domingo, 9 de agosto de 2020

Las calabazas quemadas

Una mujer dice que no confía en su marido para dejarlo solo con sus hijxs.

No hay nada terrible detrás. Ni violencia, ni locura, ni nada. Solo que no estaría tranquila si lxs chicxs se quedan solxs con él. No lo cree capaz de cuidarlxs.

Una mujer dice que no puede pedirle a su marido que cuide un rato a unx familiar enfermx.

Tampoco hay ningún impedimento real. Solo que teme que se distraiga preocupado por sus cosas y olvide que tenía alguien a su cuidado.

Una mujer dice que su amor la dejó plantada.

Habían soñado pasar juntxs esa noche. Era la celebración de un momento por ellxs esperado que finalmente había llegado luego de muchos obstáculos.

Él dice que se va y ya vuelve. De repente, algo menor lo retrasa. Ella le dice que lo espera. Él no se comunica más y aparece a la madrugada, cuando el momento clave ya había pasado. No tiene una real justificación. Desconoce la legitimidad de su reclamo y se ofusca, amenaza con irse si le sigue pidiendo dar cuenta del momento arruinado.

“Dejar en banda”.

“Dejar plantada”.

Todo sin ningún obstáculo físico, mental, real. Casi que parece a propósito.

Una decepción deliberada. O peor, la repetición de un hábito: no hacerse cargo.

Escenas que me hacen acordar a ese momento de tristeza y furia que sentí ante las calabazas quemadas.

Fue hace diez años.

Vivíamos juntos hacía meses. Las cosas no estaban bien desde antes de mudarnos. Pero le había dado una oportunidad más a ese amor que se supone que todavía estaba.

Él volvía todas las tardes de trabajar en una oficina las normales ocho horas y al cruzar la puerta empezaba el teatro del cansancio.

Era un teatro porque había una escenificación. Yo trabajaba las mismas o más horas que él. Sí, claro, a veces una termina muerta, harta. Claro, hay en la convivencia de una pareja un acompañarse en los malestares cotidianos.

Pero no: a mi departamento llegaba todas las tardes el Alfredo Alcón del cansancio. Él y solo él, aparentemente, sufría la obligación de trabajar. Él y solo él vivían el calvario de la jornada de trabajo diaria.

No era muy demandante su trabajo, para nada. El demandante era él que no podía sentarse a tomar un café y charlar de que estaba harto de esto y aquello… no: era una tragedia que solo él vivía y que las deidades del capital le infligían especialmente (no era para nada zurdo, ni nada por el estilo… es más, era de esa gente que está feliz con el consumismo que el capitalismo habilita y que escucha “patrón” y “clase” y cambia de canal mental).

Era una excelente manera de victimizarse, cosa que le encantaba. Y yo me lo fumaba. Debo haber primero reaccionado con comprensión, escucha y cariño, como suelo hacer. Pero en la repetición sostenida del teatro de víctima excepcional yo, que tengo una paciencia infinita, la estaba perdiendo.

Una de esas tantas tardes en que ya me había acostumbrado a que llegaba la hora del teatro, me encontraba preparando la cena. Como hacía unos meses que hacía dieta porque tenía el colesterol alto, me preparaba unas calabazas al horno. Mientras las hacía, recordé que faltaba comprar algo.

Él estaba acostado en posición de crucifixión, cual prisionero luego del suplicio. Ni se me ocurrió pedirle que bajara al supermercado. Iba a hacerlo yo. Pero estaban las calabazas haciéndose al horno, que sabemos que llevan un rato.

Tendría que haber apagado el horno, hecho las compras y luego seguirlas cocinando.

Pero no. Se me ocurrió confiar en que podía pedirle un mínimo favor: “¿me mirás las calabazas que están al horno que bajo rápido a comprar X cosa que falta para la cena?”

(¡Nuestra cena! ¡La que yo cocinaba mientras él se ganaba el Oscar diario a Mejor Actor de Drama de Ombligo Existencial Exagerado!).

Bajé los seis pisos. Fui al supermercado de la otra cuadra. Compré las cosas. Volví a casa.

Y por supuesto, ahí estaban: él dormido y las calabazas quemadas.

Era cuestión de cuidar la cocción diez, como mucho quince minutos.

Era mi parte de la cena por la dieta médica indicada.

Era una pavada, ningún gran gesto de amor: un mínimo pedido de colaboración.

Pero no: ahí estaban, casi como un momento de descubrimiento luego de años de terapia,

las calabazas quemadas.

Indignación, bronca, tristeza y un símbolo, una condensación de su egoísmo, de su desidia irreflexiva, dedicada como se dedica lo peor de la masculinidad: encarnándola y punto.

¿Qué si me quejé? ¿Qué si le reclamé? ¿Qué si le enrostré su gesto de mierda?

Sí, por supuesto.

¿Qué qué respondió?

Lo mismo que todos: que no fue a propósito, que yo exageraba, que no es para tanto, que él y su gran Yo no tenían que dar explicaciones, que no me jodas, etc., etc.

Ese otro teatro: el del enojo frente a sus cagadas para no hacerse cargo. Ellos se la mandan, vos pedís explicación de por qué (triste, decepcionada o enojada) y ellos sacan ese mecanismo de supervivencia afinado durante cientos de años y se enojan el doble, y gritan el doble, y amenazan con irse, y ponen una cara de orto que es una pared ahora y siempre, porque es efectiva, porque funciona, porque total vos te vas a quedar porque “él te completa” y esa pelotudez cultural que nos metieron a las minas en la cabeza no se la metieron a ellos: ellos están completos, rebosantes, con la barriga del ego llena, con el aura de excepcionalidad radiante, con el “yo puedo solo y no tengo que ceder nada ante nadie” tatuado.

La heterosexualidad para una mujer aún hoy en día implica tener que enfrentarse sola a la repetición de las calabazas quemadas.

“Así son” y te quedás sabiendo que “no hay nada mejor”. La próxima apagás el horno y listo. Vas a seguir bajando vos al supermercado cuando llega cansado, así que la próxima ni se lo pedís y te ahorrás el conflicto. Sabés de la pared que de nuevo te vas a llevar puesta, así que no querés más moretones: “lo resuelvo sola”. Vas a estar más cansada, más sobrecargada, pero bueno: “así son”.

Otras veces las calabazas quemadas serán metáfora, representación, revelación: “¿Qué hago con alguien a quien no le puedo pedir el mínimo favor, un pequeño gesto de cuidado?”

Ahí está más complicada la cosa. El “así son” no te convence. Te resistís a que la pared seguirá ahí y tenés que prepararte con esfuerzos extras para sortearla. O no, y te vas. Y punto.

Hay, claro, grados de calabazas quemadas. Algunas son ocasionales. No necesitás el “así son” ni la huida, porque, bueno, no es costumbre, es error, y todxs nos equivocamos.

Todxs nos equivocamos, claro.

Pero puede ser que, como mi analista dice: “la gente a la larga te decepciona.”

¿Cómo convivir con la decepción ya transitada?

¿Cuándo es ocasión y cuándo revelación?

Parece que esto lo resuelve una mezcla de tripas, azar, hartazgo, reacción, y para mucha gente, cálculo: pro y contra, conveniencia, una balanza que para cada cual es distinta entre comodidad y deseo de cambio.

Lo singular de todxs y cada unx se cifra en esa balanza.

No es la balanza de la Justicia: acá, en estas cosas de la existencia, nadie externo debería ser Juez.

A veces gana una actitud propia para con la vida, que nos es ni buena ni mala, semi-racional, semi-inconsciente, un poco elegida, y bastante de preprogramada, un estilo propio, una estrategia de supervivencia:

hasta cuándo, hasta dónde decidir, creer que nos hablan, nos interpelan

las calabazas quemadas.