A mis alumnos y mis
docentes
O sobre la interlocución profunda como docencia.
Sí, claro: la docencia es una forma de la interlocución
profunda. http://barthesiana.blogspot.com.ar/2013/11/la-interlocucion-profunda.html
Me encuentro con una amiga preparando el programa de un
seminario que queremos dictar juntas. Un seminario libre, deseado. Surge la
inquietud de la posibilidad de un alumno que nos inhiba, que busque
deliberadamente mostrarnos la falta, lo que no sabemos. Sí, claro, el docente
también puede temer enfrentar a sus alumnos. La respuesta tranquilizadora es
que en nuestra situación de especialistas no me caben dudas de nuestra sobrecalificación
respecto de los contenidos a transmitir. Ha sido mi experiencia en mis primeras
clases como docente en la Facultad de Filosofía y Letras. No hay chance de que
el espacio del aula alcance para transmitir todo lo que se ha leído, escrito,
pensado, trabajado. Esa sobrecalificación, que incluso puede ser un obstáculo
en la transmisión, es un resultado de la carrera académica que está detrás de
una, tal cual como se hace y se vive actualmente.
Pero mejor aún, la inquietud-temor se troca por la afirmación
de la posibilidad de que el alumno en cambio traiga la interlocución deseada:
que me ayude a pensar, que piense conmigo. Que escuche mis preguntas y las haga
suyas, o que al menos las vea válidas, plausibles, legítimas, interesantes,
relevantes. Que piense conmigo. Yo espero que piense conmigo como el alumno
espera que yo piense con él, que lo sorprenda, que lo movilice, que le genere
una reacción en lo más profundo de su cuerpo –en ese no lugar en el que está su
pensamiento. Que le descontracture el cerebro. Que le dé ganas, la necesidad
misma, de ir a leer y escribir. A buscar y a producir.
Es que justamente la inquietud-temor yerra aquello a pensar.
Hay un absurdo, nefasto, aburrido error en aceptar la primacía de los
contenidos por sobre el individuo que los recibe. Lo relevante es la
transmisión como formación, como interlocución, no como depósito compacto de un
todo empaquetado que se colocaría en algún supuesto lugar vacío, vacante.
De lo que se trata es de traer algo al habla, a la escena de
la interlocución, algo que nos haga hacer masa uno con otro y eso. Una especie
de feliz triangulación inmaterial. Algo que cree el campo magnético que desde
dos lugares distintos (yo-docente y tú-alumno) se genere entre nosotros.
Ser dos imanes en puja, en atracción, deseando colisionar y
ser uno. En una yuxtaposición creativa que retenga las individualidades pero
que también transforme. Que mueva un cuerpo y por eso lo cambie, sin que deje
de ser el mismo. El suyo y el mío.
Esto me conduce a pensar en las figuras de docentes. Figuras
que he visto, analizado, disfrutado o padecido a lo largo de mi formación.
Existe el docente que busca, desea, propone, performa,
protege, estimula, cuida y así, enseña la interlocución profunda. Aquel que
vive la pasión por el contenido primero como pasión por el alumno. El docente
que no se olvida que fue alumno. Retiene esa experiencia precautoriamente: “Yo
sé lo que fue estar ahí.” Y ese recuerdo, esa experiencia retenida, esa
precaución lo alimentan para intentar dar lo que deseaba recibir y para evitar
dar lo que odiaba recibir.
También existe el docente que solo busca audiencia, público,
que se fascine con él. Que sale de su casa para solo hablar frente a otros. El
docente que habla solo. El que ama escucharse a sí mismo. El que tiene un
secreto y miserable entusiasmo en sentir que su lengua no se comprende por
elevada, excelsa, sofisticada. Por lo general camina vertiginosamente frente al
alumno con la pose típica de la mano en la pera, con la mirada por encima de la
altura de sus ojos, retaceando al alumno el ser mirado, el contacto visual.
Extasiado en asimetría. Este fue alumno pero se ha olvidado. O peor. Quizás fue
el alumno que solo deseó el poder de la autoridad por sí mismo, como fuerza, no
como potencia o creación. El que solo deseó cambiar de lugar para ejercer un
pequeño y mísero poder.
Otra figura es la del docente que transmite la inhibición de
la nota al pie, el pánico a la referencia, la obsesión por la bibliografía, la
expectativa del referato como tragedia. Es el que enseña a temer pensar. El que
comunica la paranoia de la mirada omnisciente de la academia y mata la
posibilidad de pensar la falta como móvil hacia la profundidad de la reflexión.
El antisocrático por antonomasia.
Es cierto que también hay que cuidarse de los alumnos, de
sus expectativas –y casi deseo- de ser sometidos, dominados, castigados. Deseo
de que el docente haga masa con él pero en la confirmación de su masoquismo
quasi infantil o adolescente, entre otras formas de las fantasías maternales o
paternas que puede traer al aula.
Cuidarlo también de que se tome demasiado en serio lo que
una, cuando fue alumna, se tomó demasiado en serio. Ahorrarle la angustia y la
frustración, aunque sea una parte. Enseñarle el juego de la transmisión. Enseñarle
las reglas como estrategias más que como ley-prohibición.
El docente en interlocución profunda puede reconocer el
poder que se tiene solo por la geopolítica del aula y abrazarlo para potenciar,
moldear, transformar con el cuidado del que ama, del que protege, del que abre
la puerta a un mundo como invitación, previniendo al invitado de que no todo es
fiesta. Pero que la hay. Y no dónde ni cómo la espera.
Enseñarle a esperar. Enseñarle a no desesperar. El
pensamiento demanda tiempo.
La interlocución profunda es transferencia, es amor, con su
maravilla que suspende el tiempo y su devenir azaroso que puede arrasar.
La docencia como interlocución profunda demanda la
responsabilidad amorosa de la transferencia como transformación. La
autovigilancia del propio poder otorgado por la institución-ley.
La universidad puede ser hogar, aventura, feliz odisea. Pero
también puede ser hoguera, tortura y lamentable cicatriz.
El docente tiene el poder y la responsabilidad de cargar o
no los dados de la apuesta. Sabemos que los dados ya vienen suficientemente
cargados. Liberarse de la propia carga innecesaria de su -si está ahí- feliz
apuesta es lo que cada nuevo alumno le ofrece. Porque le ofrece la renovación
de la fe en la apuesta hecha. Le puede decir o mostrar que sí, tuvo sentido.
El sentido que empieza y termina en la escena de la
docencia.
En el campo magnético-vivificante.
En la vida alegre de la letra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario