viernes, 19 de diciembre de 2014

La otra fidelidad, o mejor: Serle fiel a quien se ama


La idea de fidelidad, la palabra misma, aparece atávicamente vinculada a la exclusividad sexual. “Ser fiel” es estar en una relación monógama prometiendo a otro que no habrá otro –otro otro. No habrá un tercero. Que la sexualidad propia es del compañero/a. Que el deseo sexual solo se orientará a la pareja o que, llegado el caso, el deseo sexual que emerja como dirigido a un otro otro será reprimido.
Quienes asumen la fidelidad en la pareja como eso viven la fantasía de que, en el fondo, no emergerá un deseo por un tercero. En el fondo, desean que el deseo no sea nunca por un tercero y creen que es posible. Pero, si no es posible, desean que el otro reprima su deseo. Es decir, deseo de primero orden: “Que mi otro no desee”. Por default, deseo de segundo orden: “Que el otro no realice su deseo”. El orden de los deseos decrece en términos del realismo del sujeto.
Ahora bien, otros, otros otros, que también viven el amor de a dos, sin embargo creen que pedir al otro que se reprima es un mandato egoísta –de quién lo pide, claro. Más que egoísta, o a la par, creen que “se ama en libertad o no se ama”. Es decir, eligen creer que el amor es el deseo de vivir juntos la libertad: vos la tuya, yo la mía, pero juntos.
Quienes asumen la no-fidelidad en la pareja como eso viven la fantasía de que, en el fondo, el deseo que emerja en el otro por un tercero, y que el otro elija libremente realizar o no, no significará necesariamente que mi otro ya no me ame. Es más, la fantasía se articula con la fantasía complementaria de que “porque lo dejo ser libre, me amará más” o “el amor durará más”. Por eso he escuchado decir algo así como “sí, claro, somos sexualmente libres como pareja, pero el límite es tener una relación paralela.” La fantasía de fondo es que la libertad otorgada o reconocida (la diferencia existe; cuán sutil sea, habría que pensarlo) aumentaría la capacidad pulmonar de la vida del amor: nadie se ahoga y él/ella me amará un poco más (¿en el tiempo? ¿en el modo?)
¿Qué puedo decir yo de esto? Que no sé. Que lo que sí sé, observo, antropo-existencialmente, es que fantasía y amor van de la mano… la fantasía de que el amor durará, permanecerá, más que cualquier límite que sea proyectable.
Una amiga que adoro me ha citado una maravillosa frase de Félix Grande: que del amor es “cierto que viene para irse
(Como nosotros,
como nosotros)"

Pero yo hoy quiero pensar en la otra fidelidad...
(el amor y su reflexión tampoco escapan de los modos de lo otro –ni de la fantasía de que haya algún modo del vivir el amor que conduzca a la felicidad).
una fidelidad o, mejor dicho (porque me gusta más), un modo del ser fiel (“fidelidad” me suena a una palabra tan fría, tan seca… “ser fiel” tiene otro encanto para mí).
Serle fiel a quien se ama.
Un sentido del ser fiel que no sea la pregunta –por sí o por no- de la monogamia y de si es una imposición darle (¿se puede?) al otro la auto-limitación de mi libertad (¿y se puede pedir?) ni si es tan soportable aceptar (¿se puede?) anticipadamente (¿y se puede pedir?) que mi otro con otro otro sea no una posibilidad acechando/a la mano, sino una constatación previa al acto.
No son esas las preguntas que me interesan aquí.
Pienso hoy en un modo de serle fiel a otro por seguir creyendo en su valor, en su rol feliz en la propia vida, en su posibilidad de seguir siendo fuente de amor para mí. Pero no se trata de un ciego optimismo: no tiene nada de acrítico ni es del todo espontáneo.
Es la renovación de una apuesta.
Es la decisión de atribuir realidad a una apariencia porque el otro no es ni puede ser (¡como nosotros!) más que una forma del aparecer.
A veces tiene que ver con defender al otro de nuestro Tanatos. De nuestro impulso de muerte. De nuestro miedo hecho látigo que pretende castigar a otro por verlo como su fuente, su motivo, su razón.
Cruzar la cortina de humo de la neurosis confiando en el-otro-que-amo esperando del otro lado.
Quebrar ese coqueteo, esa danza, entre la aparición, el fantasma y el monstruo.
Y es siempre un salto.
Pero a veces nos espera el milagro de un suelo fértil, de un verde césped húmedo del rocío de la novedad del creer en vos de nuevo.
¿Será que el salto es el de serle fiel a un otro? ¿O será mejor el salto de un serle fiel a mí misma/o, de confiar en la fuerza del amor que aún siento, de elegirme eligiendo?
Como si uno no temiera en espejo… como si el deseo de serle fiel al otro no fuera el deseo escondido, anudado, agazapado, de que el otro me sea fiel a mí: que cuando ve mi aparecer monstruoso, salte y elija creer que los monstruos no existen… que mi aparecer tanático es pasajero… que soy ese Eros del que se enamoró hace un tiempo.
Serle fiel a otro es desear que el otro me sea fiel en esos momentos donde la sexualidad es, pero detalle. Donde si aparece lo sexual es anudado a todo eso no sexual que también somos. Donde la heteosexualidad está más allá de la diferencia hetero/homo: porque claro que siempre seremos, más allá de nuestros genitales, quienes quiera que seamos en la cama, dos sexualidades distintas.
Siempre somos otro con el otro.
Siempre somos otros de nosotros mismos con el otro.
A veces soy mi peor otro con mi otro.
Y el amor es el salto que es suelo. El amor es eso que vibra entre la piel y las venas sintiendo y transmitiendo en un morse profundo, que somos uno con el otro.
Que somos un nosotros.
Uno quiere, desea, necesita, ser fiel a que sea posible ser un nosotros.
Más allá de fantasmas y de monstruos.
Más allá de libertades y represiones.
Más allá de esa imagen baratamente fantástica del amor que cree que su verdad está en su perseverancia.
Como si no fuera en realidad eso otro: el instante denso del ser uno con el otro.
Dejo aquí mi pensar en este otro modo de esa palabra fría y seca - el del serle fiel al otro-que-amo.
Pero dejo al otro que lee, para terminar, una escena que me enseñó –aunque aún estoy digiriendo el potencial abrumador de la verdad observada- lo que estoy tratando de entender en este texto.
Llegamos a San Pedro en dos autos. En uno iba mi hermano mayor y yo. En el otro, mi hermano menor, mi hermana menor, mi mamá y mi cuñada.
Íbamos al velorio de mi abuela Susana, madre de mi padre.
Papá había llegado en micro a San Pedro un poco antes. Nos esperaba en la puerta.
Me bajé primera del auto y fui a abrazar a mi papá. Y lloramos juntos. Abracé a mi padre que había perdido a su madre.
Luego, con tristeza patente, se acercaron uno a uno mis hermanos.
Mamá estaba unos pasos más atrás.
Mientras dejábamos de abrazar a papá, nos abrazábamos entre nosotros, en turnos, nos acompañábamos.
Luego, papá se acercó a mamá. Mamá se estaba acercando también a papá.
Yo observaba el abrazo por venir de marido a mujer de treinta años juntos a la distancia. No mucho, unos metros, pero los suficientes para no oír algo que mi mamá le dijo a mi papá, que estaba de espaldas a mí.
No sé qué le dijo, unos segundo antes de abrazarlo.
Mi mamá tenía en su rostro una expresión difícil de describir: estaba llorando, pero cuando mi papá se acercó, con su cuerpo entregado para ser abrazado por su compañera de toda la vida, algo dijo mi mamá, con sus brazos completamente abiertos para recibirlo, que llenó su rostro de luz entre las lágrimas para recibir a mi papá en una abrazo más intenso, más tremendo que el que nosotros, cada uno de sus hijos, le había dado. Una mezcla de expresiones cuya descripción se me escapa había en esos ojos de mi mamá que hablaban. Compasión y fuerza. Comprensión y apoyo. No sé, no tengo las palabras… como no escuché las palabras. No alcanzan las palabras.
La intensidad palpable del abrazo –por la que juro que en ese momento estaban solos, uno, en el mundo- fue la intensidad de cómo mi papá se entregó a sus brazos… de cómo los brazos, los ojos, el rostro, de mi mamá, recibieron a mi papá como si ese hubiera sido siempre su lugar más profundo, propio, auténtico, suyo, en el mundo.
Ante la muerte, entregarse a los brazos de un otro que ya están abiertos como extensión de esa mirada, esas palabras, que recibieron a mi papá como si pudiera confiar en que estaba a salvo.
A salvo en el cuerpo de otro… en un momento en que fueron uno... nosotros.
Un salto pero no caer, porque está el abrazo del otro.
Ser fiel de este modo refiere al cuerpo, claro, pero no son los explícitos órganos a reprimir o liberar los que tengan nada que ver acá.
Es el don de un cuerpo que abraza. Es el don de un cuerpo que se entrega a un abrazo.

Es un don-de.

Como si no hubiera ningún otro lugar en el mundo –ni siquiera mi cuerpo- para llamar  propio.

lunes, 8 de diciembre de 2014

El principio, el fin y el culo sucio

Se empieza y se termina la vida con el culo sucio.
Hoy quiero pensar qué dice de una vida, digamos, “convencional”, “típica” o “promedio” -una vida que empieza en el típico principio y termina en el probable final- la coincidencia del culo sucio a su inicio y el culo sucio al final.
No me refiero a la expresión “tiene el culo sucio” como metáfora indicadora de que alguien siente culpa, o se siente en deuda, vergonzosa, quizás hasta negadamente, con alguien.
Ese es el durante de la vida.
Pero hay un principio y un final.
Y en ambos, el mismo culo, sucio.
Pero es menos el carácter de “sucio” del culo el que me interesa pensar y más, en cambio, la situación en la cual esa suciedad del culo se encuentra: se trata de un inicio y un final en el que necesito de Otro para limpiar(me) mi culo.
En el alfa y el omega de la vida, no puedo limpiarme el culo yo solo.
La infancia y la vejez, los extremos del ser, devuelven una misma imagen originaria: la de mi dependencia del ot(r)o para limpiarme el o(r)to.[1]
Sospecho que acá, en una imagen tan trivial, obvia, escatológica, grosera, se cifra mucho, bastante, una buena parte de una verdad de la vida: Una verdad que está en el culo y no en la cabeza.
Sospecho también que hay algo de esta verdad orto-originaria detrás, o delante, de los esfuerzos de Judith Butler de pensar una ética levinasiana, una ética de la absoluta desposesión frente a otro, otro ante el cual mi responsabilidad radical surge porque me limpió el culo cuando yo no podía (aunque Levinas pensó lo humano en la cara, ¿podemos pensar lo humano en el culo?) Por eso vivo mi durante de la vida, el “entre” un culo infante sucio y un culo anciano sucio, con la sensación de tener el culo sucio, aunque ahora me lo limpio yo solo.
Hay algo de lo femenino ancestral como figura que limpiará el culo del inicio y el culo del final, que me inspiran a adjetivar el “yo/solo” en masculino, aunque la mano que escribe es la de una mujer… más precisamente, una mujer-tía que hoy le limpió el culo a su sobrina-niña, porque ella no podía.
Hay algo sospechosamente masculino en el durante de la vida en el cual “yo me limpio el culo solo” y lo vivo sintiendo metafórica-existencialmente como teniendo el culo sucio.
¿Por qué y cómo será que la deuda, la culpa irrefrenable, de deber-me a otro en mi existencia pasó a ser figurada en la metáfora del “tener el culo sucio”?
El culo sucio de mis años niños no es naturalmente motivo de vergüenza, ni de deuda: simplemente es. Deviene vergüenza cuando el marco social que demanda que los culos “siempre estén limpios” se instala.
Toda la lógica de la vida social representada por el pasaje de la vivencia espontánea del culo sucio ante otros como mero suceder hacia su sustancialización en marca-como-mancha.
El mundo social es el mundo de los culos obsesivamente limpios que igual se sienten siempre sucios.
No pedí que me traigan a este mundo, pero necesito que alguien me limpie el culo.
No pedí que me lleven de este mundo, pero si me voy, que alguien me limpie el culo.
¿Quién limpiará mi culo cuando yo ya no pueda?
¿Alguien que me esté en deuda?
¿Es el devenir una mano que lava a la otra, o mejor dicho, una mano de un culo sucio lavado, que deviene mano que lava su culo, y el culo luego de otro, que solo no puede, esperando que luego ese culo sucio que solo no podía sea al final la garantía de que en el fin alguien deberá –“me” deberá- lavarme el culo, cuando otra vez, en absoluta asimétrica existencia, yo ya no pueda?
¿Hay que tener culos infantes para lavar para saber que alguien sentirá en algún momento el deber moral de no dejarme, en el fin, con mi vergonzoso culo sucio solo?
¿Está mal sentir el culo sucio, cuando está limpio, cuando ya me ocupo solo de limpiarlo, cuando me auto-sustento la limpieza de mi mierda, solo porque nunca podré borrarme u olvidar que le debo en mis primeros años la limpieza de mi culo a otro?
¿Qué puede haber de más interesante para pensar, acerca del durante de la vida, acerca del sentimiento permanente (por más esfuerzo de negarlo o enfrentarlo) de que todos tenemos sucio el orto?
¿Es el horizonte de mis deudas, de mis culos ancianos por lavar, que no son “mi” culo, pero son “míos” de algún modo, una expectativa a desear postergar, a temer enfrentar, a disponerme solo a soportar?
Como se soporta el durante de la vida con la sensación del culo siempre sucio.
¿Habrá algo que aprehender en la puesta en cuestión de la idea de que la vida sea el trayecto que vivo con un culo que se espera siempre limpio –aunque es un culo que nunca pudo ser sin un otro que, primero, (y en el último después) lo lave?
¿Podríamos dejar de tratar de tener siempre el culo limpio?
¿Podríamos dejar de desear que el otro tenga siempre el culo limpio?
¿Qué une y qué distingue –cuál la diferencia ontológica- entre ese otro al que demando la pureza que me demando, y ese otro que me limpió, que me limpiará, cuando yo no pude, cuando yo ya no pueda?
¿Se cifrará allí la originaria mayúscula del Otro? ¿Se cifrará allí el olvido al que sometemos al otro en minúsculas, con el cual lo construimos, bajo la sombra de un Yo que por quererse mayúsculo y primero olvida que primero, al principio, en el origen, solo no podía ni lavarse el culo?
¿Podrá el interjuego entre la mayúscula que se olvida y niega, y la minúscula que se impone y recuerda, ofrecerle al yo que piensa en minúscula su existencia, un atisbo de la verdad que le espera en un final que será el mismo principio, la verdad cuyo pretendido desconocimiento ensucia metafóricamente, en el durante constante de la vida, ese culo que obsesivamente volvemos, una y otra vez, a tratar –imposiblemente- de limpiar?



[1] ¿No les parece fascinante esta pequeña alteración del lugar de la “r” y todo el cambio que produce en términos de significación?