lunes, 2 de febrero de 2015

Sobre la docencia como modo de la interlocución profunda


A mis alumnos y mis docentes

O sobre la interlocución profunda como docencia.

Sí, claro: la docencia es una forma de la interlocución profunda. http://barthesiana.blogspot.com.ar/2013/11/la-interlocucion-profunda.html

Me encuentro con una amiga preparando el programa de un seminario que queremos dictar juntas. Un seminario libre, deseado. Surge la inquietud de la posibilidad de un alumno que nos inhiba, que busque deliberadamente mostrarnos la falta, lo que no sabemos. Sí, claro, el docente también puede temer enfrentar a sus alumnos. La respuesta tranquilizadora es que en nuestra situación de especialistas no me caben dudas de nuestra sobrecalificación respecto de los contenidos a transmitir. Ha sido mi experiencia en mis primeras clases como docente en la Facultad de Filosofía y Letras. No hay chance de que el espacio del aula alcance para transmitir todo lo que se ha leído, escrito, pensado, trabajado. Esa sobrecalificación, que incluso puede ser un obstáculo en la transmisión, es un resultado de la carrera académica que está detrás de una, tal cual como se hace y se vive actualmente.

Pero mejor aún, la inquietud-temor se troca por la afirmación de la posibilidad de que el alumno en cambio traiga la interlocución deseada: que me ayude a pensar, que piense conmigo. Que escuche mis preguntas y las haga suyas, o que al menos las vea válidas, plausibles, legítimas, interesantes, relevantes. Que piense conmigo. Yo espero que piense conmigo como el alumno espera que yo piense con él, que lo sorprenda, que lo movilice, que le genere una reacción en lo más profundo de su cuerpo –en ese no lugar en el que está su pensamiento. Que le descontracture el cerebro. Que le dé ganas, la necesidad misma, de ir a leer y escribir. A buscar y a producir.

Es que justamente la inquietud-temor yerra aquello a pensar. Hay un absurdo, nefasto, aburrido error en aceptar la primacía de los contenidos por sobre el individuo que los recibe. Lo relevante es la transmisión como formación, como interlocución, no como depósito compacto de un todo empaquetado que se colocaría en algún supuesto lugar vacío, vacante.

De lo que se trata es de traer algo al habla, a la escena de la interlocución, algo que nos haga hacer masa uno con otro y eso. Una especie de feliz triangulación inmaterial. Algo que cree el campo magnético que desde dos lugares distintos (yo-docente y tú-alumno) se genere entre nosotros.

Ser dos imanes en puja, en atracción, deseando colisionar y ser uno. En una yuxtaposición creativa que retenga las individualidades pero que también transforme. Que mueva un cuerpo y por eso lo cambie, sin que deje de ser el mismo. El suyo y el mío.

Esto me conduce a pensar en las figuras de docentes. Figuras que he visto, analizado, disfrutado o padecido a lo largo de mi formación.

Existe el docente que busca, desea, propone, performa, protege, estimula, cuida y así, enseña la interlocución profunda. Aquel que vive la pasión por el contenido primero como pasión por el alumno. El docente que no se olvida que fue alumno. Retiene esa experiencia precautoriamente: “Yo sé lo que fue estar ahí.” Y ese recuerdo, esa experiencia retenida, esa precaución lo alimentan para intentar dar lo que deseaba recibir y para evitar dar lo que odiaba recibir.

También existe el docente que solo busca audiencia, público, que se fascine con él. Que sale de su casa para solo hablar frente a otros. El docente que habla solo. El que ama escucharse a sí mismo. El que tiene un secreto y miserable entusiasmo en sentir que su lengua no se comprende por elevada, excelsa, sofisticada. Por lo general camina vertiginosamente frente al alumno con la pose típica de la mano en la pera, con la mirada por encima de la altura de sus ojos, retaceando al alumno el ser mirado, el contacto visual. Extasiado en asimetría. Este fue alumno pero se ha olvidado. O peor. Quizás fue el alumno que solo deseó el poder de la autoridad por sí mismo, como fuerza, no como potencia o creación. El que solo deseó cambiar de lugar para ejercer un pequeño y mísero poder.

Otra figura es la del docente que transmite la inhibición de la nota al pie, el pánico a la referencia, la obsesión por la bibliografía, la expectativa del referato como tragedia. Es el que enseña a temer pensar. El que comunica la paranoia de la mirada omnisciente de la academia y mata la posibilidad de pensar la falta como móvil hacia la profundidad de la reflexión. El antisocrático por antonomasia.

Es cierto que también hay que cuidarse de los alumnos, de sus expectativas –y casi deseo- de ser sometidos, dominados, castigados. Deseo de que el docente haga masa con él pero en la confirmación de su masoquismo quasi infantil o adolescente, entre otras formas de las fantasías maternales o paternas que puede traer al aula.

Cuidarlo también de que se tome demasiado en serio lo que una, cuando fue alumna, se tomó demasiado en serio. Ahorrarle la angustia y la frustración, aunque sea una parte. Enseñarle el juego de la transmisión. Enseñarle las reglas como estrategias más que como ley-prohibición.

El docente en interlocución profunda puede reconocer el poder que se tiene solo por la geopolítica del aula y abrazarlo para potenciar, moldear, transformar con el cuidado del que ama, del que protege, del que abre la puerta a un mundo como invitación, previniendo al invitado de que no todo es fiesta. Pero que la hay. Y no dónde ni cómo la espera.

Enseñarle a esperar. Enseñarle a no desesperar. El pensamiento demanda tiempo.

La interlocución profunda es transferencia, es amor, con su maravilla que suspende el tiempo y su devenir azaroso que puede arrasar.

La docencia como interlocución profunda demanda la responsabilidad amorosa de la transferencia como transformación. La autovigilancia del propio poder otorgado por la institución-ley.

La universidad puede ser hogar, aventura, feliz odisea. Pero también puede ser hoguera, tortura y lamentable cicatriz.

El docente tiene el poder y la responsabilidad de cargar o no los dados de la apuesta. Sabemos que los dados ya vienen suficientemente cargados. Liberarse de la propia carga innecesaria de su -si está ahí- feliz apuesta es lo que cada nuevo alumno le ofrece. Porque le ofrece la renovación de la fe en la apuesta hecha. Le puede decir o mostrar que sí, tuvo sentido.

El sentido que empieza y termina en la escena de la docencia.

En el campo magnético-vivificante.

En la vida alegre de la letra.

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