lunes, 29 de septiembre de 2014

La escritura y el prejuicio de las buenas alumnas

Hace unos días nos tomábamos un café con mi adorada amiga Gisèle y de pronto retomamos una conversación que es recurrente entre nosotras: nuestras dificultades para autorizarnos a escribir. La pregunta que ambas nos hacíamos, a modo de auto-reproche en estéreo, era por qué nos ponemos tantos peros para darnos la experiencia de la escritura, por qué siempre estamos reculando ante nuestro deseo de escribir sobre lo que sea.
En algún momento de la queja-autoanalizante sancionamos que eso nos pasa por ser egresadas de Puán (“Puán”, así, como si nada, es marca de ser egresada de Puán: dar por sobreentendido que todos saben qué es “Puán”. Es la calle en la que se encuentra la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Decir “Puán” y no explicar nada es el gesto de pertenencia… “Si fuiste a Puán, sabés qué es Puán.” Gesto de pertenencia que también se usa para quejarse de Puán –como en nuestro comentario auto-crítico. Pero que incluso en la queja marca su pertenencia, se sigue inscribiendo en un “venir de ahí.” Ya escribiré más sobre esto, algún día).
Pero no era esa la razón, en realidad. Aunque nos acercábamos un tanto al meollo de la cuestión. Era algo cercano, vinculado, pero no eso. Y de repente apareció su correcta denominación: “Es el prejuicio de las buenas alumnas”. La auto-represión del deseo de escritura es una marca de una subjetividad particular, pre-universitaria, aunque pudiera consolidarse en esos años también, perfeccionarse negativamente: es el prejuicio de las buenas alumnas.
¿Quiénes somos las buenas alumnas y qué nos pasa cuando, además, deseamos la escritura? Las buenas alumnas se definen por su deseo de ser calificadas sobresalientemente por la autoridad. A la buena alumna la puede, innegablemente, recorrer un deseo de saber, de estudiar, de aprender, de investigar, de esforzarse en el cumplimiento de una tarea asignada. Más aún, una apasionada libido impulsa todos esos intentos y logros. No se trata, claro está –o debería estarlo- de una marca plenamente negativa de la subjetividad. La subjetividad, las subjetividades, en realidad, siempre son ambivalentes, siempre presentan una dualidad entre aquello que es potencia y defecto, que suelen ser dos caras de algo mismo. Sin embargo, esa libido, esa potencia, esa fuerza, esa búsqueda se ata desde la niñez –por razones varias, tan sociológicas como biográficas- al reconocimiento del esfuerzo y el fruto por parte de alguna autoridad, alguna figura que asiente, que da una aprobación final al fin de la tarea. Es casi un reflejo condicionado: está la búsqueda, el deseo, el esfuerzo, el quehacer, las horas y energías invertidas muchas veces con costados sacrificiales, y está el “logro”, el “cumplimiento”, el “producto” ahí, listo, a la espera de tener valor pero no por el propio recorrido elegido, soportado, llevado a sus máximos niveles de productividad sino por esto en conjunción inescindible con otra cosa: un alguien que aprueba, una figura que asiente, un personaje que califica y define numéricamente la entidad real del logro.
Las buenas alumnas persiguen el diez, el sobresaliente, el máximo galardón como agua en el desierto. Curiosamente, las buenas alumnas  pueden ser positivamente descriptas como subjetividades sedientas: hay algo que se busca, algo que se persigue, algo que demanda empeño y a lo cual se le entrega un tiempo invadido por el deseo de encontrar-hacer-tener-poder eso. Pero… pero la “buena” alumna aprende desde muy niña, desde las felicitaciones de papás y mamás, de maestras y maestros, de directores y directoras, que lo que ha hecho vale siempre que se cumpla un bicondicional: “Lo que hago tiene valor en sí mismo si y sólo si otro superior-autorizado reconoce ante mí el valor que yo otorgo como idéntico valor a sus ojos”. Y la buena alumna, ante el reiterado cumplirse de antecedentes y consecuentes, condiciones suficientes y necesarias,  ante esta normativa repetición forzada de la fuerza de la normatividad para la apercepción del valor de sus búsquedas, naturaliza que A conduce a B, que “valor para mí” y “valor para otro-autorizante” se coimplican. Y entonces ocurre lo peor de todo: el problema no es la necesidad de aprobación de otro del destino hipostasiado de la sed propia (en algún punto esa sed se retroalimenta, se potencia, con ese otro valor en conjunción a lograr); el problema es que se pierde, se borra, se naturaliza la ausencia, de otra forma de experiencia posible de la sed, de la búsqueda: la experiencia de hacer todo lo mismo (o no), de ir detrás de objetivos idénticos (o no) sostenida solamente por la voluntad sostenida sola(o privilegiada)mente en el propio deseo.
La buena alumna no sabe seguir tranquila su deseo. No sabe autorizar-se simplemente por la identificación de su deseo. No sabe dar valor si no valora en conjunción con algún otro asimétrico al final del recorrido para aplaudir su esfuerzo, para prenderle la escarapela, para darle una bandera, para firmarle una nota.
¿Cómo puede esta subjetividad tan sólidamente constituida en años de libido anudada a autoridades autorizantes vivenciar un placer que sea el de solo hacer lo que su deseo le dicte?
¿Cómo puede la buena alumna evadir la ansiedad que le provoca la idea misma de una autorización intransitiva?
¿Cómo escribir como Roland Barthes mismo deseaba, intransitivamente, dejando el objeto de la escritura en un segundo plano?
¿Cómo escribir para auto-constituirse en escribiente deseante que se desea a sí misma en la práctica de su escritura, así, como ahora, fuera de todo Puán, en el humilde balcón de su casa en una tarde primaveral, entre la corrección de parciales para mañana y la preparación de algún abstract o artículo para algún deadline?
¿Por qué para la buena alumna una experiencia que debería ser banal, en el mejor sentido de inmediata, como la de “dejar de hacer lo obligatorio por un momento” para  “hacer lo deseado aunque sea por un rato” se presenta como una tarea hercúlea, como una acción que demanda algún proceso reflexivo-ético, como una emancipación del instante, de un instante rebelde, desobediente, in-útil?
La buena alumna se hace todas estas preguntas mientras se le vuelve patente su férreo entrenamiento a sentirse en deuda por los parciales que “debería estar corrigiendo ahora”. ¿A quién le debe qué, la buena alumna: le debe su ser aplicada a las instituciones que habita, o su sentirse en deuda con las promesas de eficiencia que ha dado sin saberlo? ¿O se debe a sí misma, en ese recóndito rincón no menor de su identidad buenalumnezca por tantos años de reiteración así normativizada, el placer de obedecer la norma de otro, el goce del diez por Otro dado, ese rush incontrolable de adrenalina que desea seguir sintiendo en esos segundos entre que presenta su tarea excelentemente hecha, merecedora de sobresalientes, que “seguro que está más que bien pero…” y la performance del reconocimiento, la Palabra que estuvo en el principio pero cuyo deseo de reiteración espera, el asentimiento que quiebre la angustia excitante de confirmarle ese valor -que bien podría haberse donado ella sola?
¿Cuánto tiempo más habrá de perder, por no autorizarse a perderse en la escritura, la buena alumna que se aniquila y resurge masoquistamente en esos previos instantes a recibir el Sí, el diez, la bendición, de la adecuación sobresaliente a la Norma?


lunes, 22 de septiembre de 2014

Tristeza profunda

Para E. Susana Rego de La Greca
25/05/1920 – 16/09/2014

Esta semana, hace unos días, murió mi abuela paterna. Se llamaba Susana.
Es la primera vez que pierdo a alguien importante de mi vida. Alguien con quien tuve un vínculo íntimo. Una figura central de esas que forman la oscuridad de mi memoria niña y la luz de mi conciencia progresivamente lograda.
Alguien que me hará falta.
Imagino que más que un texto escribiré sobre ella, porque fue justamente de ella de quien heredé la pasión por la escritura. Me la pasó a través de la sangre ciegamente envenenada de ganas de decir, de pensar, de comunicar. Me la pasó a través de su propio testimonio de una vida que eligió escribirse a sí misma en cada rincón cotidiano que encontró papel y lápiz y el deseo imperioso de escribir algo.
Mi abuela se fue porque tenía que irse. 94 años y varios de sufrir una progresiva extinción de su mente y de su cuerpo. La muerte llegó para liberarla del yugo de los años. Pero se resistió increíblemente hasta el último segundo, hasta el último combate de respiros y cansancios.
Mi abuela no quiso morir, no tengo dudas. Mi abuela amaba estar viva. Mi abuela me dejó, me alimentó, otra herencia potente, abrazada a la potencia de escritura: la pasión por vivir, la insaciabilidad por la vida, las ganas de todo, la explosión de ex-sistencia.
Siento hoy su pérdida –que aún no es ausencia porque todavía no puedo creerlo- como un tristeza profunda.
Una profunda tristeza.
El suelo de mi existencia permanece igual. La vida sigue para los aún jóvenes. La vida, me han dicho mucho sobre todo estos últimos días, así es. Muerte natural, lo llaman. Como si alguna vez la muerte pudiera ser naturalizable.
La tierra de mi existencia sigue siendo la misma. La superficie de lo que es y lo que soy aparece inalterada. Las tareas cotidianas, las preocupaciones diarias, las actividades recurrentes se suceden sin fuertes sobresaltos.
Pero yo siento que en las napas más profundas de mi tierra, varias decenas de metros por debajo de mi suelo, en esas capas íntimas de mi existencia, circula mi tristeza profunda.
Es un río caudaloso de lágrimas que corre como si se precipitara desde una catarata. Es una continua agua de dolor que atraviesa violentamente mis raíces. Es una tristeza profunda.
Aflora por momentos, entre un hacer normal y otro, una liberación de su potencia a través de los deltas de mis ojos. Emerge y estalla, con mayor o menor violencia, ante el recuerdo de los últimos días, ante la memoria imborrable de lo que ella fue en lo que yo fui y soy, ante un futuro en el cual ella no estará para ver tantas cosas que desearía mostrarle.
Esa tristeza profunda es un río en mis adentros. Caudaloso, violento, denso, rabioso. Un río que tiene la intensidad de la vida que ella tuvo. La intensidad del amor que nos tuvimos.
Me recorre un río por dentro, aún cuando todos me ven y quizás no lo noten. Es un río enojado porque la vida tenga término. Es un río revuelto por la confusión de la pérdida. Es una pasión de agua que amó la vida y ahora se siente interrumpida, contenida contra su voluntad, frente al dique irrebasable de la muerte.
Todo sigue igual. Las superficies parecen inalteradas. La primavera sigue su curso.
Pero mi furioso río interior corre a los gritos por dentro, pidiendo salir de su encierro, queriendo arrojarse a un afuera para inundar todo y que todo se empape… que todo se cubra de esa agua sedienta que fue la energía de vida de mi abuela.
El río que soy tiene adentro un río, que siempre ahí estuvo pero que ahora más que nunca, se vuelve corriente interna que lo atraviesa.
La abuela y yo somos ahora una sola masa de sed por la vida. Una masa que es río y lágrima, que es caudal y ausencia.
El río que me hiciste ser se volverá río de tinta, abuela querida. Mojaré la tierra seca de la existencia común con el líquido fértil de nuestra pasión por la escritura.
Yo también, como vos, escribiré mi vida. Haré de rincones y excusas, oraciones y figuras. Haré de preguntas y dilemas internos, jirones de marcas que dancen como niñas pidiendo que las miren, las lean.
La escritura no es la vida. La vida se termina. La escritura prosigue, en el hilo hecho de papel y tinta, de teclados y pantallas, de lo que fuimos y lo que imaginamos, de lo que hablamos y lo que aún hablaremos… ese hilo que se recoge al abrir las páginas de tu libro y convertirme a la religión de creer que detrás de esas letras estás vos hablando, una inquietud dibujándose, un deseo expresado, una comunicación verdadera ahí en tu letra, en cada palabra que tus manos eligieron.
Leer tu escritura como resto viviente de la potencia de vida que fuiste, de tu autoría, de tu abrirte un camino pensando tu existencia, amando cada menor maravilloso detalle de ella.
Corre el río caudaloso de mi profunda tristeza y aflora como dedos que lloran letras en un teclado.
Corre el agua vivificante de lo que fuiste en mi existencia regando todos mis rincones sedientos de conservarte.
Empapa mis raíces tristes el líquido escritural de lo que nos unía.
Hacer de todo, como se pueda, vida.
Escribir una vida entera, la propia vida.
Dejarte seguir siendo en la herencia de un deseo: el de escribirlo todo, todo lo abarcable en los años que quedan antes que mi agua sea el río caudaloso interno de los amores que dejaré empapados de esa pasión por arrasarlo todo, viviendo y escribiendo.
Un manantial que seguirá siendo. Manantial efervescente.
Como alguna vez me dijiste.
Como elegiste titular tu libro.
Manantial que fuiste. Maná sabroso.
Mamá y abuela.
Susana.
Sana la tristeza profunda el manantial que corre y nos arrastra como aguas una.

Una. Susana. Manantial. Mi abuela.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Juani y el mimo milagroso

Hoy jugamos a las escondidas con Juani. Yo le enseñé a jugar a las escondidas y quedé, por suerte, maravillosamente asociada para él con ese juego. Contó él y me escondí yo. Me escondí yo y contó él. A veces me descubrió… otras me dejé descubrir. Algunas lo descubrí… otras lo dejé cantar “pica”. Sobre todo porque a Juani no le gusta perder nunca, pero acepta perder de vez en cuando si algunas las viene ganando.
Después jugamos a “los tiros”. Ese juego lo inventó él. Juani tiene una pistola que calza en el elástico de sus joggings con la exactitud de un experimentado espectador de películas de acción… que solo tiene cuatro años. No había otra pistola así que me quejé a mi compañero porque me faltaba el implemento fundamental del juego. Juani vio una botella de coca cola vacía tirada en el pasto y me dijo, feliz: “Tomá, Mary, acá tenés una bazuca”. Riendo a carcajadas por dentro, pero mostrando un leve brillo en mis ojos, acepté la bazuca y me dispuse a jugar. Torpemente creía yo que la idea del juego era tratar de matarnos mutuamente a tiros. No. Juani me explicó enseguida que “nosotros peleábamos juntos contra los malos.”
Jugamos un buen rato. La alegría de Juani de estar jugando acompañado lo hacía pelear y matarse de risa simultáneamente. Matamos muchos malos que nos atacaban. Cuando yo le decía a Juani que ya habíamos matados a todos, Juani me indicaba rápidamente: “no, Mari, ahí vienen más”. Y seguimos disparando entre gritos teatrales de combate y risas, muchas.
Varias veces fingí mi muerte, con visos dramático-cómicos en mi ser herida. Juani mitad se reía, mitad me convencía de que estaba bien para que siguiéramos jugando. En un momento en que me distraje, Juani fingió su muerte. Yo fingí la desesperación y corrí a verlo al grito de “No!! Hirieron a mi compañero!! Compañero!!” Y Juani algo se rió, aún en el piso, y luego revivió para seguir jugando y riendo.
Juani es un nene feliz. Diríamos que todos los nenes son felices, en tanto nenes. Pero sabemos que eso no es cierto.
Juani es un nene dulce y amoroso. Es inteligente… a veces brillante. Juani te sorprende. Juani sabe más de lo que vos creés que sabe.
Juani es mimoso y sabe mimar… sabe amar con tan solo cuatro años.

Siempre recuerdo y siempre cuento el día en que Juani me regaló un mimo milagroso. En una de mis tantas visitas de tía que viene a jugar estábamos con Juani en el fondo. A Juani le encanta el fondo: con su tierra, su espacio amplio, todo un mundo para explorar. Y ese día Juani era un pirata. Estaba buscando un tesoro. La tía lo miraba sonriente, como siempre, y sin jugar con él, lo acompañaba en su juego. De pronto Juani notó que la tía tenía su celular en la mano y se lo pidió prestado. Se lo di con una condición: “No lo pongas en la tierra que se rompe”. La tía adivinaba que el pirata querría esconder el celular como un tesoro. Pero lo que Juani no sabía es que la tía también estaba pensando que era tarde y que ya era hora de entrar a casa porque empezaba a hacer frío. Y la tía sabía muy bien que la relación entre “jugar al pirata” y “pedir prestado el celular de la tía” no podía sino triangular con “enterrar el celular como tesoro”. Así que tramposamente, haciéndose la copada, la tía le prestó el celular al sobrino con el macabro plan de advertirle la reprimenda si no hacía buen uso del susodicho objeto: “Mirá que si te veo enterrarlo vamos para adentro.” Planeando que Juani aprovecharía cualquier distracción para transgredir la prohibición y esconder el tesoro, yo, la tía-calculadora, encontraría en su desobedecerme la justa razón para hacer lo que de todos modos había que hacer: llevarlo adentro. Y todo el engaño de la tía se sostenía en la conciencia clara de que no iba a haber modo de informarle a Juani el fin de la diversión en el fondo sin su lamento.
El plan funcionó a la perfección. Ni cinco minutos transcurrieron para que Juani transgrediera la norma y mi celular estuviera cubierto de tierra de piratas. Entonces asumí el personaje de “tía-que-avisa-no-traiciona” y procedí a agarrar al sobrino desobediente, que mitad se reía de ser descubierto en su ofensa, mitad argumentaba que no lo hacía más, y tomando al sujetillo a upa, me encaminé en dirección hacia el interior de la casa, por el largo pasillo, repitiendo simplemente, con toda la Ley de mi parte: “¿Qué te había dicho la tía? Si enterrabas el celular entrábamos, así que: ¡adentro!”.
Durante el inicio del recorrido Juani se reía creyendo que la tía lo estaba amenazando pero que sería convencida de volver al fondo. Sobre todo porque la tía un poco se reía y otro poco lo estaba llevando agarrado de las patas, boca para abajo, con un paso un tanto divertido. Pero en cuanto vio que en realidad se trataba de un paso decidido hacia la casa, el tono de voz de Juani y su cara se fueron transformando ante la patente confirmación de que el juego en el fondo se había terminado.
Cuando entramos, proseguí mi teatro diciéndole a mamá, la abuela de Juani, que lo entraba porque no me había hecho caso y Juani miró a la abuela con un dejo de esperanza en sus ojos de que fuera tribunal de apelaciones favorable a su reclamo. Pero como tía y abuela estaban en complot para que a esa hora entrara, cuando el tribunal falló en su contra, Juani estaba desconsolado. Mamá le agarró la mano y con la tranquilidad de una decisión irrevocable le dijo a Juani, llevándolo claramente hacia el baño: “No, Juani, ya no hay más fondo. Vamos a limpiarte que ya te viene a buscar mamá”.
El rostro de Juani se transfiguró en una dulce e infantil tristeza. Estaba todo perdido. No había más fondo ni retorno posible. Primero se quejó un poco, pero inmediatamente aceptó resignado. Su desconsuelo fue materializado en las silenciosas lágrimas que inundaron sus ojos camino al baño.
La tía, yo, sentí empáticamente su angustia y decepción. Hasta me sentí culpable. Un sentimiento desagradable se me hundió en el pecho un momento. Pero no había otra: ya era tarde y de todos modos había que entrar del fondo.
Unos momentos después, Juani estaba limpito y sentado en el sillón tranquilo, viendo la tele. La angustia de tía-Ley me continuaba y decidí ir a ver cómo estaba. Me acerqué desde atrás del sillón y me asomé a verlo: Juani miraba sus dibujitos calmo. Se dio cuenta de mi presencia. Giró la cabeza. Me miró, y sin ninguna reacción en su rostro, ni bronca, ni tristeza, ni nada, volvió a mirar la tele.
Le dije a Juani: - “Juani, ¿nos reconciliamos?” – y me acerqué como para abrazarlo.
Juani, sin decir palabra, ni moverse más que un milímetro hacia adelante, aceptó mi abrazo. No se abrazó a mí, probablemente por estar más preocupado por seguir mirando lo que estaba mirando. Pero tampoco me rechazó ni se desprendió de mi abrazo. Se quedó ahí… y de a poco fue apoyando suave y dulcemente su cabeza en el hueco entre mi cuello y mi brazo.
Y ahí fue el milagro. Algo de otro mundo sucedió.

En el momento en que Juani terminó de descansar su cabecita en el hueco amoroso que le ofrecía la tía, ella que se creía la que consolaba, cerró los ojos frente a la ternura infinita del sobrino y fue literalmente succionada hacia otro mundo, hacia otra dimensión. Por unos segundos de contacto que parecieron eternos, la tía fue desprevenidamente abrazada de amor y enviada hacia una sensación desconocida. Algo terriblemente fuerte, terriblemente poderoso, terriblemente temible inundó cada célula de su cuerpo.
Fue ella, yo, la tía, la que entonces se separó rápida, repentinamente, de su sobrino que simplemente siguió mirando la tele.
Solo pude sentir temor y decirle que no, que todavía no. Todavía no, nene.
En un gesto amoroso, en unos segundos de parecer sucumbir él a mi abrazo, sucumbí en realidad yo al poder oscuro y desconocido de ese amor de niño. Con pavor creí prever, adivinar, echar un ciego vistazo a algo… eso se debe sentir… eso debe ser…

Pero no… no. Todavía no, nene.