miércoles, 10 de septiembre de 2014

Juani y el mimo milagroso

Hoy jugamos a las escondidas con Juani. Yo le enseñé a jugar a las escondidas y quedé, por suerte, maravillosamente asociada para él con ese juego. Contó él y me escondí yo. Me escondí yo y contó él. A veces me descubrió… otras me dejé descubrir. Algunas lo descubrí… otras lo dejé cantar “pica”. Sobre todo porque a Juani no le gusta perder nunca, pero acepta perder de vez en cuando si algunas las viene ganando.
Después jugamos a “los tiros”. Ese juego lo inventó él. Juani tiene una pistola que calza en el elástico de sus joggings con la exactitud de un experimentado espectador de películas de acción… que solo tiene cuatro años. No había otra pistola así que me quejé a mi compañero porque me faltaba el implemento fundamental del juego. Juani vio una botella de coca cola vacía tirada en el pasto y me dijo, feliz: “Tomá, Mary, acá tenés una bazuca”. Riendo a carcajadas por dentro, pero mostrando un leve brillo en mis ojos, acepté la bazuca y me dispuse a jugar. Torpemente creía yo que la idea del juego era tratar de matarnos mutuamente a tiros. No. Juani me explicó enseguida que “nosotros peleábamos juntos contra los malos.”
Jugamos un buen rato. La alegría de Juani de estar jugando acompañado lo hacía pelear y matarse de risa simultáneamente. Matamos muchos malos que nos atacaban. Cuando yo le decía a Juani que ya habíamos matados a todos, Juani me indicaba rápidamente: “no, Mari, ahí vienen más”. Y seguimos disparando entre gritos teatrales de combate y risas, muchas.
Varias veces fingí mi muerte, con visos dramático-cómicos en mi ser herida. Juani mitad se reía, mitad me convencía de que estaba bien para que siguiéramos jugando. En un momento en que me distraje, Juani fingió su muerte. Yo fingí la desesperación y corrí a verlo al grito de “No!! Hirieron a mi compañero!! Compañero!!” Y Juani algo se rió, aún en el piso, y luego revivió para seguir jugando y riendo.
Juani es un nene feliz. Diríamos que todos los nenes son felices, en tanto nenes. Pero sabemos que eso no es cierto.
Juani es un nene dulce y amoroso. Es inteligente… a veces brillante. Juani te sorprende. Juani sabe más de lo que vos creés que sabe.
Juani es mimoso y sabe mimar… sabe amar con tan solo cuatro años.

Siempre recuerdo y siempre cuento el día en que Juani me regaló un mimo milagroso. En una de mis tantas visitas de tía que viene a jugar estábamos con Juani en el fondo. A Juani le encanta el fondo: con su tierra, su espacio amplio, todo un mundo para explorar. Y ese día Juani era un pirata. Estaba buscando un tesoro. La tía lo miraba sonriente, como siempre, y sin jugar con él, lo acompañaba en su juego. De pronto Juani notó que la tía tenía su celular en la mano y se lo pidió prestado. Se lo di con una condición: “No lo pongas en la tierra que se rompe”. La tía adivinaba que el pirata querría esconder el celular como un tesoro. Pero lo que Juani no sabía es que la tía también estaba pensando que era tarde y que ya era hora de entrar a casa porque empezaba a hacer frío. Y la tía sabía muy bien que la relación entre “jugar al pirata” y “pedir prestado el celular de la tía” no podía sino triangular con “enterrar el celular como tesoro”. Así que tramposamente, haciéndose la copada, la tía le prestó el celular al sobrino con el macabro plan de advertirle la reprimenda si no hacía buen uso del susodicho objeto: “Mirá que si te veo enterrarlo vamos para adentro.” Planeando que Juani aprovecharía cualquier distracción para transgredir la prohibición y esconder el tesoro, yo, la tía-calculadora, encontraría en su desobedecerme la justa razón para hacer lo que de todos modos había que hacer: llevarlo adentro. Y todo el engaño de la tía se sostenía en la conciencia clara de que no iba a haber modo de informarle a Juani el fin de la diversión en el fondo sin su lamento.
El plan funcionó a la perfección. Ni cinco minutos transcurrieron para que Juani transgrediera la norma y mi celular estuviera cubierto de tierra de piratas. Entonces asumí el personaje de “tía-que-avisa-no-traiciona” y procedí a agarrar al sobrino desobediente, que mitad se reía de ser descubierto en su ofensa, mitad argumentaba que no lo hacía más, y tomando al sujetillo a upa, me encaminé en dirección hacia el interior de la casa, por el largo pasillo, repitiendo simplemente, con toda la Ley de mi parte: “¿Qué te había dicho la tía? Si enterrabas el celular entrábamos, así que: ¡adentro!”.
Durante el inicio del recorrido Juani se reía creyendo que la tía lo estaba amenazando pero que sería convencida de volver al fondo. Sobre todo porque la tía un poco se reía y otro poco lo estaba llevando agarrado de las patas, boca para abajo, con un paso un tanto divertido. Pero en cuanto vio que en realidad se trataba de un paso decidido hacia la casa, el tono de voz de Juani y su cara se fueron transformando ante la patente confirmación de que el juego en el fondo se había terminado.
Cuando entramos, proseguí mi teatro diciéndole a mamá, la abuela de Juani, que lo entraba porque no me había hecho caso y Juani miró a la abuela con un dejo de esperanza en sus ojos de que fuera tribunal de apelaciones favorable a su reclamo. Pero como tía y abuela estaban en complot para que a esa hora entrara, cuando el tribunal falló en su contra, Juani estaba desconsolado. Mamá le agarró la mano y con la tranquilidad de una decisión irrevocable le dijo a Juani, llevándolo claramente hacia el baño: “No, Juani, ya no hay más fondo. Vamos a limpiarte que ya te viene a buscar mamá”.
El rostro de Juani se transfiguró en una dulce e infantil tristeza. Estaba todo perdido. No había más fondo ni retorno posible. Primero se quejó un poco, pero inmediatamente aceptó resignado. Su desconsuelo fue materializado en las silenciosas lágrimas que inundaron sus ojos camino al baño.
La tía, yo, sentí empáticamente su angustia y decepción. Hasta me sentí culpable. Un sentimiento desagradable se me hundió en el pecho un momento. Pero no había otra: ya era tarde y de todos modos había que entrar del fondo.
Unos momentos después, Juani estaba limpito y sentado en el sillón tranquilo, viendo la tele. La angustia de tía-Ley me continuaba y decidí ir a ver cómo estaba. Me acerqué desde atrás del sillón y me asomé a verlo: Juani miraba sus dibujitos calmo. Se dio cuenta de mi presencia. Giró la cabeza. Me miró, y sin ninguna reacción en su rostro, ni bronca, ni tristeza, ni nada, volvió a mirar la tele.
Le dije a Juani: - “Juani, ¿nos reconciliamos?” – y me acerqué como para abrazarlo.
Juani, sin decir palabra, ni moverse más que un milímetro hacia adelante, aceptó mi abrazo. No se abrazó a mí, probablemente por estar más preocupado por seguir mirando lo que estaba mirando. Pero tampoco me rechazó ni se desprendió de mi abrazo. Se quedó ahí… y de a poco fue apoyando suave y dulcemente su cabeza en el hueco entre mi cuello y mi brazo.
Y ahí fue el milagro. Algo de otro mundo sucedió.

En el momento en que Juani terminó de descansar su cabecita en el hueco amoroso que le ofrecía la tía, ella que se creía la que consolaba, cerró los ojos frente a la ternura infinita del sobrino y fue literalmente succionada hacia otro mundo, hacia otra dimensión. Por unos segundos de contacto que parecieron eternos, la tía fue desprevenidamente abrazada de amor y enviada hacia una sensación desconocida. Algo terriblemente fuerte, terriblemente poderoso, terriblemente temible inundó cada célula de su cuerpo.
Fue ella, yo, la tía, la que entonces se separó rápida, repentinamente, de su sobrino que simplemente siguió mirando la tele.
Solo pude sentir temor y decirle que no, que todavía no. Todavía no, nene.
En un gesto amoroso, en unos segundos de parecer sucumbir él a mi abrazo, sucumbí en realidad yo al poder oscuro y desconocido de ese amor de niño. Con pavor creí prever, adivinar, echar un ciego vistazo a algo… eso se debe sentir… eso debe ser…

Pero no… no. Todavía no, nene.

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