La idea de
fidelidad, la palabra misma, aparece atávicamente vinculada a la exclusividad
sexual. “Ser fiel” es estar en una relación monógama prometiendo a otro que no
habrá otro –otro otro. No habrá un
tercero. Que la sexualidad propia es del compañero/a. Que el deseo sexual solo
se orientará a la pareja o que, llegado el caso, el deseo sexual que emerja
como dirigido a un otro otro será
reprimido.
Quienes
asumen la fidelidad en la pareja como eso viven la fantasía de que, en el
fondo, no emergerá un deseo por un tercero. En el fondo, desean que el deseo no
sea nunca por un tercero y creen que es posible. Pero, si no es posible, desean
que el otro reprima su deseo. Es decir, deseo de primero orden: “Que mi otro no
desee”. Por default, deseo de segundo orden: “Que el otro no realice su deseo”.
El orden de los deseos decrece en términos del realismo del sujeto.
Ahora bien,
otros, otros otros, que también viven el amor de a dos, sin embargo creen que
pedir al otro que se reprima es un mandato egoísta –de quién lo pide, claro.
Más que egoísta, o a la par, creen que “se ama en libertad o no se ama”. Es
decir, eligen creer que el amor es el deseo de vivir juntos la libertad: vos la
tuya, yo la mía, pero juntos.
Quienes
asumen la no-fidelidad en la pareja como eso viven la fantasía de que, en el
fondo, el deseo que emerja en el otro por un tercero, y que el otro elija
libremente realizar o no, no significará necesariamente que mi otro ya no me
ame. Es más, la fantasía se articula con la fantasía complementaria de que “porque
lo dejo ser libre, me amará más” o “el amor durará más”. Por eso he escuchado
decir algo así como “sí, claro, somos sexualmente libres como pareja, pero el
límite es tener una relación paralela.” La fantasía de fondo es que la libertad
otorgada o reconocida (la diferencia existe; cuán sutil sea, habría que
pensarlo) aumentaría la capacidad pulmonar de la vida del amor: nadie se ahoga
y él/ella me amará un poco más (¿en el tiempo? ¿en el modo?)
¿Qué puedo
decir yo de esto? Que no sé. Que lo que sí sé, observo,
antropo-existencialmente, es que fantasía y amor van de la mano… la fantasía de
que el amor durará, permanecerá, más que cualquier límite que sea proyectable.
Una amiga que
adoro me ha citado una maravillosa frase de Félix Grande: que del amor es “cierto
que viene para irse
(Como nosotros,
como nosotros)"
Pero yo hoy
quiero pensar en la otra fidelidad...
(el amor y su
reflexión tampoco escapan de los modos de lo otro –ni de la fantasía de que
haya algún modo del vivir el amor que conduzca a la felicidad).
una fidelidad
o, mejor dicho (porque me gusta más), un modo del ser fiel (“fidelidad” me
suena a una palabra tan fría, tan seca… “ser fiel” tiene otro encanto para mí).
Serle fiel a
quien se ama.
Un sentido
del ser fiel que no sea la pregunta –por sí o por no- de la monogamia y de si
es una imposición darle (¿se puede?) al otro la auto-limitación de mi libertad
(¿y se puede pedir?) ni si es tan soportable aceptar (¿se puede?) anticipadamente (¿y se puede pedir?) que mi
otro con otro otro sea no una
posibilidad acechando/a la mano, sino una constatación previa al acto.
No son esas
las preguntas que me interesan aquí.
Pienso hoy en
un modo de serle fiel a otro por seguir creyendo en su valor, en su rol feliz
en la propia vida, en su posibilidad de seguir siendo fuente de amor para mí.
Pero no se trata de un ciego optimismo: no tiene nada de acrítico ni es del
todo espontáneo.
Es la
renovación de una apuesta.
Es la decisión
de atribuir realidad a una apariencia porque el otro no es ni puede ser (¡como
nosotros!) más que una forma del aparecer.
A veces tiene
que ver con defender al otro de nuestro Tanatos. De nuestro impulso de muerte.
De nuestro miedo hecho látigo que pretende castigar a otro por verlo como su
fuente, su motivo, su razón.
Cruzar la
cortina de humo de la neurosis confiando en el-otro-que-amo esperando del otro
lado.
Quebrar ese
coqueteo, esa danza, entre la aparición, el fantasma y el monstruo.
Y es siempre
un salto.
Pero a veces
nos espera el milagro de un suelo fértil, de un verde césped húmedo del rocío
de la novedad del creer en vos de nuevo.
¿Será que el
salto es el de serle fiel a un otro? ¿O será mejor el salto de un serle fiel a
mí misma/o, de confiar en la fuerza del amor que aún siento, de elegirme
eligiendo?
Como si uno
no temiera en espejo… como si el deseo de serle fiel al otro no fuera el deseo
escondido, anudado, agazapado, de que el otro me sea fiel a mí: que cuando ve
mi aparecer monstruoso, salte y elija creer que los monstruos no existen… que
mi aparecer tanático es pasajero… que soy ese Eros del que se enamoró hace un
tiempo.
Serle fiel a otro
es desear que el otro me sea fiel en esos momentos donde la sexualidad es, pero
detalle. Donde si aparece lo sexual es anudado a todo eso no sexual que también
somos. Donde la heteosexualidad está más allá de la diferencia hetero/homo:
porque claro que siempre seremos, más allá de nuestros genitales, quienes
quiera que seamos en la cama, dos sexualidades distintas.
Siempre somos
otro con el otro.
Siempre somos
otros de nosotros mismos con el otro.
A veces soy
mi peor otro con mi otro.
Y el amor es
el salto que es suelo. El amor es eso que vibra entre la piel y las venas
sintiendo y transmitiendo en un morse profundo, que somos uno con el otro.
Que somos un
nosotros.
Uno quiere,
desea, necesita, ser fiel a que sea posible ser un nosotros.
Más allá de
fantasmas y de monstruos.
Más allá de
libertades y represiones.
Más allá de
esa imagen baratamente fantástica del amor que cree que su verdad está en su
perseverancia.
Como si no
fuera en realidad eso otro: el instante denso del ser uno con el otro.
Dejo aquí mi
pensar en este otro modo de esa palabra fría y seca - el del serle fiel al
otro-que-amo.
Pero dejo al
otro que lee, para terminar, una escena que me enseñó –aunque aún estoy digiriendo el potencial
abrumador de la verdad observada- lo que estoy tratando de entender en este texto.
Llegamos a
San Pedro en dos autos. En uno iba mi hermano mayor y yo. En el otro, mi
hermano menor, mi hermana menor, mi mamá y mi cuñada.
Íbamos al
velorio de mi abuela Susana, madre de mi padre.
Papá había
llegado en micro a San Pedro un poco antes. Nos esperaba en la puerta.
Me bajé
primera del auto y fui a abrazar a mi papá. Y lloramos juntos. Abracé a mi
padre que había perdido a su madre.
Luego, con
tristeza patente, se acercaron uno a uno mis hermanos.
Mamá estaba
unos pasos más atrás.
Mientras
dejábamos de abrazar a papá, nos abrazábamos entre nosotros, en turnos, nos
acompañábamos.
Luego, papá
se acercó a mamá. Mamá se estaba acercando también a papá.
Yo observaba
el abrazo por venir de marido a mujer de treinta años juntos a la distancia. No
mucho, unos metros, pero los suficientes para no oír algo que mi mamá le dijo a
mi papá, que estaba de espaldas a mí.
No sé qué le
dijo, unos segundo antes de abrazarlo.
Mi mamá tenía
en su rostro una expresión difícil de describir: estaba llorando, pero cuando
mi papá se acercó, con su cuerpo entregado para ser abrazado por su compañera
de toda la vida, algo dijo mi mamá, con sus brazos completamente abiertos para
recibirlo, que llenó su rostro de luz entre las lágrimas para recibir a mi papá
en una abrazo más intenso, más tremendo que el que nosotros, cada uno de sus
hijos, le había dado. Una mezcla de expresiones cuya descripción se me escapa
había en esos ojos de mi mamá que hablaban. Compasión y fuerza. Comprensión y
apoyo. No sé, no tengo las palabras… como no escuché las palabras. No alcanzan
las palabras.
La intensidad
palpable del abrazo –por la que juro que en ese momento estaban solos, uno, en
el mundo- fue la intensidad de cómo mi papá se entregó a sus brazos… de cómo
los brazos, los ojos, el rostro, de mi mamá, recibieron a mi papá como si ese
hubiera sido siempre su lugar más profundo, propio, auténtico, suyo, en el
mundo.
Ante la
muerte, entregarse a los brazos de un otro que ya están abiertos como extensión
de esa mirada, esas palabras, que recibieron a mi papá como si pudiera confiar
en que estaba a salvo.
A salvo en el
cuerpo de otro… en un momento en que fueron uno... nosotros.
Un salto pero
no caer, porque está el abrazo del otro.
Ser fiel de
este modo refiere al cuerpo, claro, pero no son los explícitos órganos a
reprimir o liberar los que tengan nada que ver acá.
Es el don de
un cuerpo que abraza. Es el don de un cuerpo que se entrega a un abrazo.
Es un don-de.
Es un don-de.
Como si no
hubiera ningún otro lugar en el mundo –ni siquiera mi cuerpo- para
llamar propio.
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