lunes, 26 de mayo de 2014

En carne viva

C. trataba por todos los medios de refrescar a la abuela. El calor era soporífero, agobiante, extenuante, y ya la abuela –que jamás en la vida padeció el calor- estaba claramente afectada por la maldita altísima temperatura. Yo, tratando de hacer algo –principalmente estar a su lado, estar con ella, hacerle compañía- apantallaba a la abuela con una abanico barato que compré a un vendedor del tren por quince pesos. También le leía en voz alta algunos de sus poemas, intentando como sea estar con ella.

La habitación solo tiene un ventilador de techo. La casa de la abuela no tiene aire acondicionado. De todos modos, la situación delicada de salud de la abuela hace difícil decidir hasta qué punto refrescarla porque si llegara a tomar algo de frío sería mucho peor. C. entonces sugiere que le corramos la cama a la abuela para que quede ubicada más directamente debajo del ventilador de techo. Un poco duda, si conviene o no. Me pregunta a mí qué me parece. Yo creo que es buena idea. C. teme que le de frío. Yo le digo que es difícil que con el calor tremendo que hace la abuela tenga frío por acercar la cama al ventilador.

Todo movimiento brusco afecta terriblemente a mi abuela… por eso C. decide correr con mucho cuidado la cama en la que ella está recostada, adormilada por la pesadez del calor, y me pide que la ayude. Le digo que por supuesto. Me indica que seamos cuidadosas. Sigo sus instrucciones al pie de la letra. La cama es una pesada cama de hospital, de esas que permiten subir y bajar la cabecera con una manija al frente, para mover cuidadosamente al convaleciente. Hacemos un primer movimiento coordinado para arrastrar despacio la cama y ubicarla más al medio de la habitación y la abuela se queja del movimiento… el mínimo movimiento de ese tipo no lo soporta. C. me indica que no arrastremos la cama, que la levantemos mejor, porque si no la abuela lo sufre.  Me dice que tenga cuidado, que la cama es pesada. Nos ponemos de acuerdo y con esfuerzo levantamos la cama y la corremos unos centímetros más. La abuela igual se queja: tan débil está por su delicada salud y su precaria conciencia de todo lo que le pasa.

Al levantar la cama, en el último movimiento, yo, que estoy a los pies de la abuela, me golpeo rápida pero certeramente el frente de mi tobillo con la palanca que la cama tiene a la altura del piso, la que sirve para subir y bajar el respaldo.

Primero no digo nada, porque lo relevante y urgente es acomodar mejor a la abuela para que se refresque, que se le pase un poco esa pesadez poco común que está padeciendo por este maldito calor. C. la acomoda bien, le cubre los pies para que no se le enfríen (porque si fuera así, sería tremendo) y algo mejor parecería estar. Pero un par de minutos después, a la llegada de mi tía S., decidimos todos, mi papá incluido, que en la habitación hace un calor insoportable y que mejor será levantar a la abuela y llevarla al living, donde estaría más fresca.

Una vez modificada la situación de la abuela de nuevo, pero ahora con más éxito, mientras nos sentamos todos en el living y aprovechamos que la abuela está mejor y puede charlar, salvada la prioridad de mi abuela, puedo prestar atención al golpe que me di en el tobillo. No solo se me está formando un doloroso chichón, además la superficie de piel en que ocurrió el golpe se lastimó: está en carne viva. Me duele la inflamación producto del golpe y me duele tener una capa de carne, que no debería estarlo, completamente expuesta.

Le pido a C. un poco de algodón y alcohol para desinfectar previsoramente la herida. Aplico el alcohol que duele y pica. Me putéo internamente por ser tan torpe, tan pelotuda.

Rápido se pasa la hora y tenemos que irnos con papá a tomar el Chevallier de vuelta a Buenos Aires. Me jode que justo la abuela hace media hora está más despierta, charlatana, recompuesta. Me acerco a despedirme y besarla. La abuela hace más de una década viene perdiendo progresiva y lentamente sus facultades cognitivas. Hace años que a mí no me reconoce. Cada vez que la veo alguien me compele a reactualizar la situación tragicómica en la que me presento a mi abuela:

-          “Susana” –(o “mami”, depende de que hable C., la amorosa señora que la cuida, o mis tíos S. o S.)- “¿sabés quién es ella?”
-          ¿Quién sos?
-          María Inés.
-          ¿Sabés quién es María Inés?
-          ¿Quién es?
-          Es tu nieta.
-          Soy tu nieta.
-          La hija de R.
-          Soy la hija de R.

A mi papá tampoco lo reconoce todo el tiempo, pero lo reconoce cada tanto: “R., el regalón, el más bueno, tan tan bueno.” Aún le recita su madre a mi padre, de memoria, el poema que le escribió a los ocho años, apenas uno le recuerda la primer línea:

“Manojito de cariño,
cascabelito de miel,
tienes la gracia y la dulzura
del niñito de Belén.

Son tus ojitos cartilla
donde se puede leer
la blancura de tu almita
la pureza de tu ser.

Generoso, bueno, dócil,
donde fueres, eres rey;
tu majestad, el encanto,
tu simpatía, el poder.

Cierto es que a este mundo,
como madre te hice ver,
mas tú el cielo me has mostrado
con tu caricia y querer.

Ocho años has cumplido,
si pareciera que ayer
llegaste, hijo bendito,
en un claro amanecer.

Un rayo de esa alborada,
al brillar sobre tu sien,
derramó su mejor gracia
y eres diáfano como él.”

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Ahora la abuela no puede sostener conversaciones que hagan referencia a ella, a sus hijos y nietos. Del abuelo conviene no mencionar una palabra, ni siquiera o menos aún, leerle alguno de los poemas que le escribió, porque rompe inmediatamente en un llanto inconsolable: la abuela no recuerda quién es ella, pero recuerda quién fue él, quiénes fueron ese nosotros.

El golpe en el tobillo es el souvenir de mi última visita a la abuela hace unos pocos días. Las visitas a mi abuela son terribles porque necesito ir a verla, hacerle compañía, acariciarla, besarla, hacer algo… pero también es cada vez más tristemente claro que no hay nada para hacer. Mi abuela ya no sabe que es mi abuela.

Hace unos meses, cuando sufrió un derrame del que –es increíble la resistencia vital-corporal de mi abuela de noventa y tres años- se recuperó bastante, hace unos meses estaba a su lado, haciéndole compañía y la abuela estaba ahí, acostada, con la mirada perdida, haciendo movimientos extraños con una mano, y con la otra intentando rascarse una herida o escama de estar acostada. C. me decía: “No la dejes rascarse que se lastima.” Y cada cinco minutos C. con cariño pero firmeza tenía que sacarle la mano de la herida a mi abuela que no podía dejar de rascarse. Y yo la veía rascarse con la mirada perdida y me preguntaba qué queda del vínculo de mi abuela con su cuerpo que, por un lado, le pica desesperadamente, y por otro lado, no sé si sabe que el cuerpo le pica.

Y pienso qué es esa que es hoy mi abuela: ese cuerpo sin identidad, ese cuerpo sin recuerdos claros, ese cuerpo que sigue funcionando, que no la deja irse o quizás que es ella no queriendo irse aún… sin saber de dónde irse o no… sin saber ni fantasear –como cuando podía, de noche, conmigo en la cama, charlando, filosofando, mirándose las manos en la oscuridad- en el posible dónde de ese irse.

Estando cerca de una muerte que no sabe que se acerca, ¿qué es esta vida de mi abuela? ¿Qué es esta muerte en vida de mi abuela? Y, ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué? Absurdo, cruel absurdo.

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Cuando me despedía de la abuela, la besaba, la acariciaba, mi abuela me dice, cuando le informo que me tengo que ir:

-          Pero volvé pronto, que si no es como si ya no existiéramos.

Yo sonrío, le sonrío a mi abuela, que solo dice eso por decir y que, sin embargo, no puede haber dicho algo más cierto. Yo le digo que “claro, que vuelvo”. La abuela agrega:

-          Porque… ¿quién nos quita lo bailado?
-          Claro, abuela, ¿quién nos quita lo bailado?

Y le doy otro beso, y otro abrazo, y la abuela toma la palabra otra vez (esto, algo parecido, ya pasó otra vez) y me dice:

-          Bueno, te quiero mucho, siempre pienso en vos y volvé pronto que te extraño.

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Cuando estoy volviendo en el remis a la terminal, miro la herida de mi tobillo y me digo en mis adentros:

-          Esto es lo que es mi abuela, esto es: estar en carne viva.

Mi abuela me duele como me duele una herida que queda en carne viva… un herida cuyo dolor activa al mero contacto con el aire, un simple viento.
Estar en carne viva.
Mi abuela está en carne viva… en ese cuerpo que sigue viviendo cuando ella, mi abuela, ya no, o casi no, o no del todo, o no sé cómo mierda decirlo, pensarlo.
Estar en carne viva.
Ella está en carne viva.
Yo estoy en carne viva.
En carne viva.