miércoles, 29 de julio de 2015

Cuerpo en cortocircuito

He tenido siempre un cuerpo en cortocircuito.

Pensaba recién cómo hasta hace poco a muchas de mis funciones corporales no les prestaba la mínima atención, no las registraba. Pero ha sido un cambio de edad y un cambio de mentalidad lo que me han hecho más inmediato el registro.

Pensaba eso y también pensaba que en realidad, con más o menos atención de mi parte, mi cuerpo ha estado siempre en cortocircuito. Como ahora que la piel de mis manos se abre y se cae como trauma crónico que me acompaña desde hace seis años. La médica dermatóloga lo llama dishidrosis y me dice que es una reacción de la piel mitad alérgica, mitad nerviosa. Y ahí viene una pregunta que todo médico hace casi como decir “buen día”: “¿estás con mucho estrés?”.

¿Quién no está con mucho estrés? El estrés no explica nada si es permanente.

Pero en realidad pensaba en otra permanencia. La permanencia del cortocircuito en mi cuerpo.

Haciendo memoria recuerdo haber tenido una afección de la piel también cuando era chica. En ese momento la médica (¿o médico?) también diagnosticó: “es alergia al pelo de los animales.” Recuerdo que desde los tres años tuve pavor a los perros. A los tres viví el pavor de que un doberman, que se soltó de la correa de su dueño en una plaza en la que estaba con mi familia, me corrió casi hasta alcanzarme… fue mi mamá quien me alzó a upa y evitó la mordida, si es que el perro quería realmente morderme. Solo puedo recordar el terror de huir. Y tengo grabadísimo el recuerdo de ese rescate de mi mamá de las garras del perro, mientras el dueño con una sonrisa incómoda pedía disculpas por el incidente. Desde ese día tuve pánico a los perros hasta inicios de mi adolescencia. Y en esa época, parece, era alérgica al pelo de los animales y una especie de mancha-crosta se me hacía en la piel en consecuencia… bastante parecida, creo, a las que me produce la alergia-estrés de la dishidrosis.

Pero, de nuevo, mi cuerpo siempre estuvo en cortocircuito. Si no era el síntoma de los vómitos -que merece un texto completo porque es “el” síntoma de mi vida- era el descomponerme del estómago. La piel, el estómago, la digestión de la superficie y la digestión de lo profundo… mi cuerpo ha estado siempre en ese cortocircuito. Quiero decir que teniendo una vida relativamente normal y apacible, con altibajos o movimientos que semejan más mareas crecientes que tormentas, y con una conciencia cartesiana clara y distinta de todas mis acciones (o eso me he querido creer yo), mi cuerpo siempre me mostró rupturas, quiebres, tensiones, resquebrajamientos, imposibilidad de contener… como en la piel, los vómitos, los malestares del estómago. Y todo esto en la compañía calma, analítica, verborrágica y verboprocesante de una supuesta capacidad racional reinante, gobernante, directiva.

Y sin embargo en realidad no… en realidad mi cuerpo ha hablado claramente, con más modestia que mis propias aseveraciones analíticas, del carácter tensionado, tensionante, precario, invadido, atravesado, limitado, incapaz de mí misma.

Contra una ficción muy útil de conciencia soberana de mí y mis acciones, de mis capacidades y potencias, en un murmullo secreto, o más que un murmullo, un silencio significativo, hecho de piel que se desprende, estómago que se tensiona, garganta que se estrecha, mi cuerpo me ha indicado en sus cortocircuitos lo costoso, lo difícil, lo vulnerable que también soy.

He luchado contra ese silencio con terremotos de palabras. He negado a la piel que me habla el oído o habiendo oído he optado por ignorarla.

Es que todavía mi cuerpo en cortocircuito y yo no nos entendemos del todo.

Nos ha quedado claro, como en una dulce complicidad, que esa yo que habla como autosuficiente reina de su existencia es una fantasía hasta ayer creída real… a mi cuerpo y a mí nos enternece aún escucharla hablar, como si fuera dueña completa del curso de su vida, con sus mil y un proyectos, con su confianza ingenua en una teleología heredada –más como modo de orientar la existencia que como contenido específico del destino. Otras veces nos enfurece, porque acostumbrada a gobernarnos, a que sigamos fielmente sus pasos teórico-metodológico-causa-en-orden-de-efectos-medios-a-fines-diseñados por momentos nos convence con sus argumentaciones y nos hace llevarnos la misma piedra de la contingencia imprevisible por delante, con el dolor de culo existencial tremendo que la caída significa. Además, es mala consejera: disfraza de deducción su paranoia por lo que no puede controlar y con sus decires (más que sus haceres) lastima o molesta a quienes más queremos.

El psicoanálisis fue en su momento una teoría que me permitía comprender mi cuerpo en cortocircuito. Entender como calma, como embellecimiento. El retorno de lo controlable en el modo de la interpretación. Es que mi adorado Freud entendió bien el carácter energético de la existencia y por eso me permitió ahondar el carácter en-cortocircuito de la mía, de mi cuerpo.

Pero si la tríada yo-superyo-ello explicaba algo –y aún cuando algo como el inconsciente me parece lo más cercano al fondo en superficie de mis cortocircuitos corporales- quizás haya en esa misma triple estructuración algo que se parece más a la posible “causa” (del conflicto) que a la “calma” (del existir, del lidiar) con este, mi cuerpo, que en silencio me habla.


Este texto se termina solo con una pausa. El cortocircuito corporal que lo genera e impulsa las yemas de mis dedos en este teclado no ha pasado sino que, por ahora, descansa.