. No hay un exacto momento.
Es el irse y punto.
Como la puerta de “La ley” de Kafka,
pero saliendo.
(Siempre que se sale por una puerta se entra a otra cosa).
Relaté el drama y sus imposibilidades.
Conté las miserias y el agobio.
Me lamenté, mostré mi sufrimiento.
Y probablemente también algún “yo no me lo merezco”.
Di detalles, describí escenas,
analicé situaciones, señalé conclusiones evidentes,
todo en el modo del “no puedo”.
Y cuando el río de descarga de malestar ya había sido expectorado,
mi compañera de viaje,
que me había escuchado con calma atención
(era una mujer inteligente pero de cierta timidez,
cierta reserva, pocas pero justas palabras)
tomó la palabra
con su atenta y generosa escucha
retomando el hilo de mi reflexión.
Tiró fuerte de lo que en mi relato se mostraba
 y con una certera amable violencia
me dijo:
“Qué raro lo que me contás, porque no parecés sumisa.”
“Sumisa”.
Esa palabra estalló en mi cara.
Sumisa.
“No parecés sumisa”.
Esa era yo en mi relato: sumisa.
Me lo dijo y me psicoanalizó.
(El día que me separé, poco después, llamé a quien sería por años mi analista y pedí mi primera sesión, algo que hacía meses que quería hacer y no lo hacía “porque no tenía plata”: con la misma “no plata” pagué desde el primer día en adelante. Alguna vez comparé mi gasto en terapia con “el alquiler de mi casa”, aunque en ese momento todavía vivía con mis padres: era otro el hogar que estaba construyendo).
Sumisa.
Escuché esa palabra y entendí con vergüenza todo:
yo era cómplice de mi sufrimiento,
me permitía ser la damisela débil en la torre encerrada.
Sumisa y no lo fui más.
Desde ese momento de claridad,
de ese destello que me devolvió los ojos,
supe que iba a separarme.
Recuerdo volver de la estación de Retiro a mi casa,
donde me encontraría a mi novio,
sabiendo que se había terminado.
Llegué tranquila, casi alegre como siempre,
aunque con una verdad, un secreto muy adentro.
Traía de Córdoba el libro en el cual me habían publicado mi primera ponencia académica.
Lo traía contenta, abrazado.
Se lo mostré a él y me dijo cínica, desmerecedoramente:
“¿Cuánto te lo cobraron?”
Treinta y cinco felices pesos recuerdo haberlo pagado.
Como recuerdo el desprecio que sentí por su mierda en ese momento.
No le contesté nada porque entonces lo supe:
“La próxima vez que peleemos me separo”.
Por eso callé, porque postergué el momento por conveniencia.
No era ese el momento.
La pelea siguiente, así fue.
Lo eché de mi casa, de mi vida,
lo desterré de todo lo que tenía que ver conmigo definitivamente.
La historia no terminó en la insumisión de la sumisa.
El maltratador desencajado me reservó el regalo perverso
de amenazas de suicidio, declaraciones policiales,
un fin de semana entero sumida en la angustia y la bronca
de una última extorsión con la que cobrarme caro mi libertad.
“Sumisa”.
Una palabra dicha por una semi-extraña.
Un significante, un regalo de una persona de paso en mi vida
que en un viaje de regreso
me asestó el golpe auditivo que me regresó a la vida.
Un ruido: sumisa y no hubo vuelta atrás.
Es que a veces las palabras nos liberan,
aunque muchas veces no sean las nuestras.
Palabras ajenas que son las más propias,
las que nos captan,
nos abraz/san.
De repente todo fue comprendido
e incinerado.
Un fuego sacrificial
que expió el crimen de la sumisa,
que resucitó a la mujer que yo era y estaba atrapada.
Palabras que incendian la mente,
que liberan el cuerpo,
que cruzan las puertas de los fantasmas carceleros,
que devuelven la vida y el habla.

El inconsciente es una corriente subterránea en el río de la conciencia


El inconsciente es una corriente subterránea en el río de la conciencia.
No sé si mar o río: pero volumen acuoso en movimiento.
La conciencia es un nombre del modo de vivir en un cuerpo, de ser un cuerpo, de ser en el tiempo.
A mí no deja de sorprenderme ese conocimiento desconocido que somos.
Ese flujo de saber con el que vivimos en lo más profundo,
y sin embargo es eso que no sabemos pero que nos habla.
El inconsciente juega con nosotros a las escondidas
y a las adivinanzas.
Arma escena. Pone signos. Da pistas.
Murmura en los temblores involuntarios de nuestro adentro.
Por eso lo traumático es ganarle la partida:
escuchar con claridad, de repente, eso que nos decía,
eso que de algún modo sabíamos,
eso que entender nos cambia la cara.
La verdad del inconsciente nos desfigura.
Transforma.
Libera pero también mata.
Ilusiones, deseos, proyectos, relatos que éramos sin saberlo.
La acción del inconsciente, en su ser corriente, en su mostrarse y esconderse,
baila la danza del relato.
Esa aventura del lenguaje de la que nos habló Barthes.
El trauma es captar la verdad, el sentido del relato:
ese haz de luz que como una daga
retrospectivamente ilumina -se clava, atraviesa- todos los indicios desparramados.
De repente se hace el sentido, como alguna vez se hizo la luz.
Pero es un modo vergonzante, hiriente, paralizador de la luminosidad.
Es que solo se puede iluminar lo oscuro.
Y lo oscuro vive donde se deja la luz apagada.
Ese obstinado ser de las cosas aunque no haya nadie para verlas.
La risa de esa cosa-verdad que sabe que su existencia
no depende de nuestro conocimiento.
Esos pensamientos que piensan sin que yo los acompañe.
Que transcurren también en el tiempo
y vuelven su argumento, relato.
Entender el tipo de relato que estábamos viviendo,
eso que unió una a una todas las cosas.
Esa trama que es corriente
que se teje en su desplegarse,
hacer onda,
romper olas.
El trauma de deshundir la cabeza del agua,
y dar la desesperada bocanada de aire,
mirando un cielo que es el mismo pero parece nuevo.
Después del sentido traumático del comprender lo in-consciente
ya no nos bañamos dos veces
porque no es el mismo río.
Ya no somos lxs mismos.
Y sin embargo es ahora
que somos nosotrxs
más que nunca.

jueves, 6 de diciembre de 2018

El cuerpo, de nuevo


¿Qué será lo que le hace el agua al cuerpo?
¿Por qué el rutinario hábito de la ducha a veces se siente como una huida 
cuando el agua caliente recorre el cuerpo
y la boca exhala el cansancio, el hastío, el hartazgo?
¿Qué seríamos sin el cuerpo?
Nada. No seríamos sin el cuerpo.
Y a veces lo obvio es lo que menos entendemos.
Escuchar música, ducharse, dejar que el agua abrace con su calor la piel tensa,
la espalda contracturada.
Acariciarse con el jabón como volviendo a un refugio.
Sentirse la piel.
Tocarse con las propias manos.
Esa sensación de novedad de algo tan simple: sentir-se. Tocar-se.
Descansar del agobio. Interrumpir el ritmo cotidiano.
No es la primera vez que escribo sobre el cuerpo, el cansancio, la música, la ducha.
Revivir porque no se vive realmente en el día.
Y el cuerpo.
El cuerpo, de nuevo.
Que pide música. Que pide agua. Que quiere danza. Que quiere pausa.
Que ahora pide escritura.
No transcribe. No traduce.
Escribe. Seduce.
A estos dedos que necesitan seguir tocando ahora el teclado,
decir el cuerpo que son,
el cuerpo que soy,
el cuerpo que somos.
Un cuerpo que es siempre un infante,
siempre demandante,
siempre necesitando, siempre reclamando.
Como nosotros. Como nosotrxs.
Escritura que no es inspiración: es respiración.
También respiramos con las palabras:
el cuerpo respira con las palabras.
Escribe y exhala.
Emana sentido.
No construye. No produce.
Regala palabras.
Dedos y marcas, garganta y aire, contracción y significación.
El cuerpo, de nuevo, que me habla.
Mi cuerpo me habla.
Me pide el agua, el corte, el momento, la escritura, el baile, el descanso.
Que se silencie la interioridad.
Que se calle un poco el mundo de lo diario.
Que le de los minutos, el derecho al tiempo:
el suspenso del agua,
la libertad de la desnudez,
el remanso del sonido que no se emite,
la danza de los dedos,
la musicalidad de la escritura,
el éxtasis de la pausa.
La revolución de por un momento ya no el antes y el después,
ya no la sucesión serial.
El cuerpo exige su tiempo-quietud paradojal
contra lo productivo-laboral-cerebral.
¿Qué tendrán en común ducharse, bailar y escribir
como un modo de esa versión feliz
de la soledad que se siente libertad,
que se siente con el cuerpo
en un modo significante del silencio?