jueves, 29 de septiembre de 2016

Soy un ser de las profundidades


Vivo abismada en un plano de lo real tan profundo como insoportable.
Calles pavimentadas de preguntas. Sin esquinas donde descansar.
Me interpela lo profundo, me llama… me llama adentro mío y adentro tuyo.
Un afán de penetrar siempre más… siempre más.
Mi mente es un falo.
Mi lengua, también.
Me gusta bucear-me.
Me gusta bucear-te.
A veces pido permiso, pero las más, no.
Me sale la penetración en la profundidad como respirar.
Involuntaria. Necesaria.
Honesta, pero violenta.
Molesta, sí. Intensa.
Una posibilidad hecha habilidad, hecha hábito, hecha carne.
Hecha yo y ya no otra cosa.
Me habla antes de que piense si quiero abrir la boca.
Me vuelve toda palabra, cuestión reflexión.
Soy falo que penetra.
Pero también labio hospitalario.
El silencio es un esfuerzo pero no una solución.
Las profundidades y yo hablamos un diálogo permanente,
a puertas cerradas, a bocas cerradas.
A oídos imposibles de ser sordos…
Que escuchan desde adentro el rumiar de mi existencial excavación.
El mundo y la vida se han vuelto un mar.
Profundo, picado, voluminoso, inabarcable.
Me hundo más de lo que nado.
Me ahogo como un modo de la respiración.
Mis pensamientos son branquias.
El peso del cuerpo en suspenso me pesa.
No soy más liviana en este mar.
Y sin embargo es casa. Es hogar.
Un mar de profundidades,
con oleadas de argumentos,
y tormentas de reflexiones,
y una costa salvadora que siempre se busca
en el horizonte interminable de la profundidad que me envuelve.
Una costa que nunca llega.
Una tierra prometida que no aparece.
Mi isla profunda de agua y vida
me ahoga y me deriva.
Me lleva sola y a los otros.
Me llama y los llama como sirena.
Encanta el falo penetrante de la profundidad desconocida.
Puro labio que recibe y da.
Que te besa con las palabras que te hieren.
Creer que es una violencia femenina,
una violencia de transición,
de devenir,
evitable pero irresistible.
No soy su fuente sino su cuerpo.
Me llama en vos lo que de vos me llama.
Y la boca se abre,
Y las olas rompen,
Y el mar te traga.
En esta boca femenina.
de profundidades difíciles,
de caricias cálidas,
de preguntas necesarias,
de cuestiones irresolubles.
Un beso que es palabra y muerte.
Labios que son sed y vida.
Penetrando el mundo de lo profundo.

Donde pocos viven pero todos pertenecen.

Escribo entre dos mujeres

La noche antes de que Lupe se fuera a vivir a México le enseñé a mirar las estrellas. Desde sus primeros meses de vida hasta estos dos años-casi tres que tenía en febrero pasado, Lupe y yo creamos un vínculo íntimo. Este pequeño nuevo ritual –que no llegaría a ser ritual, dado que ahora nos sobrevendría una distancia- fue nuestra despedida momentánea.
La lleve aparte de la reunión familiar de despedida en la que estábamos, le dije “vení, tirate al piso”, el piso del pseudopatio del costado del fondo de la casa. Me tiré al piso, al lado de ella, y empecé a mostrarle, a señalarle las estrellas. Lupe siempre, desde bebé, amó la ostensión: desde ese primer ritual en el que la llevaba a ver los bichitos en el estante de la abuela Ñata y se los mostraba uno a uno, diciéndole qué eran, señalándolos rítmicamente con el dedo. En sus sucesivas repeticiones el ritual comenzó a incorporar la pregunta “¿este qué es?” de la tía antes de dar la respuesta. Respuesta que no llegaría nunca en forma de palabra adecuada, porque Lupe todavía no hablaba. Pero había algo que Lupe disfrutaba igual de que le diera la chance de recordarlo… quizás unos segunditos de intriga para su curiosidad temprana entre mi “qué es” y mi “este es un…”. Con las estrellas ya Lupe hablaba por lo cual el nuevo ritual-que-no-iba-a-ser mezcló ostensiones, relatos sobre estrellas, cavilaciones sobre brillos y distancias, e incluso chistes inconexos sobre quién se había hecho pis o caca. Así pasamos nuestra última noche juntas antes de su viaje: tiradas una al lado de la otra en el piso, disfrutando de estar juntas, mirando las estrellas, riendo de pavadas.
No pude evitar pensar qué recordaría Lupe de mí, de esa noche y de tantas cosas juntas. Cuánto recuerda una niña de su infancia, sabiendo yo del recuerdo difuso que tengo de la mía. Cuánto detalle en realidad es la pregunta… cuánto recordarás Lupe de la tía que en esos primeros años tuyos fui cuando tu conciencia y tu yo se formen, cuando los recuerdos empiecen a cristalizar, solidificar, en la forma de relatos.
Escribo entre dos mujeres porque mi impulso de escritura volvió, retornó, entre dos mujeres importantes de mi vida: Lupe, que nace y trae toda otra experiencia de sororidad asimétrica, de “ti-idad”, de intimidad de traducción entre un lenguaje incorporado-dominado y uno que aún no es. Y la abuela Susana, que empezó a irse y terminó de irse en septiembre de hace un par de años.
Fruto de esas condenas de la vejez a la mente, los últimos años de mi abuela fueron los años en que fue perdiendo su conciencia. Lentos, lentísimos años de irse yendo de a poco. Mi tía Analí decía que quizás era porque ella fue huérfana y padeció tanto que le faltara su madre, que le costaba tanto irse y dejar a sus hijos.
El punto es que los últimos años de la vida de mi querida abuela Susana fueron los años en que se desvaneció de a poco su conciencia. Y fue así que mi escritura retornada se encontró entre mi vivencia alegre de la conciencia en formación de Lupe y mi vivencia triste de la conciencia en deformación de la abuela Susana. Una mujer que nace y otra que muere. Una que todavía no es y otra que va ya no siendo. Reflejo azaroso y necesario de mi yo, siendo… muriendo a una mujer, naciendo a otra, y la escritura en el medio.
Cuánto recordarás de mí, abuela, pensaba yo cada vez que iba a visitarla… besándola, acariciándola, abrazándola como exigiendo que me recuerde, de prepo, demandante, reclamando que el íntimo vínculo nuestro siguiera mostrando su existencia aunque en un lenguaje nuevo, quebrado, adormilado, discontinuo, vacilante, confundido, ahuecado, pero aún ahí, aún vivo, en destellos de “te quiero” y “te extrañé”, y “hace mucho que no venías”, y tantas otras frases que me dijo no sabiendo yo si era realmente a mí que me las decía.
Recuerdo que cuando la abuela aún estaba bien muchas noches dormía con ella. Con la excusa de que no alcanzaban las camas cuando íbamos de visita terminábamos las dos en la suya, charlando horas antes de dormirnos.
Recuerdo una noche en particular, en la cama, juntas, a oscuras. Con el silencio de la casa de San Pedro rodeándonos como un gran abrazo que nos permitía la intimidad. La abuela en la cama con su nieta filósofa. Recuerdo la oscuridad de la noche y esa bella percepción de formas blanco-gris-negras que se tiene cuando se está en la oscuridad no del todo completa con los ojos abiertos. Recuerdo que la abuela, a mi lado, levantó los brazos hacia el techo, movía sus manos y se las miraba, una y otra vez, despacio, delicada, siempre delicada en sus movimientos, movía las manos y se las miraba mientras seguíamos charlando y en un momento, con mis ojos en sus manos danzando en la oscuridad, me pregunta: “¿Vos creés que hay algo después de la muerte?”. Fue una pregunta tranquila, honesta, curiosa, reflexiva. No recuerdo qué le contesté… recuerdo el placer de escucharla hacerme esa pregunta. Recuerdo el goce de escuchar a mi abuela muy religioso-católica enunciarle a su nieta filósofa con auténtica duda esa pregunta… recuerdo que la pregunta fue como el movimiento de sus manos: delicada, juguetona, seria y llena de vida todo a la vez.
Me preguntó eso mientras yo seguía dulcemente hipnotizada por las manos de mi abuela. Las mismas manos con las que escribía. Mi abuela, Susana, que escribía. Mi abuela escritora, escribiente en todas sus formas. Mi abuela con la que nos escribíamos cartas de Santos Lugares a San Pedro… no era que el teléfono no alcanzara ni que la distancia fuera tan enorme. Era un ritual, otro, íntimo, nuestro, de regalarnos una escritura, un trazo de nuestras manos, en un papel que habíamos tocado, un pedazo de nuestro pensamiento y nuestro amor, enviado en un sobre amoroso, con remitente y destinatario, y códigos postales, juguetonamente enviado por correo, por un rítmico envío de afecto epistolar.
La escritura era importante para mi abuela. Escribía por todos los rincones de la casa, entre quehacer y niño, entre tarea y visita. Escribía en unos cuadernos u hojas sueltas y después pasaba todo a un cuaderno más prolijo, con su hermosa letra. De más grande participó de concursos literarios y ganó algunos premios y menciones. Se atuvo al verso como deseo y prisión, pero luego experimentó con cuentos e inventó relatos tan realistas como poéticos.
Entre las anécdotas que fuimos compartiendo al borde de su cama en las distintas visitas a la abuela convaleciente, en que me cruzaba con tíos, tías, primos y primas, otra vez la tía Analí recordaba una decepción escritural de la abuela. Parece que para algún aniversario la abuela le escribió un texto al abuelo –hombre que amó más allá de la vida, último recuerdo del que se despidió su conciencia atada a él como a todo lo que importa-, lo puso en un sobre destinado a él y se lo dejó en algún mueble de la habitación para que se lo encontrara de sorpresa pero inevitablemente. Parece que el abuelo vio el sobre y lo desestimó. Parece que leyó el texto y no hizo comentarios. Parece, como sea, que mi abuelo no recepcionó el íntimo regalo escritural de la abuela. Y parece que para la abuela eso fue una decepción tremenda… que lo relataba como un dolor enorme… parece que al abuelo lo avergonzaba un tanto que su mujer escribiera.
La abuela tiene un cuento que se llama “Desafío”. Es un relato maravilloso. Cuenta la historia de una pareja que se pelea, que están en tensión por un profundo desacuerdo, del cual no se sabe nada hasta el final del cuento. La abuela crea un relato de la pareja en la cama, sin tocarse, cada cual repasando las razones por las cuales es el otro el equivocado. Luego viene el desafío de la mujer que hace a espaldas del marido lo que este no quería. El marido sospechando la persigue y descubre… descubre que actuaba como vedette en una casa de burlesque. El cuento termina ahí: en la concreción del desafío. Siempre me fascinó ese cuento porque mi abuela tradicional, conservadora, aristocrática de provincia de Buenos Aires, la que me retaba si decía una mala palabra y siempre pontificaba sobre moralidad, valores y don de buena gente, secretamente añoraba desafiar a su marido cual vedette escritural… salir ligera de ropas, salir casi desnuda, en esa desnudez de la escritura que por eso siempre es vergonzante y por eso también avergüenza a quien nos descubre desnudas y lo reprueba.
Y ahora la vergonzosa-deseosa-de-ser-vedete soy yo, que retorna a ese impulso que siempre tuvo de escritura, de escribiente, desnuda en el lenguaje, jugando con sus manos en un teclado, lúdico hacer que desafía tanto la moral como la muerte. ¿Habrá algo más allá de la muerte? Quizás sí, pero otra cosa. Dejar una escritura que nos sobreviva. Seguir latiendo en las letras.
En la desnudez moralmente mirada hay vergüenza… como en esa desnudez donde se mira la propia vagina y se entiende que eso que está ahí es algo que me define pero que hay que ocultar. Sin saber bien por qué ese lugar nunca es neutro y su visión incluso por una misma está vedada. Entre la desnudez, lo femenino, la escritura y la vergüenza encuentro, descifro, cómo mi vida ha estado marcada por las mujeres que he amado. No son los hombres, o “el hombre”, ese al que empecé a escribirle poemas románticos desde adolescente. No, son las mujeres, mis mujeres, esas con las que he hablado, esas con las que me he comunicado aún sin compartir la misma lengua, esas que han formado mi conciencia antes de que yo arribara al lenguaje. Mi vida, y por eso ahora mi escritura, ha estado marcada por ellas.
Quizás esa emancipación que con cada una de nosotras empieza siempre de nuevo alcance uno de sus puntos más interesantes cuando ya no se escribe ni para ni sobre algún hombre, sino para y con ellas, las otras como yo, las mujeres que han hecho en el silencio de su estar siempre presentes, las marcas verdaderas de mi existencia.
Nace una mujer, otra se muere, y yo retorno a la escritura. Ahora el género me acosa en la escritura. Redescubro mi escritura porque redescubro mi género, esa vagina simbólica y real con la que a lo largo de los años mi relación ha cambiado… la que ahora miro con tranquilidad, la que ahora disfruto con alegría.
Este texto surgió en la oscuridad. Una noche sola en mi cama se corta la luz. Para variar, yo, sin atisbos de dormirme. La oscuridad que rodeó a mi abuela y su pregunta por la vida más allá de la muerte me rodea ahora a mí, en esa muerte que es no tener luz para hacer y ver. Miro por la ventana de la habitación la tenue luz de la noche que entra y se enamora mi mente de esa oscuridad a medias y empieza a escribirla. Agarro el celular que aún tiene batería y anoto estas notas que surgen como música lejana en mi cabeza para no olvidarlas, para no perderlas, como nunca quise olvidar ni perder a mi abuela.
Escribo notas sobre escribir, y Lupe, y ser mujer, y la abuela… escribo una tras otra. Paro. Otra nota, sigo escribiendo, el conato de un texto que hoy finalmente escribo completo.
Un corte de luz que me ilumina. Una oscuridad en la que vuelve de otro modo la pregunta por el más allá de la muerte. Y la escritura que aparece como respuesta no proposicional, como no-repuesta en el lenguaje: como praxis de escritura, como acción contra el pasar del tiempo que se lleva de mí tanta vida y tanta muerte, tanta mujer envejecida.
¿Será que siempre se escribe a oscuras?

¿Será que escribir es otro modo del danzar de las manos en el aire de una noche en que una mujer se hace preguntas?

miércoles, 27 de abril de 2016

Algo muere dentro mío.

Algo muere dentro mío.
Donde antes había lágrimas y desesperación,
Novela,
Ahora hay nada.
Sensación de nada.
Sensación de lo muerto.
Muere dentro mío un interés,
Algo deja de interpelarme.
Antes había allí una mujer sufriente
dispuesta a la angustia y el llanto.
Ya no está allí. Ha muerto.
Cuando es evocada por un motivo externo,
Algo que antes hubiera atesorado
como preciosa razón de ser de su sufrir,
no hay nadie ya que responda ese llamado.
Hay el registro de una ausencia,
Que no es el registro de una falta.
Hay una desaparición,
Un ya no estar.
Una sensación de ante-tumba.
Y es por eso que ante esa mujer
interna muerta,
Siento la sensación
de que algo muere dentro mío.
Muere la potencia sufriente de ese motivo,
Muere el último estertor de mi habitual reacción.
Muere el impulso a resucitar a la mujer muerta.
Y se siente como una nada,
Como un no tener respuesta,
Un nada que decir.
Un silencio.
Un necesito no hablarte.
Un deseo de interlocución que se deshace.
Ya no soy esa,
Y por eso no tengo más palabras que dar.
Un silencio de lo muerto y la nada,
Un silencio de ya no estar en ese lugar.

Sin embargo, detecto en ese no-lugar un resto,
Algo que permanece como vestigio, huella,
Pero no hay ya potencia sufriente,
No es eso de lo que está hecha.
Es como una pequeña chispa,
Una chispa de vida,
Conato de potencia siempre presente.
Potencia que me une a esa mujer que fue.
Pero por ser potencia es poder ser otra cosa,
Aunque haya estado también antes,
detrás.
Potencia de vida.

Es que yo solo puedo ser vida.
Soy la hija de mi madre.
Madre-vida.
Yo solo puedo ser vida.
Sonrisa.
Alegría.
Vida.
Contra vos y tu muerte.
Vida.
Mientras otros miran todo pudrirse.
Vida.
Y sonrisa.
A pesar tuyo.
De vos y del mundo.
Solo puedo ser vida.
Perdón.
Perdón por mi alegría,
Por la obscenidad de mi entusiasmo.
Perdón por ser vida.
Es que yo,
Yo solo puedo ser energía,
Vida,
Movimiento,
Estirarse libidinalmente en el tiempo.
Fiesta de formas.
Forma festiva.
Cuerpo que baila,
Risa que canta.
Vida,
Siempre vida.
Perdón.
Yo solo puedo ser vida.

martes, 22 de marzo de 2016

Carta a mi analista

Para I. S.
¿Cómo se termina el análisis? ¿Cómo se puede pensar en un final para aquello que mostró ser una búsqueda de un yo, un traer a la palabra, al tiempo del análisis y el espacio de la sesión, algo que no estaba antes si bien tampoco diríamos que no estaba?
Mejor aún, ¿cómo se le escriba a la analista una carta, un texto personal, íntimo, sin poner en riesgo, sin transgredir el límite de la subjetividad de analista frente a mí, aunque también es subjetividad y punto, persona, cuerpo?
¿Cómo te hablo, I., hoy, que performamos –al menos por hoy- un fin de la terapia?
Si hay fin, hay límite. Y si hay límite, hay transgresión posible.
Quiero habitar por este rato, junto a vos, el límite y la transgresión, aquello que pude entender y hacer gracias a la terapia.
Quiero hablarte de las sensaciones en mi cuerpo ante el decir del fin de la terapia. Quiero hablar de mi tierna resistencia. Quiero hablarte de mi angustia fugaz. Quiero mostrarte cómo entendí que el fin que anunciaste había llegado cuando sentí que dijiste algo que las dos veníamos evitando, evadiendo, retrasando.
Quiero describirte la sensación de separarme de algo muy mío, con la simultánea conciencia de que llegó el momento y de que voy a extrañarlo: a extrañar-te. A extrañar-nos.
Quiero disfrutar alegre y casi pícaramente de transgredir el límite de la construcción analista-paciente que consiste en mantener separados y distinguidos dos cuerpos, uno frente al otro, para que la transferencia sea, transgredir para mostrarte cómo esa transferencia me ha enseñado a no temerle a la transgresión, a jugar con los límites, a no temerle al cuerpo, a borrar los límites entre mi cuerpo y todo ese yo que vine acá a buscar y construir.
Querría abrazarte muy fuerte, querida I., y darte la alegría de mi yo encontrada en el deseo de transgredir la separación que tuvimos que construir y que, como toda construcción limitante de los cuerpos, ha perdido ya su vigencia, se ha vuelto ficticia, imposible.
¿O no hemos sido cada vez más, en este lugar y tiempo nuestros, una y la misma mujer que se habla a sí misma?
Es justamente en este falso fin del análisis en el que se devela que lo terminamos una… ya no dos cuerpos distintos en oposición, como los primeros días, sino como un cuerpo doble, producto de haber buceado, con la excusa de que hablábamos de mí, nuestras más íntimas profundidades. Por eso, éste es un falso fin, porque mientras performamos la escena de una despedida más estamos inaugurando una marca permanente para ambas. Hoy algo se termina pero en el terminarse se muestra a las claras el hacerse de un lazo que será permanente: yo no seré más yo, la que vino hace siete años, de ahora en adelante. No hay verdadero fin del análisis porque su potencia poética recién empieza.
Vos me dejás ir sola a una vida que será posible porque estuvimos siete años reconfigurando el relato que la sostiene. Un relato que lo primero que sabe es que no es condena, ni clausura… sabe que es imaginario: hecho de mis palabras más mías y ajenas a la vez. Hecho de hechos revisables, reescribibles, dúctiles, en cierto grado, a la fuerza de mi deseo. Un relato que es menos estructura que parche, sutura imaginaria de una serialidad de los días y, a la vez, soga, cuerda, cuyos nudos hice y deshago gracias al hilo imaginario del que provienen.
Me voy con una concepción nueva del ser y del tiempo. Nueva para mí… distinta de la que traje… transmitida por vos: una luminosa comprensión de la contingencia, del azar y la apertura por definición de cualquier futuro real-posible –frente al futuro expectativa, que tanto puede pecar de temeroso como de ilusoriamente ilusionante. He aquí un verdadero don del análisis: la vivencia de la libertad al nivel del imaginario; la capacidad ejercitada y ahora desarrollada de mirar hacia adelante y verdaderamente ver poco, o casi nada… ver que no veo una imagen clara, sino una mezcla de deseos posibles y circunstancias esperadas, pero sabiendo que no están allí, ya, esperando. Y en ese saber, ser libre. Libre del peso de un ilusorio temor concreto que podría no ser; libre de una ilusión temerosa de fracasar,  cuando toda ilusión no es más que deseo ansioso, pero nunca realidad asegurada.
El don de la ceguera respecto del futuro que es apertura existencial a las múltiples reales posibilidades que puedo tanto desear, querer ver reales, como puedo poner entre paréntesis, sabiendo que para la realidad con mi solo deseo no alcanza. Y sin embargo, es esa deflación del poder ciego del deseo lo que mejor le viene a mi ser deseante. Otra liberación más: la de no culparme ya si con el deseo no alcanza. Ahora sé que como dueña de mi deseo solo soy dueña de la experiencia de mi dirección y mi potencia… pero después viene el mundo, el mundo y su materialidad; el mundo y sus otros-yo que pueden o no acompañar mi deseo… que pueden o no, no por mí, ni por mi culpa, sino por su propio lidiar con el relato que los hace, un relato otro, distinto, y que son el azar y las circunstancias los que los intersectan con el mío.
Por eso no hay lugar real para la tragedia. Porque ya no hay héroes o víctimas, sino un pequeño sabio reconocer que es en un frágil ahora, que se extiende esperanzado en el tiempo, en el que siempre me encuentro.
Hay más lugar para una comedia, que es reír irrespetuosamente frente a lo trágico y no reconciliación para con mis circunstancias. No, no se trata de aceptar que solo hay lo que hay: se trata de mirar detenidamente, estudiar lo que hay, descubrir donde estoy insuflando tragedia a lo que es dificultad o azar, y dejar de soplar para poder actuar.
Otro don del análisis: el de la risa contra uno mismo. La caída de un insufrible género de la seriedad sacra de la vida para encontrar liberadoramente lo menor, lo irrisorio, lo gracioso de todo drama. ¿Se ha tematizado suficientemente el valor curativo de la risa en el análisis? Nosotras, I., nos hemos reído realmente mucho: reírse en el trabajoso deshacer y rehacer de la neurosis. Don poderoso del análisis: faltarle el respeto a la propia neurosis: esa distancia crítica que el análisis permite y que la risa posible señala como distancia-desplazamiento, como distancia ya transitada.
No me alcanza el tiempo para terminar de decir, de escribir, todo lo que el análisis pudo conmigo, todo lo que me pasó en terapia, todo lo que juntas hicimos en mí, en estos siete años.
Y aunque la distancia analista-analizada ha impedido que yo te conozca como vos me conocés a mí, no por eso ha impedido que yo te conozca como desde mi lugar de activa paciente he podido. He recogido en silencio, con esmero pero sin apuro, con cuidado y sin invadirte, pequeños signos de quién sos. Te he escuchado filo-kirchnerista en algún comentario al pasar, entre un abrir y cerrar de puertas, antes siquiera de que “kirchnerismo” fuera para mí algo para tener en cuenta. Fuiste una de las primeras personas a través de las cuales alcancé una precaria conciencia frente a la posibilidad de identificación que en ese comentario al pasar me brindaste. Pude también percibir a través de tus palabras y algunos de tus escritos tu vigente y rabiosa decepción para con un Perón-Padre masacrando a sus hijos.
Pude verte como modelo de una actitud menos inhabilitante frente a las miserias del mundo académico que ahora, por ello, puedo elegir no elegir.
Pude verte padecer la muerte de (…)[1] el día que me pediste disculpas por cancelar una sesión y te sentiste en la necesidad de aclarar la razón tremenda que lo justificaba. Recuerdo que me lo contaste mientras te estabas aun acomodando en la silla para iniciar la sesión… que lo dijiste y te llevaste tu taza de té a la boca para tapar, probablemente, el gesto de dolor indisimulable que se desplazó como invasión incontrolable de lágrimas que controlaste al fin en tus ojos. Recuerdo no saber qué decir: ¿qué se le dice a la propia analista que cuenta que está padeciendo semejante pérdida?
Lo que en ese momento fue sentir que no podía ni decir ni hacer nada para consolarte como a un ser querido o una amiga que pierde a (…), ha esperado al día de hoy para ser un poder hacer: un efectuar esta transgresión de escribirle una íntima carta a mi analista. El abrazo que quise pero no pude darte ese día, I. querida, es hoy abrazo-carta, abrazo-palabra, abrazo-escritura, que elige este momento de interrupción de la terapia para volverse al final de estas líneas abrazo-cuerpo, abrazo-agradecimiento, abrazo-alegría por estos siete años de acompañarnos mutuamente en tu ser analista y mi ser analizada.
Gracias.
María Inés




[1] Preservo la intimidad de mi analista y de nuestro momento no mencionando la persona en cuestión.