La noche
antes de que Lupe se fuera a vivir a México le enseñé a mirar las estrellas.
Desde sus primeros meses de vida hasta estos dos años-casi tres que tenía en
febrero pasado, Lupe y yo creamos un vínculo íntimo. Este pequeño nuevo ritual
–que no llegaría a ser ritual, dado que ahora nos sobrevendría una distancia-
fue nuestra despedida momentánea.
La lleve
aparte de la reunión familiar de despedida en la que estábamos, le dije “vení,
tirate al piso”, el piso del pseudopatio del costado del fondo de la casa. Me
tiré al piso, al lado de ella, y empecé a mostrarle, a señalarle las estrellas.
Lupe siempre, desde bebé, amó la ostensión: desde ese primer ritual en el que
la llevaba a ver los bichitos en el estante de la abuela Ñata y se los mostraba
uno a uno, diciéndole qué eran, señalándolos rítmicamente con el dedo. En sus
sucesivas repeticiones el ritual comenzó a incorporar la pregunta “¿este qué
es?” de la tía antes de dar la respuesta. Respuesta que no llegaría nunca en
forma de palabra adecuada, porque Lupe todavía no hablaba. Pero había algo que
Lupe disfrutaba igual de que le diera la chance de recordarlo… quizás unos
segunditos de intriga para su curiosidad temprana entre mi “qué es” y mi “este
es un…”. Con las estrellas ya Lupe hablaba por lo cual el nuevo
ritual-que-no-iba-a-ser mezcló ostensiones, relatos sobre estrellas,
cavilaciones sobre brillos y distancias, e incluso chistes inconexos sobre
quién se había hecho pis o caca. Así pasamos nuestra última noche juntas antes de
su viaje: tiradas una al lado de la otra en el piso, disfrutando de estar
juntas, mirando las estrellas, riendo de pavadas.
No pude
evitar pensar qué recordaría Lupe de mí, de esa noche y de tantas cosas juntas.
Cuánto recuerda una niña de su infancia, sabiendo yo del recuerdo difuso que
tengo de la mía. Cuánto detalle en realidad es la pregunta… cuánto recordarás
Lupe de la tía que en esos primeros años tuyos fui cuando tu conciencia y tu yo
se formen, cuando los recuerdos empiecen a cristalizar, solidificar, en la
forma de relatos.
Escribo
entre dos mujeres porque mi impulso de escritura volvió, retornó, entre dos
mujeres importantes de mi vida: Lupe, que nace y trae toda otra experiencia de
sororidad asimétrica, de “ti-idad”, de intimidad de traducción entre un
lenguaje incorporado-dominado y uno que aún no es. Y la abuela Susana, que
empezó a irse y terminó de irse en septiembre de hace un par de años.
Fruto de
esas condenas de la vejez a la mente, los últimos años de mi abuela fueron los
años en que fue perdiendo su conciencia. Lentos, lentísimos años de irse yendo
de a poco. Mi tía Analí decía que quizás era porque ella fue huérfana y padeció
tanto que le faltara su madre, que le costaba tanto irse y dejar a sus hijos.
El punto es
que los últimos años de la vida de mi querida abuela Susana fueron los años en
que se desvaneció de a poco su conciencia. Y fue así que mi escritura retornada
se encontró entre mi vivencia alegre de la conciencia en formación de Lupe y mi
vivencia triste de la conciencia en deformación de la abuela Susana. Una mujer
que nace y otra que muere. Una que todavía no es y otra que va ya no siendo.
Reflejo azaroso y necesario de mi yo, siendo… muriendo a una mujer, naciendo a
otra, y la escritura en el medio.
Cuánto
recordarás de mí, abuela, pensaba yo cada vez que iba a visitarla… besándola,
acariciándola, abrazándola como exigiendo que me recuerde, de prepo, demandante,
reclamando que el íntimo vínculo nuestro siguiera mostrando su existencia
aunque en un lenguaje nuevo, quebrado, adormilado, discontinuo, vacilante,
confundido, ahuecado, pero aún ahí, aún vivo, en destellos de “te quiero” y “te
extrañé”, y “hace mucho que no venías”, y tantas otras frases que me dijo no
sabiendo yo si era realmente a mí que me las decía.
Recuerdo
que cuando la abuela aún estaba bien muchas noches dormía con ella. Con la
excusa de que no alcanzaban las camas cuando íbamos de visita terminábamos las
dos en la suya, charlando horas antes de dormirnos.
Recuerdo
una noche en particular, en la cama, juntas, a oscuras. Con el silencio de la
casa de San Pedro rodeándonos como un gran abrazo que nos permitía la
intimidad. La abuela en la cama con su nieta filósofa. Recuerdo la oscuridad de
la noche y esa bella percepción de formas blanco-gris-negras que se tiene
cuando se está en la oscuridad no del todo completa con los ojos abiertos.
Recuerdo que la abuela, a mi lado, levantó los brazos hacia el techo, movía sus
manos y se las miraba, una y otra vez, despacio, delicada, siempre delicada en
sus movimientos, movía las manos y se las miraba mientras seguíamos charlando y
en un momento, con mis ojos en sus manos danzando en la oscuridad, me pregunta:
“¿Vos creés que hay algo después de la muerte?”. Fue una pregunta tranquila,
honesta, curiosa, reflexiva. No recuerdo qué le contesté… recuerdo el placer de
escucharla hacerme esa pregunta. Recuerdo el goce de escuchar a mi abuela muy
religioso-católica enunciarle a su nieta filósofa con auténtica duda esa
pregunta… recuerdo que la pregunta fue como el movimiento de sus manos: delicada,
juguetona, seria y llena de vida todo a la vez.
Me preguntó
eso mientras yo seguía dulcemente hipnotizada por las manos de mi abuela. Las
mismas manos con las que escribía. Mi abuela, Susana, que escribía. Mi abuela
escritora, escribiente en todas sus formas. Mi abuela con la que nos
escribíamos cartas de Santos Lugares a San Pedro… no era que el teléfono no
alcanzara ni que la distancia fuera tan enorme. Era un ritual, otro, íntimo,
nuestro, de regalarnos una escritura, un trazo de nuestras manos, en un papel
que habíamos tocado, un pedazo de nuestro pensamiento y nuestro amor, enviado
en un sobre amoroso, con remitente y destinatario, y códigos postales,
juguetonamente enviado por correo, por un rítmico envío de afecto epistolar.
La
escritura era importante para mi abuela. Escribía por todos los rincones de la
casa, entre quehacer y niño, entre tarea y visita. Escribía en unos cuadernos u
hojas sueltas y después pasaba todo a un cuaderno más prolijo, con su hermosa
letra. De más grande participó de concursos literarios y ganó algunos premios y
menciones. Se atuvo al verso como deseo y prisión, pero luego experimentó con
cuentos e inventó relatos tan realistas como poéticos.
Entre las
anécdotas que fuimos compartiendo al borde de su cama en las distintas visitas a
la abuela convaleciente, en que me cruzaba con tíos, tías, primos y primas, otra
vez la tía Analí recordaba una decepción escritural de la abuela. Parece que
para algún aniversario la abuela le escribió un texto al abuelo –hombre que amó
más allá de la vida, último recuerdo del que se despidió su conciencia atada a
él como a todo lo que importa-, lo puso en un sobre destinado a él y se lo dejó
en algún mueble de la habitación para que se lo encontrara de sorpresa pero
inevitablemente. Parece que el abuelo vio el sobre y lo desestimó. Parece que
leyó el texto y no hizo comentarios. Parece, como sea, que mi abuelo no
recepcionó el íntimo regalo escritural de la abuela. Y parece que para la
abuela eso fue una decepción tremenda… que lo relataba como un dolor enorme…
parece que al abuelo lo avergonzaba un tanto que su mujer escribiera.
La abuela
tiene un cuento que se llama “Desafío”. Es un relato maravilloso. Cuenta la
historia de una pareja que se pelea, que están en tensión por un profundo
desacuerdo, del cual no se sabe nada hasta el final del cuento. La abuela crea
un relato de la pareja en la cama, sin tocarse, cada cual repasando las razones
por las cuales es el otro el equivocado. Luego viene el desafío de la mujer que
hace a espaldas del marido lo que este no quería. El marido sospechando la
persigue y descubre… descubre que actuaba como vedette en una casa de
burlesque. El cuento termina ahí: en la concreción del desafío. Siempre me
fascinó ese cuento porque mi abuela tradicional, conservadora, aristocrática de
provincia de Buenos Aires, la que me retaba si decía una mala palabra y siempre
pontificaba sobre moralidad, valores y don de buena gente, secretamente añoraba
desafiar a su marido cual vedette escritural… salir ligera de ropas, salir casi
desnuda, en esa desnudez de la escritura que por eso siempre es vergonzante y
por eso también avergüenza a quien nos descubre desnudas y lo reprueba.
Y ahora la
vergonzosa-deseosa-de-ser-vedete soy yo, que retorna a ese impulso que siempre
tuvo de escritura, de escribiente, desnuda en el lenguaje, jugando con sus
manos en un teclado, lúdico hacer que desafía tanto la moral como la muerte.
¿Habrá algo más allá de la muerte? Quizás sí, pero otra cosa. Dejar una
escritura que nos sobreviva. Seguir latiendo en las letras.
En la
desnudez moralmente mirada hay vergüenza… como en esa desnudez donde se mira la
propia vagina y se entiende que eso que está ahí es algo que me define pero que
hay que ocultar. Sin saber bien por qué ese lugar nunca es neutro y su visión
incluso por una misma está vedada. Entre la desnudez, lo femenino, la escritura
y la vergüenza encuentro, descifro, cómo mi vida ha estado marcada por las
mujeres que he amado. No son los hombres, o “el hombre”, ese al que empecé a
escribirle poemas románticos desde adolescente. No, son las mujeres, mis
mujeres, esas con las que he hablado, esas con las que me he comunicado aún sin
compartir la misma lengua, esas que han formado mi conciencia antes de que yo
arribara al lenguaje. Mi vida, y por eso ahora mi escritura, ha estado marcada
por ellas.
Quizás esa
emancipación que con cada una de nosotras empieza siempre de nuevo alcance uno
de sus puntos más interesantes cuando ya no se escribe ni para ni sobre algún
hombre, sino para y con ellas, las otras como yo, las mujeres que han hecho en
el silencio de su estar siempre presentes, las marcas verdaderas de mi
existencia.
Nace una
mujer, otra se muere, y yo retorno a la escritura. Ahora el género me acosa en
la escritura. Redescubro mi escritura porque redescubro mi género, esa vagina
simbólica y real con la que a lo largo de los años mi relación ha cambiado… la
que ahora miro con tranquilidad, la que ahora disfruto con alegría.
Este texto
surgió en la oscuridad. Una noche sola en mi cama se corta la luz. Para variar,
yo, sin atisbos de dormirme. La oscuridad que rodeó a mi abuela y su pregunta
por la vida más allá de la muerte me rodea ahora a mí, en esa muerte que es no
tener luz para hacer y ver. Miro por la ventana de la habitación la tenue luz
de la noche que entra y se enamora mi mente de esa oscuridad a medias y empieza
a escribirla. Agarro el celular que aún tiene batería y anoto estas notas que
surgen como música lejana en mi cabeza para no olvidarlas, para no perderlas,
como nunca quise olvidar ni perder a mi abuela.
Escribo
notas sobre escribir, y Lupe, y ser mujer, y la abuela… escribo una tras otra.
Paro. Otra nota, sigo escribiendo, el conato de un texto que hoy finalmente
escribo completo.
Un corte de
luz que me ilumina. Una oscuridad en la que vuelve de otro modo la pregunta por
el más allá de la muerte. Y la escritura que aparece como respuesta no
proposicional, como no-repuesta en el lenguaje: como praxis de escritura, como
acción contra el pasar del tiempo que se lleva de mí tanta vida y tanta muerte,
tanta mujer envejecida.
¿Será que
siempre se escribe a oscuras?
¿Será que
escribir es otro modo del danzar de las manos en el aire de una noche en que
una mujer se hace preguntas?