jueves, 26 de diciembre de 2019

Amar como una niña

Hace un tiempo ya largo que vengo pensando en la presencia de la niñez en la vida adulta o, como alguna vez le escuché decir a Butler en una clase sobre psicoanálisis, en que “nunca superamos la niñez”.

Creo que el psicoanálisis tiene razón en eso. Creo que la vida adulta es una imposición y una impostura que fracasa continuamente porque la infancia que somos retorna una y otra vez a bombardear los cimientos de nuestras supuestas seguridades.

Pero aunque tengo varias reflexiones formándose alrededor de estas ideas hace rato, hoy pensaba en particular en que yo, cuando amo, amo como una niña.

Hay una tierna y peligrosa inocencia, credulidad, que se instala en mí cuando amo. Un optimismo de lo que el amor será que solo puede explicarse por lo poco defraudada que fui en mi infancia por aquellxs que me criaron, me formaron, me amaron: heredé de esa época como una estructura de mi mente y de mi carne la expectativa de ser feliz en el amor. O peor aún, se me asoció la idea del amor a la de la plenitud vivida. La idea de que el amor te llena, te abraza, te protege -claro que para la heterosexualidad o el amor romántico podríamos acá linkear con la idea de “media naranja”, el amor que te completa… seguramente eso esté en juego también pero eso es un resto de mi adolescencia y mi autocultivado romanticismo, no de mi infancia.

Me refiero a un amor de niña que no se protege de lxs otrxs, justamente porque no me vi en la necesidad de hacerlo en mis primeros años. Un amor de niña que no tiene que pedir el afecto porque ya está dado, que no tiene que reclamar atención o cuidado, porque son un dato, un  don, casi el paisaje natural en que se ríe, sueña y juega.

Claro que estoy describiendo una infancia que es mía y en la que otrxs probablemente no se reconozcan. Claro que, además, hay que sospechar de las idealizaciones de la infancia y visibilizar cuántas infancias son terribles, solitarias, tortuosas, vividas como abandono o falta. Lo tengo claro. Pero no es mi caso. Yo llevo a mis vínculos el problema contrario: no el de la espontánea autodefensa frente a la vivencia de agresión, la violencia o la desidia de mis cuidadores primarios, sino la desmedida entrega frente a la vivencia de que estaré con lxs otrxs a salvo. Y en ese sentido, aunque suene paradójico, la desprotegida en la adultez soy yo que instalo con/en quienes amo un sentido de mundo que no es necesariamente el de ellxs.

No todxs amamos del mismo modo. Pensar una escala de valor para los modos de amar probablemente sea entre imposible y absurdo. Cada cual ama como puede. “Amar como puedo” no te desresponsabiliza de cómo lastimás con tus límites. Pero es cierto que en el amor nos damos lo que tenemos y lo que nos falta: a la escena del amor llevamos las herramientas y los agujeros, las habilidades y las cegueras, esa combinación de potencia e impotencia que todxs somos.

[Teléfono para mi analista: reviso el texto y donde quise escribir “escena del amor” puse “amo” en vez de “amor”: ¿habrá quienes hemos incorporado la idea de un amoroso amo?]

De hecho, el aprendizaje más interesante filosóficamente y doloroso existencialmente que he hecho en mis historias de amor ha sido el de que con el amor no alcanza, el de que cuando el otro (¿o yo? ¿o lxs dos?) algo no puede -hacer, dar, lo que sea- el vínculo se puede terminar, sin que el amor se haya terminado.

¿Cómo que el amor no lo puede todo? -recuerdo una canción de la iglesia: “El amor todo lo puede, el amor es servicial… si yo, no tengo amor, yo nada soy, Señor.”

No, el amor no lo puede todo porque no hay amor sin nosotrxs, y nosotrxs no lo podemos todo. Fuerte este reconocimiento. Separarse amando pero no poder seguir juntos. Eso no me lo esperaba… quizás porque también en mi infancia quienes me amaron parecían poderlo todo y me estimularon -muy productivamente, hay que decir- a creer que yo lo podía todo.

Pero no. No se puede todo. Y esa es otra cosa que la gente sabe en la vida en distintos momentos. De nuevo, hay quienes fueron criadxs de modo que se les grabara a fuego el límite de lxs otrxs para amarlxs, para cuidarloxs, para protegerlxs. Hay crianzas que hacen del límite una verdadera escena obscena para con sus hijxs. Me refiero al límite que no se sabe manejar pero cuyos estragos son visibles, a veces obvios.

Hay muchos modos de no poder. Hay muchos modos de lidiar con no poder. Como hay muchos modos de amar y de lidiar también.

Miraba ayer unas fotos de mi sobrina Lupe a quien le está tocando también una crianza en la expectativa de la plenitud, la protección, la seguridad, como la mía… recordaba sus ojos llenos de alegría y agradecimiento cuando le regalé hace unos días un hermoso cuadernito y lapicera para que escriba y porque sí, sin motivos para el don/regalo: solo porque la amo. Y recordaba algo que he pensado sobre esa niña en mí que ama al ver las fotos con mis amores pasados en nuestros momentos felices: mi cara de niña feliz, completa, segura, tranquila como aislada de todo posible dolor. Mis ojos, sobre todo: una mirada iluminada como pocas veces he visto… una luz desde el centro de mi cuerpo que se escapa por los ojos iluminándome e iluminando a todo y a todxs. Esos momentos en que soy la mujer más enamorada y la niña más inocente: porque cree, cree profundamente, cree con una fe inquebrantable en que ese amor la hará feliz porque lo siente en ese mismo momento.

Pero la niñez que parece puro suceder en un largo presente sin pasado ni tiempo no te enseña de la contingencia, del cambio que abraza a toda posible sensación de permanencia. Y como para mí el presente de mi infancia era una burbuja donde el mundo giraba alrededor de caras alegres, juegos y regalos, deseos satisfechos, colores y canciones, y mucha gente alrededor custodiando mi vigilia y mi sueño, esos ojos niños enamorados se formaron curiosos, muy capaces de percibir formas, colores, intensidades, pero ciegos al fin de la luz interna o las mareas de oscuridad que también la vida-amando-a-otrxs puede ser.

Mis ojos de niña que ama viven todavía en mi mirada. Se resisten a irse a dormir como lo hacía yo de niña que quería seguir leyendo o jugando. Se resisten a dejar de buscar esos nuevos cuerpos que vengan a poblar la burbuja que se pinchó hace rato. Se resisten a apagarse en la noche del amor esperando que vuelva a ser pronto de día.

Se resisten como la infancia a abandonarnos.

Se vuelven bomba que dinamita la racionalización de lo esperable en el mundo “tal como realmente es”: porque siguen teniendo la fuerza del deseo que se estira hacia el futuro buscando lo que de hecho siempre ha sido su pasado.