domingo, 5 de abril de 2015

Masculinidad y palabra

Me resulta desagradablemente fascinante una cierta relación que no dejo de confirmar en experiencias cotidianas entre la masculinidad y la palabra. Cuando digo “masculinidad” me refiero a un modo de aparecer en el mundo que se me presenta reiterativamente en cuerpos masculinos, en sujetos-hombre. Cuando digo “palabra” me refiero a un particular, específico, característico modo de disponerse a hablar de esos sujetos-cuerpos. Y cuando digo que es una relación que confirmo a reiteración, obviamente no puedo dejar de lado mi formación filosófica y reconocer el carácter inválido de todo proceso confirmatorio, si es que lo pensamos desde el punto de vista de la validez lógica formal-deductiva. Pero lo desagradable y lo fascinante frente a esta experiencia mundana, tan frecuente que parece cotidiana, me provocan mandar a la mierda toda consideración epistemológica y en cambio testimoniar, decir, la reacción reflexiva e irreflexiva, tan mental como corporal, que esta relación que observo-vivo me genera.

Déjenme explicarles en imágenes. Más o menos la situación reiterada es la siguiente: una excusa familiar, social, profesional o laboral me posiciona frente a una masculinidad, que habla conmigo porque quiere o bien comunicarme algo en general, o bien comunicarme algo relativo a la situación que nos encuentra. Por ejemplo, un café con un colega académico; o una entrevista de admisión a una carrera de posgrado; o un diálogo casual-forzado en una fiesta de gente universitaria; o un intercambio académico, otra vez, pero de carácter más institucional. Todas estas escenas son escenas reales en las que me he encontrado. Y en todas ellas el denominador común es que, por razones varias, la masculinidad frente a mí toma la palabra –porque corresponde, porque es su turno, porque debe responder a una interrogación mía- pero toma la palabra para no soltarla. Es decir, no toma la palabra para devolverla o intercambiarla en el modo del diálogo. Toma la palabra para hacerla absolutamente suya. Inicia su aparente “turno” de palabra para volverla monólogo infinito. El momento puntual de palabra que le tocaba en la situación inter-subjetiva lo transforma en eterno presente del devenir de su propio pensamiento traducido a palabras. Es como si un monólogo interno dedicado a nadie que ya vivía en esa masculinidad aprovechara el momento de inter-locución para volverse locución absoluta. Pura palabra propia desplegándose en el placer de escucharse a sí misma. He allí lo que me produce la primera reacción de fascinación: ¿no me digan que no es fascinante observar quasi-antropológicamente, experimentando el ideal imposible de la pura mirada externa des-interesada, a una persona-masculinidad que habla de lo que quiere hablar por minutos y horas, si una lo deja, sin detenerse en ningún momento a considerar que quizás quien lo escucha no encuentra tan interesante lo que dice, o tiene quizás algo que contribuir-objetar al monólogo, o quizás no coincide completamente, o también podría aportar algo iluminador al discurso monolítico que cual paredón se levanta pétreo frente a sus ojos-oídos? Sí, primero me adviene una fascinación… en realidad, porque me identifico contra esta experiencia como una femineidad, como “la” otro, debería reconocer que durante mucho tiempo la fascinación que me advenía era una fascinación agradable: una admiración por quien tomaba la palabra con tanta facilidad y con tanta facilidad no la circulaba, la retenía, la hacía suya, la volvía propiedad privada (la palabra como propiedad privada: ¡qué desopilante absurdo!). Recuerdo haber pasado muchos de mis años admirando las palabras-propiedad de la masculinidad hasta con placer. Bueno, de hecho: ¿no ha consistido en eso mi formación filosófica? ¿No me he entrenado en saciar mi avidez de pensamiento en las fuentes de la más pura masculinidad? ¿No he leído a Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Descartes, Leibniz, Hume, Kant, Hegel, Husserl, Heidegger, Foucault y tantos más como si solo de cuerpos-hombres pudiera brotar el agua del pensamiento a tomar e incorporar? De hecho, este texto –que como todos mis textos se viene gestando en mi cuerpo desde hace un tiempo- encontró un impulso definitivo para pasar a papel preparando una clase de Hegel. Leía al Hegel de “La filosofía de la historia universal” preparando mi clase y, como suele suceder en estas tareas del pensamiento, en algún momento no pude sino pensar en serio en lo que estaba leyendo… pero en realidad me sentí cautivada por la escritura hegeliana que estaba transitando. Y sentí, de nuevo, la fascinación desagradable: primero, o en parte, en el modo de la envidia. ¡Qué envidia escribir así! Pero no se trata de una envidia que desea ser así, transformarse en lo que envidia. Creo que ese es mi principal duelo reciente con la filosofía: yo no quiero eso, eso que admiré, ya no lo quiero. O no así, al menos. Se trata de una envidia por la potente autorización que está plasmada en su escritura: Hegel no tenía la más mínima duda de que podía hablar de lo universal, que podía pensarlo, que podía conocerlo, que podía sistematizarlo y que era él, y nadie más, quien realmente lo entendía. ¡Qué envidia poder creer ese delirio! No pude resistirme a decirle al Hegel muerto de mi texto: “Solo un hombre escribe así”. O mejor dicho, solo una posición masculina frente a la palabra, de absoluta acrítica autorización, de completa falo-auto-centricidad, puede emanar esta escritura. Escribir como si la verdad fuera mía y yo simplemente la desplegara. La ofreciera al mundo. De Hegel a mis masculinidades concretas que inspiran este texto hay un mero paso, y luego más o menos marketing. Los une esa autorización dada: estar autorizados a  hablar así, centrados en el puro-yo, teniendo por totalmente natural (o naturalizado) que de su boca la palabra debe salir a un mundo que está ahí, como yo, sentado para escucharlos fascinado.

Es que justamente lo que ha vuelto mi antigua agradable fascinación en una paulatinamente desagradable fascinación es la captación, la revelación repentina, quizás, de que esa palabra-propiedad que la masculinidad ejerce como un derecho divino (más que humano) demanda, requiere, necesita, para ser, alguna otredad, en lo posible pasiva y, frecuentemente, femenina, que le devuelva en su gesto callado fascinado, en sus ojos abiertos y su boca cerrada, la imagen que es espejo de su autoimagen: la confirmación de su propio carácter de sujeto soberano de palabra fascinante. Es decir, esos monólogos que he presenciado tantas veces lentamente me he encontrado mirándolos qua antropóloga: justamente porque al identificar que, en el fondo, mi supuesto interlocutor está hablando solo, al pasar de los larguísimo minutos no solo mi atención ya no se encuentra estimulada –porque a mí, como a cualquiera, lo estimula el diálogo y el intercambio, no el rol de escucha pasiva- sino que me siento tan extrañada de la escena que puedo dejar de oír para ver, para observar. Mientras el otro produce sin solución de continuidad ruidos con su garganta, cada vez más envalentonado con el valor de su propia idea, de su genialidad, de eso “que nadie ha pensado aún”, “que solo él puede ver”, “que es completamente original”  (acompañado, claro, de “todos antes de mí han estado equivocados”), cada vez más erecto en su propia masturbación lingüística, yo no puedo dejar de sentirme afuera de la escena, dejando mi cuerpo ahí casi por una penosa cortesía, diciendo que “sí” o asintiendo con mi cabeza para que parezca que estoy escuchando, y en cambio tomando nota,  conmigo misma como cómplice-colega, de este espécimen extraño, de esta forma de vida llamativa, que no entiende en lo más mínimo el fenómeno de la intersubjetividad, que parece haber nacido solo en el mundo por un instante –y entonces la pregunta científica es: ¿cómo pudo haber adquirido el lenguaje, fenómeno social e intersubjetivo por excelencia?- y que, para colmo de males, cree que lo que dice es tan importante, tan original, tan valioso, tan único y que lo es porque lo es pero mucho más porque él lo dice, él se dio cuenta, él lo descubrió, etc. Y para peor aún, rara vez la idea misma –que se ha vuelto para mí ya desagradable por el modo mismo en que se me la presenta- tiene una pizca del valor que el sujeto-masculino-solohablante enuncia. Entonces, mi yo antropóloga con mi yo-colega se descostillan de risa en mi diálogo interior por la vehemencia con que este que habla dice dos o tres cosas que pueden valer, pero con esa desopilante y patética convicción de que lo suyo es como descubrir América o la cura para el cáncer. Pero mis dos amigas internas se ríen porque se indignan. Porque se dan cuenta, cada vez más rápidamente, de que la escena no ha sido nunca una invitación a la interlocución sino una imposición de ser testigo de la supuesta genialidad del otro. La propia generosidad del diálogo donada a la oportunidad de la escena se ve traicionada, forzada a convertirse en aplaudidora con el rostro (y la boca bien cerrada) del espectáculo de palabra ultra-autorizada de quien se disfrazó de co-deseante de interlocución por un rato.

Mi respuesta a esta experiencia, que no dejo de vivir, depende de la inversión afectiva que tengo con la masculinidad del caso. A veces finjo interés por un rato, desde el momento en que advierto la trampa, y luego me retiro. Otras, traigo a la escena una contra-propuesta de interlocución verdadera con mis preguntas y comentarios y testeo si el otro acepta la invitación que le hago, y actúo en consecuencia. Otra veces el afecto que le tengo a estas pobres masculinidades patéticas delante mío me decide a jugarle por un rato tolerable al otro su juego: abrir un poco los ojos (para que no sospeche) con la boca cerrada, decir a todo que “sí” o asentir, soportar con paciencia imposible el resto del monólogo y listo. Porque siento que quizás, con estos a los que amo, soportarlos en su delirio sea lo único que puedo darles. Pero luego de soportar esto recorre mi cuerpo una furia contenida transformada en pesadez existencial (una incomunicable tristeza) por la traición reiterada de la trampa de falsa interlocución incluso de aquellos a quienes más quiero.

No sé si hago bien en soportarlos. Sé que denunciar la trampa sería muy doloroso. Para el otro, más que nada: ¿qué masculinidad tan acríticamente asumida quiere enterarse de que ha sido culturalmente engañado por siglos, por los Platones y los Hegels, respecto de su supuesto carácter original o valioso, cuando al fin y al cabo le espera lo mismo que a todos y todas: la igualación democrática de la muerte?

Pero sí he decidido que mi paciencia tiene un límite como lo tiene el tiempo que tengo en esta mi vida finita. Y que no hay más lugar en ella para estas patéticas traiciones.