viernes, 29 de noviembre de 2013

La interlocución profunda

Hay muchos modos de estar en el mundo. No hay parámetro, regla o norma  que pueda decidir cuál es el mejor de ellos. En un vocabulario sencillo aunque imaginario: no podemos saber de qué modo se es feliz.

Uno, además, solo puede estar de tal modo porque es-estando de ese modo. Decidir “estar” es posible y no tanto, a la vez.

Entonces, hablemos de un modo o, mejor dicho, quiero hablar de una modalidad de estar en el mundo ni mejor ni peor, una entre otras: el modo de la interlocución profunda. Me refiero a esa experiencia de la propia existencia que está acompañada por la experiencia de poder hablar íntimamente con algún otro. Alcanza con que haya al menos “un” otro así para entender de qué hablo. Aunque la fortuna, en esta modalidad de estar, tiene la forma de varios otros con los que se comparte esta profunda interlocución.

Pero con uno alcanza para vivirla. Digo que alcanza con uno al menos porque la no-experiencia de la interlocución profunda lleva la marca de ningún otro con quien se habla así; o también, la marca más natural de que ese otro ni siquiera haga falta. Se puede vivir tranquilamente la vida sin esa falta. Es solo otro modo de estar en el mundo. Yo, lo desconozco absolutamente. Por tanto, escribo sobre mi necesidad y potencial falta: la interlocución profunda.

Es inter-locución porque se habla con otro, yo hablo y el otro escucha (o lee) y ese otro habla y yo escucho, pero esas locuciones alternativas, alternándose en el tiempo, en la inevitable linealidad del significante, son en realidad “inter”, entre: su posibilidad ontológica es ese espacio-tiempo “entre” nosotros que, cuando no está, “hace falta”, está en ausencia, indica su no-estar.

Ese “inter” de ese posible locutar tiene de plural lo mismo que de más individual tiene: porque en la experiencia de la profunda interlocución yo me-hablo con vos. De allí su carácter de profunda: nosotros nos abismamos en nosotros cuando nos hablamos. La profundidad del me-hablarte manifiesta la posibilidad, por otro donada, más propia: la de decir lo mejor y lo peor de mí, a la vez; de mostrar mi milagro y mi mierda, de ridiculizarme, reírme y reírnos... igual que pronunciar las palabras, las ideas, las verdades a las que más le temo. Tener-me menos miedo porque estás, en mi mierda-verdad, conmigo. En mi debilidad, mi nimiedad, mi miserabilidad. Y vos conmigo… con menos miedo, con esa calma de saber que antes y después de lo dicho, seguiré yo ahí, viviendo el acontecimiento pero aportando el espacio inamovible de su suceder entre nosotros eso, lo dicho.

Allí donde todo más me/nos duele. Allí donde la palabra es una hazaña y la articulación discursiva, una verdadera poiesis.

Es que no hay yo-profundo sin tú-profundo, ya lo dijo Benveniste. No hay interlocución si vos no estás, también, generando con tu cuerpo y tu palaba ese campo magnético de abismo sostenido que vos y yo necesitamos para que esto se pueda decir, de esto se pueda hablar.

Y sin embargo, la salud de la interlocución profunda consiste en que te hablo mi mierda, pero no te traigo a ella, no te invito a vivirla conmigo. Te necesito “otro” para que hablemos de mí en mi mierda, como vos conmigo. Necesito cuidarte como “afuera” de lo peor de mí, para que puedas cuidarme en la compañía de qué hacer con esto. Sin cuidado, no hay verdadera interlocución. Te quiero distinto, te quiero otro, te quiero ahí, conmigo pero no-yo, para provocar este espacio en el que estamos “entre” nosotros, para los dos, para ambos. Donde hay poiesis existencial no puede haber ni sujeción ni aniquilamiento… ni siquiera como intento.
---------------------

Merleau Ponty habló de dos cosas que son dos verdades de la interlocución profunda: el solipsismo vivido y la promiscuidad ontológica.

Se vive, es verdad, solipsistamente. En otras palabras, no puedo dejar de ser mi cuerpo, éste, que me recorta forzadamente de la intersubjetividad deseada, añorada, solicitada, co-construida. Pero así como no se puede sino vivir solipsistamente en el cuerpo discreto que somos, tampoco se puede hablar solo: ¿qué puede ser seriamente “hablar solo”? Si siempre que hablo o escribo necesito la ficción de un otro posible que me escuche, que me lea… todo monólogo es un imaginario desdoblamiento de uno mismo, un fingir que soy esta y otro, un inventarme un alter con quien seguir creyendo que estoy cuerda, no loca, si hablo sola.

Ahora, el cuerpo discreto, solipsistamente vivido, y el diálogo intersubjetivo fundador de todo ficticio monólogo no se oponen, no se contradicen: están unidos, íntimamente unidos… orgánicamente unidos por una sustancia rara hecha de movimientos, ruidos y cuerpo: porque sin la garganta de este cuerpo solipsista-seccionado de otro, sin la posibilidad más propia de este cuerpo-garganta de articular sonidos significantes, no habría diálogo posible.

Mi garganta mía necesita tus oídos tuyos para unir nuestros cuerpos en un cuerpo nuevo, uno y tercero, intersubjetivamente vivido.

Hay un hilo de vida orgánica transfigurada en aire articulado que cose tu cuerpo al mío cuando hablamos… cómo la costura de una herida en la piel: se cose de modo que lo que primero es forzada yuxtaposición de dos trozos de piel seccionados se una, se peguen uno a otro secretando el fluido regenerador que vuelve a hacer de lo violentamente dividido, una misma piel.

Cuando vos y yo hablamos, mi garganta se cose a tu oído –y tu garganta al mío, casi como en una danza… una puntada-paso y  me coso a vos; otra puntada-paso, y te cosés a mí- para que nuestros cuerpos distintos sean uno en la interlocución profunda (nos cosemos tanto, que hasta nos fundimos, nos cocemos juntos).

Y por eso cortar el diálogo se siente como una herida que sangra, que se vuelve a abrir, que se expone a la falta de una piel que sintió suya, esa otra piel que siente parte de ella misma. Pero se vive solipsistamente… entre un diálogo milagroso y otro, se vive solo.

-Pienso en la unión de los cuerpos cuando el diálogo es a través de la mutua lectura y escritura… el intercambio epistolar, por ejemplo, donde los cuerpos están aún a más distancia… aquí la sutura es de mi manos que escriben a tus ojos que leen… unidos como por un río de tinta, como por una teletransportación de pixeles-.
---------------------

La falta que marca la interlocución profunda cuando hace falta se origina en la promiscuidad ontológica: todos venimos de una misma porción finita de carne, de carne humana, de ciclos finitos, circular-espiralados, de un parto después de otro. Todos salimos de un número finito de cuerpos. Somos todos un mismo cuerpo seccionándose. Somos todos hijos de una misma carne, una mísera y lábil carne humana.

Seccionados de la carne original que somos, expulsados de un útero que era nuestra carne y nuestro refugio al mismo tiempo, buscamos la sutura de nuestros cuerpos en una interlocución profunda posible que se siente como un retorno momentáneo a un mismo útero. Un lugar a salvo de todo. Un hogar para nuestra precariedad ontológica. Una promesa de vida que recién empieza. Un asilo frente al acecharnos de la mierda que es miseria y es muerte.

La interlocución es finita, interrumpida, imposible de sostener en permanencia continua. La piel se sutura y se hiere, se vuelve a suturar y sangra otra vez la herida. Porque volver imaginariamente a través de la sutura interlocutada de los cuerpos a un útero imposible solo se puede por un momento… y en la férrea disección que el tiempo nos impone, aún in-útero sabemos que no podemos olvidar lo que hemos aprendido: que se vive ex –útero, ex-origen, en la ex-sistencia, solipsistamente yectos, añorando la carne común que somos, que solo por momentos se reestablece en la sutura de una garganta a un oído, de unos dedos a unos ojos.

Abismo, cuerpo, sutura y tiempo, en la experiencia de la interlocución profunda.




No hay comentarios:

Publicar un comentario