Hoy jugamos a las escondidas con Juani. Yo le enseñé a jugar
a las escondidas y quedé, por suerte, maravillosamente asociada para él con ese
juego. Contó él y me escondí yo. Me escondí yo y contó él. A veces me descubrió…
otras me dejé descubrir. Algunas lo descubrí… otras lo dejé cantar “pica”.
Sobre todo porque a Juani no le gusta perder nunca, pero acepta perder de vez en
cuando si algunas las viene ganando.
Después jugamos a “los tiros”. Ese juego lo inventó él.
Juani tiene una pistola que calza en el elástico de sus joggings con la
exactitud de un experimentado espectador de películas de acción… que solo tiene
cuatro años. No había otra pistola así que me quejé a mi compañero porque me
faltaba el implemento fundamental del juego. Juani vio una botella de coca cola
vacía tirada en el pasto y me dijo, feliz: “Tomá, Mary, acá tenés una bazuca”.
Riendo a carcajadas por dentro, pero mostrando un leve brillo en mis ojos,
acepté la bazuca y me dispuse a jugar. Torpemente creía yo que la idea del
juego era tratar de matarnos mutuamente a tiros. No. Juani me explicó enseguida
que “nosotros peleábamos juntos contra los malos.”
Jugamos un buen rato. La alegría de Juani de estar jugando
acompañado lo hacía pelear y matarse de risa simultáneamente. Matamos muchos
malos que nos atacaban. Cuando yo le decía a Juani que ya habíamos matados a
todos, Juani me indicaba rápidamente: “no, Mari, ahí vienen más”. Y seguimos
disparando entre gritos teatrales de combate y risas, muchas.
Varias veces fingí mi muerte, con visos dramático-cómicos en
mi ser herida. Juani mitad se reía, mitad me convencía de que estaba bien para
que siguiéramos jugando. En un momento en que me distraje, Juani fingió su
muerte. Yo fingí la desesperación y corrí a verlo al grito de “No!! Hirieron a
mi compañero!! Compañero!!” Y Juani algo se rió, aún en el piso, y luego
revivió para seguir jugando y riendo.
Juani es un nene feliz. Diríamos que todos los nenes son
felices, en tanto nenes. Pero sabemos que eso no es cierto.
Juani es un nene dulce y amoroso. Es inteligente… a veces
brillante. Juani te sorprende. Juani sabe más de lo que vos creés que sabe.
Juani es mimoso y sabe mimar… sabe amar con tan solo cuatro
años.
Siempre recuerdo y siempre cuento el día en que Juani me
regaló un mimo milagroso. En una de mis tantas visitas de tía que viene a jugar
estábamos con Juani en el fondo. A Juani le encanta el fondo: con su tierra, su
espacio amplio, todo un mundo para explorar. Y ese día Juani era un pirata.
Estaba buscando un tesoro. La tía lo miraba sonriente, como siempre, y sin
jugar con él, lo acompañaba en su juego. De pronto Juani notó que la tía tenía
su celular en la mano y se lo pidió prestado. Se lo di con una condición: “No
lo pongas en la tierra que se rompe”. La tía adivinaba que el pirata querría
esconder el celular como un tesoro. Pero lo que Juani no sabía es que la tía
también estaba pensando que era tarde y que ya era hora de entrar a casa porque
empezaba a hacer frío. Y la tía sabía muy bien que la relación entre “jugar al
pirata” y “pedir prestado el celular de la tía” no podía sino triangular con “enterrar
el celular como tesoro”. Así que tramposamente, haciéndose la copada, la tía le
prestó el celular al sobrino con el macabro plan de advertirle la reprimenda si
no hacía buen uso del susodicho objeto: “Mirá que si te veo enterrarlo vamos
para adentro.” Planeando que Juani aprovecharía cualquier distracción para
transgredir la prohibición y esconder el tesoro, yo, la tía-calculadora,
encontraría en su desobedecerme la justa razón para hacer lo que de todos modos
había que hacer: llevarlo adentro. Y todo el engaño de la tía se sostenía en la
conciencia clara de que no iba a haber modo de informarle a Juani el fin de la
diversión en el fondo sin su lamento.
El plan funcionó a la perfección. Ni cinco minutos
transcurrieron para que Juani transgrediera la norma y mi celular estuviera
cubierto de tierra de piratas. Entonces asumí el personaje de “tía-que-avisa-no-traiciona”
y procedí a agarrar al sobrino desobediente, que mitad se reía de ser
descubierto en su ofensa, mitad argumentaba que no lo hacía más, y tomando al
sujetillo a upa, me encaminé en dirección hacia el interior de la casa, por el
largo pasillo, repitiendo simplemente, con toda la Ley de mi parte: “¿Qué te
había dicho la tía? Si enterrabas el celular entrábamos, así que: ¡adentro!”.
Durante el inicio del recorrido Juani se reía creyendo que
la tía lo estaba amenazando pero que sería convencida de volver al fondo. Sobre
todo porque la tía un poco se reía y otro poco lo estaba llevando agarrado de
las patas, boca para abajo, con un paso un tanto divertido. Pero en cuanto vio
que en realidad se trataba de un paso decidido hacia la casa, el tono de voz de
Juani y su cara se fueron transformando ante la patente confirmación de que el
juego en el fondo se había terminado.
Cuando entramos, proseguí mi teatro diciéndole a mamá, la
abuela de Juani, que lo entraba porque no me había hecho caso y Juani miró a la
abuela con un dejo de esperanza en sus ojos de que fuera tribunal de apelaciones
favorable a su reclamo. Pero como tía y abuela estaban en complot para que a
esa hora entrara, cuando el tribunal falló en su contra, Juani estaba
desconsolado. Mamá le agarró la mano y con la tranquilidad de una decisión
irrevocable le dijo a Juani, llevándolo claramente hacia el baño: “No, Juani,
ya no hay más fondo. Vamos a limpiarte que ya te viene a buscar mamá”.
El rostro de Juani se transfiguró en una dulce e infantil
tristeza. Estaba todo perdido. No había más fondo ni retorno posible. Primero
se quejó un poco, pero inmediatamente aceptó resignado. Su desconsuelo fue
materializado en las silenciosas lágrimas que inundaron sus ojos camino al
baño.
La tía, yo, sentí empáticamente su angustia y decepción.
Hasta me sentí culpable. Un sentimiento desagradable se me hundió en el pecho
un momento. Pero no había otra: ya era tarde y de todos modos había que entrar
del fondo.
Unos momentos después, Juani estaba limpito y sentado en el
sillón tranquilo, viendo la tele. La angustia de tía-Ley me continuaba y decidí
ir a ver cómo estaba. Me acerqué desde atrás del sillón y me asomé a verlo:
Juani miraba sus dibujitos calmo. Se dio cuenta de mi presencia. Giró la
cabeza. Me miró, y sin ninguna reacción en su rostro, ni bronca, ni tristeza,
ni nada, volvió a mirar la tele.
Le dije a Juani: - “Juani, ¿nos reconciliamos?” – y me
acerqué como para abrazarlo.
Juani, sin decir palabra, ni moverse más que un milímetro
hacia adelante, aceptó mi abrazo. No se abrazó a mí, probablemente por estar
más preocupado por seguir mirando lo que estaba mirando. Pero tampoco me
rechazó ni se desprendió de mi abrazo. Se quedó ahí… y de a poco fue apoyando
suave y dulcemente su cabeza en el hueco entre mi cuello y mi brazo.
Y ahí fue el milagro. Algo de otro mundo sucedió.
En el momento en que Juani terminó de descansar su cabecita
en el hueco amoroso que le ofrecía la tía, ella que se creía la que consolaba, cerró
los ojos frente a la ternura infinita del sobrino y fue literalmente succionada
hacia otro mundo, hacia otra dimensión. Por unos segundos de contacto que
parecieron eternos, la tía fue desprevenidamente abrazada de amor y enviada
hacia una sensación desconocida. Algo terriblemente fuerte, terriblemente
poderoso, terriblemente temible inundó cada célula de su cuerpo.
Fue ella, yo, la tía, la que entonces se separó rápida, repentinamente,
de su sobrino que simplemente siguió mirando la tele.
Solo pude sentir temor y decirle que no, que todavía no.
Todavía no, nene.
En un gesto amoroso, en unos segundos de parecer sucumbir él
a mi abrazo, sucumbí en realidad yo al poder oscuro y desconocido de ese amor
de niño. Con pavor creí prever, adivinar, echar un ciego vistazo a algo… eso se
debe sentir… eso debe ser…
Pero no… no. Todavía no, nene.
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