miércoles, 19 de diciembre de 2018

Sumisa


Después de tres años de quererlo y no poderlo
fue una palabra en boca de un extraño la que me permitió separarme.
Una extraña, en realidad.
No tan extraña: una compañera de investigación.
Me dijo “sumisa” y me rebelé.
Se llamaba Mariela.
Ella y yo volvíamos de un congreso en la ciudad de Córdoba.
De mis tiernos primeros congresos como estudiante aún de filosofía.
Como es usual, dos compañeras que se tienen una cierta simpatía
aunque no una amistad,
se sientan en el micro y conversan en esas horas de viaje de regreso.
¡Claro que fue un viaje de regreso!
Al abrigo de la intimidad de la charla femenina
volví a hacer -porque hacía años que estaba en eso-
el relato de mi drama.
Le conté a la compañera, que se interesó dulce y honestamente por cómo andaba
la crisis del noviazgo.
Le conté todo lo que él me hacía y decía que yo ya no soportaba.
El maltrato, la asfixia,
las peleas, las presiones,
los desacuerdos, las decepciones.
Y todo en el modo trágico del “mirá lo que me hace”
y el no saber qué hacer con eso.
No saber cómo salir.
Saber que hay que salir. Sentir que se quiere huir.
Y no saber cómo hacerlo.
Con los años entendí que una se va yéndose.
No hay un algo que hacer antes. No hay un exacto momento.
Es el irse y punto.
Como la puerta de “La ley” de Kafka,
pero saliendo.
(Siempre que se sale por una puerta se entra a otra cosa).
Relaté el drama y sus imposibilidades.
Conté las miserias y el agobio.
Me lamenté, mostré mi sufrimiento.
Y probablemente también algún “yo no me lo merezco”.
Di detalles, describí escenas,
analicé situaciones, señalé conclusiones evidentes,
todo en el modo del “no puedo”.
Y cuando el río de descarga de malestar ya había sido expectorado,
mi compañera de viaje,
que me había escuchado con calma atención
(era una mujer inteligente pero de cierta timidez,
cierta reserva, pocas pero justas palabras)
tomó la palabra
con su atenta y generosa escucha
retomando el hilo de mi reflexión.
Tiró fuerte de lo que en mi relato se mostraba
 y con una certera amable violencia
me dijo:
“Qué raro lo que me contás, porque no parecés sumisa.”
“Sumisa”.
Esa palabra estalló en mi cara.
Sumisa.
“No parecés sumisa”.
Esa era yo en mi relato: sumisa.
Me lo dijo y me psicoanalizó.
(El día que me separé, poco después, llamé a quien sería por años mi analista y pedí mi primera sesión, algo que hacía meses que quería hacer y no lo hacía “porque no tenía plata”: con la misma “no plata” pagué desde el primer día en adelante. Alguna vez comparé mi gasto en terapia con “el alquiler de mi casa”, aunque en ese momento todavía vivía con mis padres: era otro el hogar que estaba construyendo).
Sumisa.
Escuché esa palabra y entendí con vergüenza todo:
yo era cómplice de mi sufrimiento,
me permitía ser la damisela débil en la torre encerrada.
Sumisa y no lo fui más.
Desde ese momento de claridad,
de ese destello que me devolvió los ojos,
supe que iba a separarme.
Recuerdo volver de la estación de Retiro a mi casa,
donde me encontraría a mi novio,
sabiendo que se había terminado.
Llegué tranquila, casi alegre como siempre,
aunque con una verdad, un secreto muy adentro.
Traía de Córdoba el libro en el cual me habían publicado mi primera ponencia académica.
Lo traía contenta, abrazado.
Se lo mostré a él y me dijo cínica, desmerecedoramente:
“¿Cuánto te lo cobraron?”
Treinta y cinco felices pesos recuerdo haberlo pagado.
Como recuerdo el desprecio que sentí por su mierda en ese momento.
No le contesté nada porque entonces lo supe:
“La próxima vez que peleemos me separo”.
Por eso callé, porque postergué el momento por conveniencia.
No era ese el momento.
La pelea siguiente, así fue.
Lo eché de mi casa, de mi vida,
lo desterré de todo lo que tenía que ver conmigo definitivamente.
La historia no terminó en la insumisión de la sumisa.
El maltratador desencajado me reservó el regalo perverso
de amenazas de suicidio, declaraciones policiales,
un fin de semana entero sumida en la angustia y la bronca
de una última extorsión con la que cobrarme caro mi libertad.
“Sumisa”.
Una palabra dicha por una semi-extraña.
Un significante, un regalo de una persona de paso en mi vida
que en un viaje de regreso
me asestó el golpe auditivo que me regresó a la vida.
Un ruido: sumisa y no hubo vuelta atrás.
Es que a veces las palabras nos liberan,
aunque muchas veces no sean las nuestras.
Palabras ajenas que son las más propias,
las que nos captan,
nos abraz/san.
De repente todo fue comprendido
e incinerado.
Un fuego sacrificial
que expió el crimen de la sumisa,
que resucitó a la mujer que yo era y estaba atrapada.
Palabras que incendian la mente,
que liberan el cuerpo,
que cruzan las puertas de los fantasmas carceleros,
que devuelven la vida y el habla.

El inconsciente es una corriente subterránea en el río de la conciencia


El inconsciente es una corriente subterránea en el río de la conciencia.
No sé si mar o río: pero volumen acuoso en movimiento.
La conciencia es un nombre del modo de vivir en un cuerpo, de ser un cuerpo, de ser en el tiempo.
A mí no deja de sorprenderme ese conocimiento desconocido que somos.
Ese flujo de saber con el que vivimos en lo más profundo,
y sin embargo es eso que no sabemos pero que nos habla.
El inconsciente juega con nosotros a las escondidas
y a las adivinanzas.
Arma escena. Pone signos. Da pistas.
Murmura en los temblores involuntarios de nuestro adentro.
Por eso lo traumático es ganarle la partida:
escuchar con claridad, de repente, eso que nos decía,
eso que de algún modo sabíamos,
eso que entender nos cambia la cara.
La verdad del inconsciente nos desfigura.
Transforma.
Libera pero también mata.
Ilusiones, deseos, proyectos, relatos que éramos sin saberlo.
La acción del inconsciente, en su ser corriente, en su mostrarse y esconderse,
baila la danza del relato.
Esa aventura del lenguaje de la que nos habló Barthes.
El trauma es captar la verdad, el sentido del relato:
ese haz de luz que como una daga
retrospectivamente ilumina -se clava, atraviesa- todos los indicios desparramados.
De repente se hace el sentido, como alguna vez se hizo la luz.
Pero es un modo vergonzante, hiriente, paralizador de la luminosidad.
Es que solo se puede iluminar lo oscuro.
Y lo oscuro vive donde se deja la luz apagada.
Ese obstinado ser de las cosas aunque no haya nadie para verlas.
La risa de esa cosa-verdad que sabe que su existencia
no depende de nuestro conocimiento.
Esos pensamientos que piensan sin que yo los acompañe.
Que transcurren también en el tiempo
y vuelven su argumento, relato.
Entender el tipo de relato que estábamos viviendo,
eso que unió una a una todas las cosas.
Esa trama que es corriente
que se teje en su desplegarse,
hacer onda,
romper olas.
El trauma de deshundir la cabeza del agua,
y dar la desesperada bocanada de aire,
mirando un cielo que es el mismo pero parece nuevo.
Después del sentido traumático del comprender lo in-consciente
ya no nos bañamos dos veces
porque no es el mismo río.
Ya no somos lxs mismos.
Y sin embargo es ahora
que somos nosotrxs
más que nunca.

jueves, 6 de diciembre de 2018

El cuerpo, de nuevo


¿Qué será lo que le hace el agua al cuerpo?
¿Por qué el rutinario hábito de la ducha a veces se siente como una huida 
cuando el agua caliente recorre el cuerpo
y la boca exhala el cansancio, el hastío, el hartazgo?
¿Qué seríamos sin el cuerpo?
Nada. No seríamos sin el cuerpo.
Y a veces lo obvio es lo que menos entendemos.
Escuchar música, ducharse, dejar que el agua abrace con su calor la piel tensa,
la espalda contracturada.
Acariciarse con el jabón como volviendo a un refugio.
Sentirse la piel.
Tocarse con las propias manos.
Esa sensación de novedad de algo tan simple: sentir-se. Tocar-se.
Descansar del agobio. Interrumpir el ritmo cotidiano.
No es la primera vez que escribo sobre el cuerpo, el cansancio, la música, la ducha.
Revivir porque no se vive realmente en el día.
Y el cuerpo.
El cuerpo, de nuevo.
Que pide música. Que pide agua. Que quiere danza. Que quiere pausa.
Que ahora pide escritura.
No transcribe. No traduce.
Escribe. Seduce.
A estos dedos que necesitan seguir tocando ahora el teclado,
decir el cuerpo que son,
el cuerpo que soy,
el cuerpo que somos.
Un cuerpo que es siempre un infante,
siempre demandante,
siempre necesitando, siempre reclamando.
Como nosotros. Como nosotrxs.
Escritura que no es inspiración: es respiración.
También respiramos con las palabras:
el cuerpo respira con las palabras.
Escribe y exhala.
Emana sentido.
No construye. No produce.
Regala palabras.
Dedos y marcas, garganta y aire, contracción y significación.
El cuerpo, de nuevo, que me habla.
Mi cuerpo me habla.
Me pide el agua, el corte, el momento, la escritura, el baile, el descanso.
Que se silencie la interioridad.
Que se calle un poco el mundo de lo diario.
Que le de los minutos, el derecho al tiempo:
el suspenso del agua,
la libertad de la desnudez,
el remanso del sonido que no se emite,
la danza de los dedos,
la musicalidad de la escritura,
el éxtasis de la pausa.
La revolución de por un momento ya no el antes y el después,
ya no la sucesión serial.
El cuerpo exige su tiempo-quietud paradojal
contra lo productivo-laboral-cerebral.
¿Qué tendrán en común ducharse, bailar y escribir
como un modo de esa versión feliz
de la soledad que se siente libertad,
que se siente con el cuerpo
en un modo significante del silencio?

viernes, 16 de noviembre de 2018

Abrazar el desvío


Cuando empecé a leer a Butler, lo primero que sentí fue una resistencia. Una especie de “¿y, entonces, no hay nada que hacer, no hay emancipación?” en mis primeras lecturas de “El género en disputa” y “Cuerpos que importan” requeridas para un seminario de posgrado.

No me gustó. Me rebeló, en cierto modo. Pero en ese rebelarme me reveló otra cosa. Algo de mí misma: mi compromiso subjetivo con una idea de acción como voluntarismo fuerte. Que hacer es cuestión de pensar, evaluar, elegir y decidir. La autonomía como núcleo de mi autocomprensión.

Ese es el núcleo duro de mis creencias y mi constitución subjetiva con el que lidiaré siempre. De distintos modos. Pero reaparece una y otra vez. Como herramienta y prisión.

Me amigué con Butler y quizás la comprendí mejor cuando capté algo que no había entendido en esa primera lectura superficial reactiva mía. Lo capté después de leerla y pensarla mucho. Más aún después de conocerla y discutir con ella.

Ese marco nietzscheano-foucaultiano que venía a deshacerme en mis certezas voluntaristas y encontraba toda la potencia de mi resistencia neurótica -porque el núcleo de mi neurosis es la teleología (o mejor, teo-teleología) y todo lo que supone respecto de qué es ser individuo humano- ese marco era usado por Butler, torcido también (todo uso es torsión) derrideanamente, para señalar esto: no hay subjetividad dada sino que somos constituidos por, y en, el poder y el discurso. Ok. Pero somos constituidos en el modo de la repetición compulsiva, en el marco policial de las normas que se nos impone que reiteremos una y otra vez en tanto ideales a alcanzar (ser “verdadera” mujer, ser “verdadero” hombre). Ideales que son inalcanzables (nadie nunca llega a ser “la” mujer o “el” hombre que el marco patriarcal y heterosexual en el que nos constituimos reclama que seamos, que presenta como únicas opciones). Porque son inalcanzables, siempre estamos en falta, siempre debemos seguir esforzándonos por aproximarnos a ellos. Pero ese “siempre”, esa compulsiva necesidad de seguir repitiendo y seguir fracasando -con más o menos castigo social, pero siempre con alguno- es para Butler el locus, la oportunidad, la potencia posible de un ser diferente de cómo nos quieren los discursos y poderes que nos han hecho. Señalando el fracaso constitutivo de todo acto performativo (tal como lo pensaron Derrida y Shoshana Felman) Butler nos habla de la radical contingencia que somos: lo que se revela es que rebelarse es menos una acción de nuestro ser individual y más una posibilidad que nos puede encontrar en cualquier momento. Porque si no hay nada que seamos, todo “deber ser” que se nos ha inculcado es revisable, modificable.

La libertad que yo siempre busco y añoro se me figuró ahora no como acción soberana sobre el trayecto lineal de mi vida sino como desvío inesperado que abrazar.

Pero primero es el desvío. Y después el abrazarlo.

La Butler que seguí leyendo -por sugerencia explícita de ella- fue la de “Dar cuenta de unx mismx”. Y ahí admití mi derrota. Ahí abracé el desvío que ya me había llegado gracias a mi experiencia de psicoanálisis. Ahí le puse letra de Butler a lo vivido mucho antes: el duelo de ese sujeto que nunca pudo ser y en el que yo creía. El duelo de la fantasía de control pleno de quiénes somos. La renuncia crítica a una idea de individuo que se autoengendra. Que se elige deliberadamente. Que sabe antes de hacer lo que hará, quién será. El reconocimiento de ese límite del autoconocimiento que nos constituye, lo reconozcamos o no. Que hemos llamado inconsciente. Que Butler rastrea como dependencia respecto de las normas que nos inauguran como yo y de lxs otrxs que nos inauguran material y simbólicamente en la vida. En primer lugar, los cuidadores primarios. “Padre” y “madre” como nombres culturales, pero más que esos nombres y esas personas de carne y hueso: todos esas impresiones primarias, esos contactos próximos y vivientes, que nos inauguran como sujeto en el mundo. La infancia como condición imposible de superar.

Pero hay algo más. De estas ideas de Butler y mis reflexiones sobre la experiencia, la identidad y la narración, me surgió una intuición que ahora abrazo y delineo con el lenguaje: que como nunca estamos constituidos plenamente, como la repetición compulsiva es la otra cara de la contingencia radical que somos, las oportunidades de desvío de las normas incorporadas siguen estando latentes en cada momento de esa temporalidad que somos.

Traemos una historia. Una versión de qué somos o qué deberíamos ser. Así nos autocomprendemos en el mundo de algún modo, somos sujetos viables, alcanzamos algún status de humanidad inteligible y reconocible.

Pero esa historia es narración. Esa historia es una, alguna, narración. Solo que hemos pegado el lenguaje a las cosas y el relato a nuestro cuerpo.

Por eso entendí -y escribí- que la historia de un cuerpo es la lucha con la narración heredada. Si la historia es contingencia coagulada en necesidad por algún discurso que hemos creído como “lo que es”, “lo que somos”, entonces no somos sino esa lucha con una narración que nos ha constituido. Lucha porque ese relato todo el tiempo puede desestabilizarse, disolverse. Eso es el azar y eso es el inconsciente. Pero lucha también porque los desvíos que nos encuentran son modos de pensarnos en algún otro modo, en otro relato.

Y lo que entendí retrospectivamente -o el nuevo relato de la subjetividad al que me convertí- es cómo mi identidad fue desviada y en ese sentido -y acá hablo en nombre propio- emancipada hacia otras posibles “yo”.

Hubo muchos modos de esos desvíos. Probablemente no todos fueron abrazados o reconocidos por mí. Pero los que ahora detecto como desvíos elegidos han sido fundamentalmente las interlocuciones que me encontraron. Las experiencias de otros modos de ver la vida que me llegaron de muchas partes. Pero que siempre me llegaron en el cuerpo de otrx. Y que muchas veces me llegaron en el modo del amor, de la amistad. Aunque también en el modo de la casualidad.

Hoy pienso específicamente en mis amigxs. Pienso en todxs lxs amigxs que, al conocernos, al enamorarnos, al trabar ese modo del amor que Occidente subordina ignorantemente al amor romántico, me han ofrecido no solo la comprensión, el cariño, la aventura, los proyectos, los viajes o encuentros, sino también algo muy específico y puntual, no vivido con esa claridad necesariamente: me ofrecieron otro modo de ser, otro modo de ver el mundo, otro modo de pensarme, otro modo de hacerme, de buscarme.

Amigxs que pusieron en crisis mi idea de la femineidad, de la sexualidad, de los supuestos “objetivos” de una vida, mi comprensión de qué es el saber y qué la filosofía en particular, mi vivencia de mi cuerpo y mi erotismo, el horizonte todo de mis expectativas que eran guiones pre-armados de dramatizaciones de la existencia que pude elegir no elegir.

Eso que Butler pensó como iteración, como desvío de la norma que es oportunidad de debilitar los marcos hegemónicos en que hemos sido hechxs, a mí se me apareció como amistad que me ofrece una mirada distinta de lo que puede ser la existencia. Ese es el potencial de la diferencia -o differance, para el Derrida de Butler ahora pensado por y en mi biografía-: subvertir un orden porque se deja de creer en que hay solo “uno”.

Las vidas distintas y diversas con las que mi vida se ha encontrado, solapado, fusionado en ese darnos unxs a otrxs el relato de quién somos en la escena de la interlocución: ahí se cifró la chance de romper la mismidad que asfixia y paraliza. Ahí el azar del encuentro pateó el tablero de mis bordes subjetivos y en ese des-bordarme y con-moverme (porque así me he movido, desplazado en el ser-con, con los cuerpos de otrxs) habilitó, lo supiera en ese momento yo o no, otro modo posible de ser… más allá de todo marco incorporado como versión obligatoria de la vida, más allá de toda norma ideal, en ese carácter terrenal, humano demasiado humano, que es la carne, la esencia inesencial, de la biografía de cualquiera de nosotrxs.

Y por eso la historia de nuestro cuerpo que sigo pensando que es la lucha con la narración heredada no es una lucha mía, individual. Es un frente de batalla que armamos con quienes en la vida nos encontramos y nos cambian, con esas transformaciones potentísimas que hacen posible la interlocución en todas sus formas esporádicas o duraderas. Y sobre todo en esas comunidades que constituimos con los seres que amamos, pero sobre todo lxs amigxs que la vida nos depara para renarrarnos, para desviarnos hacia modos de ser inesperados que son sorpresas prometedoras, aunque quizás dolorosas: porque a veces esas batallas que damos con otrxs se ganan en el momento mismo en que nos perdemos.

jueves, 8 de noviembre de 2018

Amputaciones existenciales



Perder una historia de amor es como perder una parte del cuerpo.

Es que el cuerpo está hecho de órganos, de carne, de sangre pero también está hecho de las historias que somos, de las narraciones que nos delinearon.

Somos esta materia, esta sensibilidad pero también somos estos relatos en que nos encontramos, esos que el azar inició pero que nosotros tejimos, las palabras y promesas que nos fuimos dando, los acontecimientos que vivimos y nos contamos sobre quiénes somos.

Y ese quiénes somos muchas veces es algún tipo de nosotros.

El nosotros de la historia de amor, historia que no es sin los cuerpos que la viven, los cuerpos que se aman.

Por eso perder una historia de amor es como perder un brazo, una pierna, un pedazo concreto, sólido, macizo de lo que somos.

Y las historias de amor se pierden de muchos modos. Activamente, pasivamente, entre la acción y la pasión, entre el hacer y la pasividad.

Cuando la historia de amor empieza a morir algo se empieza a pudrir.

Se infecta la vida de ese cuerpo que somos. Se enferma. Sangra. Supura.

Y ante el miembro enfermo de nuestro cuerpo amoroso la angustia del reconocimiento de la vida que lo abandona se enfrenta de muchos modos.

Algunxs eligen vivir con el brazo pudriéndose.

Algunxs recurren a las amputaciones existenciales.

Ninguna decisión es la mejor. Ninguna elección es realmente tal.

Los cuerpos se muestran a sí mismos que son, qué pueden, cuando eligen pudrirse o amputarse.

Quien deja al brazo pudrirse pero aún suyo, aún en su cuerpo, sostiene la angustia del fin con la enfermedad, con el límite que se niega, con el chivo expiatorio de tantas otras cosas menos este fin que te corroe.

Quien se corta el brazo, quien elige que el fin sea disección, resuelve la angustia con la pérdida, con la realidad de la falta, con la mutación del cuerpo.

El brazo enfermo es aún el mismo cuerpo y a veces es muy difícil abandonar el cuerpo propio del amor que fuimos.

El brazo amputado es otro cuerpo, ya nada será lo mismo y estará la ausencia siempre para recordarlo. La marca. El dolor del miembro fantasma.

Conservar el cuerpo a toda costa… puede ser incluso elegir conservar contra el propio cuerpo lo que ya se ha despegado del fluido vivificante de la vida que somos. ¿Hasta dónde la enfermedad seguirá corroyéndonos? ¿A quiénes más enfermará en su camino? ¿Hasta dónde y cuándo se puede sostener el coma de ese amor?

Amputar el cuerpo para sanar, para asumir que ya no se es ese mismo cuerpo o que la supervivencia demanda el sacrificio de una parte de lo que somos. ¿Cuánto tiempo seguirá doliendo la existencia que fuimos y nos cercenamos? ¿Cómo se vive en un cuerpo nuevo que es un cuerpo herido, que ya no será esa ficción/construcción de cuerpo-todo, cuerpo-completo, cuerpo virgen de pérdida de su narración? ¿Cuánto más supurara por los ojos la herida de la amputación ante las imágenes del pasado que nos asaltan? ¿Cuánto más dolerá ese miembro perdido en el interior ilocalizable del cuerpo?

Qué difícil ser un cuerpo. Qué difícil soportar las partes de nosotros que se mueren, que se pudren, que se cortan. Qué difícil saber qué estará bien: si ser este cuerpo, el mismo, el mío, el nuestro, contra toda evidencia de diagnóstico mortífero; o dejarse ser un cuerpo otro, nunca más el mismo, de repente nunca del todo mío, sorpresivamente ya no nosotros.

Quizás en la respuesta visceral -ni pura acción, ni pura pasión, algo del orden del modo de existir como re-acción- ante la pérdida de la historia de amor aprendamos algo de ese lado ciego, oculto, de quienes somos.

Aprehender los límites de nuestros cuerpos frente al resquebrajarse de los relatos que hemos creído que somos.


martes, 4 de septiembre de 2018

Les deux magots, o por qué no soy Simone de Beauvoir


Empecé a leerte, Simone, en mis vacaciones del año 2017. La noche del primero de enero hablábamos con amigxs de qué resolución teníamos para ese año: yo dije que quería volver a análisis. Lo que no dije fue que allí tenía que enfrentar sola la relación con mi posible maternidad. Había cumplido 36, se venían los últimos años de posible fertilidad y el reloj biológico ni se inmutaba respecto de mi deseo de tener más tiempo para no ser madre todavía. En ese sentido, tengo un realismo de acero: acepto los límites materiales, no los niego, aunque desearía poder torcerlos a mi favor.
Pero cierta duda persistía. Me gustó tanto ser la mujer de mis treinta años… querría quedarme en esta época. A mis treinta años conquisté mi libertad, mi independencia, mi erotismo, mi tardío hedonismo, mis viajes y amigxs por el mundo, mi soledad preciosa, el disfrute de mi cuerpo y mi saber escucharlo, vivirlo, explorarlo. Y entre todo lo que viví en esos años, justo el año que terminaba había sido aquél que había arrancado con el proyecto de publicar mi primer libro y que se había cerrado con la confirmación de la editorial de que así sería. Es que cada año desde hacía un par yo iniciaba el nuevo ciclo preguntándome: “¿Quiero tener un hijx este año?” y seguía respondiendo: “Aún no.” Por eso el 2016 fue el año en que quise tener otra clase de hijx: parir mi escritura como pública, como interlocución, como ofrecida a un mundo que ojalá la acogiera.
El 2017 se iniciaba sabiendo que tenía que darle una respuesta a esa pregunta y por eso debía formulármela hasta sus últimas consecuencias. Primer paso, volver a análisis. Recuerdo decirle a Isabel: “quiero que pensemos la posibilidad de que sea madre pero también la posibilidad de no serlo.” Y para esa segunda alternativa decidí leerte, Simone.
Hacía tiempo que quería leerte. Sabía que íbamos a enamorarnos. Sospechaba nuestra profunda afinidad o quizás tu propia circulación como ícono feminista, filósofa, escritora, mujer apasionada y política del siglo XX me rondaba, me buscaba para producir una identificación. Antes de empezar a leerte hubo un signo: leyendo un tomo muy largo de  historia de las mujeres encontré una referencia al primer volumen de tus memorias (“Memorias de una joven formal”). Esa cita hacía referencia a tu crianza como niña católica que luego abandonaba la fe. ¡Cuánta identificación! Lo tomé como un signo de que “tenía” que leerte y compré el libro.
Es interesante cómo funciona lo que una toma o no como signo de algo. Hay una cierta apertura o disponibilidad a que algo haga signo de alguna cuestión, inquietud, deseo, preocupación: pero solo es en el momento en el que el signo aparece -en tanto externo, aparición, irrupción, sorpresa- que somos capaces de dar nombre a eso que ya vivía en nosotrxs, que ya recorría subterráneamente nuestro cuerpo.
El signo fue la mutua experiencia de ser católicas y luego dejar de serlo -nunca se deja de serlo del todo (ya escribiré sobre esto pero quien ha tenido alguna vez religión sabe de qué hablo). Sin embargo, cuando finalmente compré tu libro y me lo llevé a mis vacaciones de verano en México, me dije otra cosa: que te leía para tratar de entender qué podía ser una vida dedicada a la escritura, al desarrollo intelectual sin tener hijxs. ¿Podría ser yo como vos, Simone? ¿Podría dedicarme a vivir entregada a esto que amo que es pensar, escribir, producir y enseñar filosofía, teoría, a esto y solo a esto, eligiendo no sumar a los tiempos y energías limitados de mi vida una vida para cuidar y criar? Dije que me había propuesto hacerme la pregunta profundamente, hasta sus últimas consecuencias. Mi relación con vos, Simone, fue en parte hacer esto.
Te disfruté totalmente. Me leí el primer tomo de tus memorias con un placer que hacía rato no sentía, totalmente involucrada en esa interlocución profunda tuya, descarnada, crítica, apasionada. Podría adjetivarla de muchos modos pero hay una característica de tu escritura que sentí patentemente, con la que me identifiqué de modo completo, que elegí heredar y continuar: la honestidad. Escritura honesta. Parece algo tan simple, mundano. No lo es. Nunca la honestidad es sencilla. La honestidad requiere simultáneamente valor y el reconocimiento de la propia fragilidad. Combinar coraje y saber de la propia precariedad no es fácil. Tampoco es del todo una decisión: la escritura honesta “es”, “sale”, “emana”. Escritura intransitiva o en voz media porque se abandona la pura actividad del supuesto ser sujeto, se vivencia la sujeción que somos y a la vez se intenta evadir el extremo de la pasividad: la escritura honesta nos autoconstituye en el proceso de escritura, hacemos y nos hace, nos revela al concluirse pero ya no somos la misma persona que empezó a escribir. Como mi querido Benveniste decía, somos un yo que asume en la instancia de discurso la totalidad de la lengua. Pero no es previo el yo, aunque sí algo así como “la lengua”: el yo aparece como resultado, como producto, como hacer que está siempre en construcción sin ser el hacedor fundante detrás de su hacer.
Escritura honesta tuya, Simone querida. ¡Cómo la disfruté! Rápidamente compre el volumen dos y el tres. El dos lo devoré: el relato de la experiencia de la guerra me atrapó totalmente. El tercero lo estoy leyendo y el cuarto no lo conseguía en Buenos Aires pero acabo de comprarlo en París hace un rato, en mi último día de este viaje por tu continente y tu país.
Descubrí al leerte que además de vivir para pensar y escribir, viviste para viajar todo lo que podías aún con el mínimo dinero disponible. Viajar pero también caminar: te acompañé en todas esas caminatas que hiciste por tantos lugares pensando qué parecidas que somos que yo también amo viajar y caminar. Me pregunté también si al caminar tanto estabas escapando de algo, huyendo de algo o alguien… yo sé muy bien que mis caminatas muchas veces son de lo más placenteras, pero he tenido también que caminar para huir de la angustia, del dolor, de la soledad que se vuelve desesperación y sensación de nada. Y siempre me han ayudado mis caminatas para darle al cuerpo una pausa de la tortura de la interioridad, de la mente que no para, de la filósofa que no descansa, del ser de las profundidades que soy que se ahoga para respirar.
Es gracioso que te leí para pensar si podía ser como vos, una mujer que no tuvo hijxs y que se expresó públicamente contra la maternidad obligatoria, pero luego me enteré por mi analista que habías adoptado una hija. Busco ahora en internet información sobre esto y encuentro dos cosas: primero, que sin saberlo acabo de comprar el libro en el que relatás tu relación con tu hija adoptiva, Sylvie Le Bon-de Beauvoir (“Tout compte fait”, libro que además le dedicás); segundo, que la adoptaste el año en que yo nací, 1980. Signos, signos y más signos: están por todos lados. De hecho, me han dicho más de una vez que yo sobreinterpreto mi realidad. Que veo metáforas, símbolos de lo que me pasa donde, quizás, no están. Puede ser… pero, ¿quién decide cuándo algo hace o no signo? ¿Quién decide cuándo algo es o no metáfora? No es tan sencillo. De todos modos, el registro de cómo soy es claro: lo que me pasa me invade, me rodea, por dentro y por fuera. Las preguntas son internas pero la realidad me habla. ¿Me engaña, también? ¿Es la profundidad y persistencia de mi auto-re-flexión una genia maligna que me hace creer que lo que es -el signo, la metáfora que capto o que me capta- no es? ¿Será que estoy demasiado abierta a la significación y entonces todo me penetra? Pero, ¿por qué no dejarse penetrar así? He hablado de la interlocución profunda como “yo” y “tú” que se requieren corporalmente, como modo del diálogo anterior a todo monólogo. Sin embargo parece que además yo padezco, experimento, una interlocución profunda con lo que es: ya no un “yo” y un “tú” humanos, sino un “yo” humano y un “tú”-realidad, “tú”-totalidad de lo que es, “tú”-existencia/significatividad/mundaneidad del mundo/exposición/apertura.
Riesgos de la escritura honesta. Riesgos de la vida que se sabe, se piensa, se busca y se pregunta porque sabe de su finitud y su ambivalente relación con el sentido. Por momentos, signo que te abraza y te completa. Por momentos, signo que te incendia.
La cuestión, Simone, es que te leí para buscar una respuesta pero no fue en tu escritura en donde la encontré. Tampoco creo que la búsqueda haya sido pura acción, pura dirección. La finitud me horadó en uno de sus modos para un cuerpo gestante: el del posible fin de la posibilidad de gestar y maternar.
El 2017 fue un año intenso, difícil, tremendo. Pero me obligué una y otra vez a enfrentar en mi análisis la cuestión de la maternidad, del ser madre, de elegir entre dos opciones que se me presentaron como absolutas: o “sí” para toda la vida, o “no” para toda la vida. Otro de mis problemas: la dicotomía, la oposición, la distinción como única opción, el binarismo existencial. “Vos sabés distinguir, separar pero no sabés intersectar”, me dice mi analista. Tiene razón. Ojalá aprenda con el tiempo. Pero esta vez se me apareció el todo o nada. Elegir ser madre o elegir no serlo. Me costó muchísimo decidir. No solo me costó en términos de esfuerzo. Me costó en términos de pérdida. Probablemente por eso fue tan difícil la decisión: elegir un trayecto existencial iba a implicar perder una vida y perder un hogar. ¿Quién puede elegir perder un hogar? Nadie. Y sin embargo, a veces hay que hacerlo. Poder lo imposible. Paradoja de la existencia: la finitud es saber que no podemos todo y a veces ser proyecto no es sino poder lo que parecía imposible. Elegir la pérdida. No se lo deseo a nadie y sin embargo vos que me estás leyendo sabés bien de qué te hablo. Todos hemos en algún momento elegido perder. En ese modo de la elección que, de nuevo, no es heroica, no es romántica, no es hazaña de la que estemos orgullosxs. Pero es supervivencia: poder sobrevivir a la pérdida para vivir la vida que ahora se ha elegido.
Y yo finalmente elegí. Con mucha dificultad. Las formulaciones primero eran por la negativa y modalizadas: “creo que no quiero perderme esto.” Me llevó mucho tiempo y mucha pérdida enunciar en positivo y sin modalizar: “quiero ser madre.” Vueltas del destino que la claridad del deseo se enuncie cuando las condiciones para realizarlo se hayan vuelto las menos favorables. Pero eso es lo que pasa con el deseo: no entiende de condiciones. No piensa. No calcula. No tiene estrategia. El deseo desea. Si para Heidegger el tiempo temporacía y eso es el fundamento sin fundamento de la existencia, para mí el deseo desea y eso es el fundamento precario, inmaterial, energético, libidinal de nuestro hacer hogar, como podemos, en esta tierra que habitamos. Lo más terrenal del deseo es su ciega obstinación. Y ahí está también su potencia: a veces no es la vista la mejor consejera. A veces hay que cerrar los ojos para llegar a donde el cuerpo desea.
Y así llegué yo a reencontrarme conmigo, Simone. Una yo que soy otra. Una yo que no será como vos porque quiere ser madre y no hay nada que hacer al respecto. Habló el deseo que soy y finalmente pude escucharlo. Ayer cumplí 38 años y ahora sé lo que quiero. Cómo lograrlo es la nueva pregunta. Nada sencillo de responder pero siempre el “cómo” es un avance frente a la parálisis del no saber “qué” se quiere.
Cumplí 38 años y es hora de inventar el cómo de mi deseo de maternidad. Una y otra vez la vida me presenta con el desafío y el riesgo, con la voluntad y sus límites, con el proyecto y sus circunstancias. El signo del existencialismo aggiornado a un siglo XXI que ya no cree en relatos heroicos aparece como imagen de mi presente. Proyectar sin confianza en la teleología. Seguir el deseo sin ser del todo yo la que elige o, mejor dicho, no ser yo ya la misma por seguirlo. Se muere y se nace, se muere y se resucita una y otra vez a la vida reflexionada, a la identidad como carga, como límite, como invención y descubrimiento. Ser la misma ya no siendo quien era. Reencontrarse en las memorias de otra mujer para saber que se es otra de ella y otra de mí misma. Ni la María Inés que era al leer tu primer texto, ni la Simone que encontré leyendo.
Y por eso escritura (“Escribo entre dos mujeres” se llamó el libro que publiqué en mayo de este año).
Y por eso el reencuentro del final de un texto que es principio de un camino que no busqué pero me encontró en tanto me dejé ser ciego, obstinado, destructor y vivificador deseo.


Café Le deux magots, París

4 de septiembre de 2018

viernes, 10 de agosto de 2018

“Vos me iniciaste en el feminismo”

Ayer hablábamos a la madrugada con una amiga luego del rechazo del Senado a la media sanción de la ley de IVE... nos acompañábamos en un momento de bronca, de decepción... ustedes entienden. En un momento mi amiga me dice que me agradece haberse iniciado en el feminismo a través mío porque le regalé un libro que a mí también me terminó de cambiar la cabeza, abrir los ojos y reclamar mi cuerpo: me refiero a "Historia de una desobediencia. Aborto y feminismo" de Mabela Bellucci. Recuerdo haber visto que el libro se había publicado por Capital Intelectual y ya el título me interpeló. Me lo compré y me lo llevé a mis vacaciones de verano de 2015 en Chile, vacaciones con mis amigxs en las que tuve varios momentos elegidos de soledad, de irme a Lastarria a elegir un cafecito y llevarme ese libro que leí con mucho interés pero también con cierto temblor de manos: ¿terminaría de asumirme feminista y a favor del aborto, yo que estuve toda la vida personalmente en contra? (No en contra de que otrxs lo hagan porque siempre entendí que las leyes deben ser laicas, separando creencias religiosas de normas comunes a una sociedad de creencias diversas... pero mi crianza católica me lo prohibía terminantemente como decisión propia, fuera o no legal). Ese verano fue una vacación mía, en compañía, con mis amigxs, pero con una lectura elegida para testear hasta dónde podía transformarme, hasta dónde me podía llevar el feminismo en el que estaba entrando tímidamente desde hacía un par de años antes de ese verano.
Recuerdo que el libro me sirvió tanto... no solo para entender por qué el derecho a decidir sobre el propio cuerpo culmina el proceso de asumirse feminista, sino porque además era una lectura que hablaba de la tradición del feminismo en Argentina, recorrido reconstruido por una compatriota para que alguien que como yo quería iniciarse en esa tradición en su forma nacional-internacional y en la cuestión del aborto tuviera una herramienta introductoria no por general sino por generosa, porque aunaba recorrido histórico con lucha teórica y política hasta nuestros días. Por eso, cuando terminé de leer el libro, se lo recomendé/regalé a mi querida Claudita Camporini -que por más que sea muy lindo lo que me dijiste, sos feminista y luchadora política en general desde la cuna; yque cada marcha que hubo nos encontramos, nos abrazamos y la terminamos casi siempre cenando juntas, eso de lo mejor del amor feminista <3
Pensé entonces cómo mi feminismo también llegó de la mano de amigas y de libros. Desde que nos hicimos amigas en 2011 con Elsa Drucaroff tuve una educación feminista invaluable que se daba en el conocernos, en el conocerla, en nuestras charlas íntimas, teóricas y políticas, en cada cena a solas, con cada copa de vino y reflexión sobre nuestras vidas privadas, nuestros amores, nuestras búsquedas, nuestras escrituras, nuestro ser mujeres y feministas (primero ella, que ya lo era y luego yo, que me convertí gracias a ella). Elsa Drucaroff no solo me recomendó un libro que me cambió la cabeza -"El orden simbólico de la madre", de Luisa Muraro: lo que Luisa te dijo, Elsa, se cumple siempre: las mujeres se vuelven un poco más inteligentes luego de reconocer que nuestra cultura patriarcal borra de nuestras memorias que fueron nuestras madres -hoy diríamos "cuidadorxs primarixs" (es un libro que está "fuera de moda", pero hay que leer "madre" y entender que se habla de una función y de su historia asociada al cuerpo femenino) las que primero pegaron las palabras a las cosas cuando nos dieron a conocer el mundo pero el patriarcado luego pone en el orden simbólico del padre el prestigio del conocimiento y desprecia ese primer orden que nos habían dado (léanlo... se pueden pelear con mucho pero no tiene desperdicio la tesis central). Pero Elsa no solo pasaba un libro importante para ella a mí, también escribió su propia teoría feminista, su "Otro logos" y así me dio también el antecedente de que se puede escribir teoría y literatura y que ambas son tareas políticas y feministas (no por nada le pedí que prologara mi propio libro-asunción-de-feminismo).
Pero también el feminismo me llegó de una educadora más silenciosa, más de a cuenta-gotas, alguien que nunca será un perfil alto porque no lo necesita: tiene en la fuerza de su posición política y feminista una seguridad que no requiere espectáculo: mi querida Mariela Solana, mi hermosa amiga y una mujer un poco más joven que yo pero mucho más madura en su feminismo. También fue la amistad con ella la que me trajo más influencia feminista a la vida, en cada pequeño gesto y acción, en cada viaje y charla, en libros que van y vienen -te acordás esa hermosa noche con vinito en mi casa empezando a leer "Living a Feminist Life" de Sara Ahmed? No pudimos seguir el impulso y el deseo de "leer textos feministas porque se nos canta, con vino y sin deadlines, sin academia que pida papers" porque la vida y el trabajo nos pasó por arriba... pero retomamos cuando quieras!! Marie me transmitió el feminismo en cada respuesta inesperada a problemas que pensamos juntas, en cada thinking outside de box que le escuché y que me dio la clave de que esta mina brillante no solo es una amiga amada sino también alguien a quien hay que seguirle el train of thought (el uso del inglés es un chiste interno, sepan disculpar), la evolución de su pensamiento porque tiene mucho propio, diferente, potente para dar (y recién empieza!!).
Entonces, a qué va todo esto: a que el feminismo te llega y te abraza como te llegan y te abrazan muchas de las mejores mujeres y amigas de tu vida... también te abraza en mujeres que no se dirían feministas -cómo cuesta decirse "feminista"... será porque se sabe que habrá un costo social? será que se tiene introyectado desde chicas que eso es cosa de brujas, putas, conchudas, locas?- pero aunque no se denominen así te muestran en sus actos y su fuerza que "femenino" no tiene nada que ver con lo peyorativo, lo inferior, lo subordinado. El feminismo llegó y nos abrazó a muchas en muchas formas... en Argentina existía desde hacía mucho tiempo (como reseña el libro de Mabela) pero se recreó a sí mismo, uniendo anteriores y nuevas generaciones en el Ni una menos que devino marea latinoamericana y global y luego marea verde que nos ha abrazado a todas, a todes e incluso a todOs, así, en masculino. La vida te sorprende en mareas que te abrazan y te lanzan a otras orillas... cuesta, duele, no siempre se vive como victoria, pero hay nuevos territorios para poblar ya no como conquistadores genocidas sino como precarixs cultivadorxs en plural, como colectivo, en esa dependencia primaria de lxs otrxs -que tiene que ver con la maternidad y la crianza en nuestra cultura porque tiene que ver con como se ha entendido ancestralmente la generación de la vida- cultivadorxs de una Tierra que sea más libre, más justa, más igualitaria sin hambre ni muerte por abortos clandestinos.

10 de agosto de 2018

pd: ahora que terminé de escribirlo, voy a llamar a este texto "Vos me iniciaste en el feminismo"... porque para esto, como para el lenguaje, no hay "yo" sin "vos".

miércoles, 20 de junio de 2018

El hogar enemigo

Cuando me separé de mi segunda pareja fue la primera vez que me separé de una convivencia.

Esa primera convivencia en un departamento alquilado también había sido el primer lugar en el que viví luego de vivir toda la vida en la casa de mis padres. De hecho, el proyecto original mío había sido irme a vivir sola, algo que siempre había deseado siendo yo alguien que tiene un particular romance con su deseo de libertad, emancipación, cuarto propio, desde que tengo memoria. Pero en el medio de ese proyecto apareció el amor, el amor propuso irnos a vivir juntos y yo al amor le hago caso bastante seguido.

Un año después de vivir juntos, dos después de habernos enamorado, nos separamos. La decisión fue que él se fuera a vivir de nuevo con su madre, a unas cuadras del departamento y que yo me quedara. Yo quería quedarme porque ese lugar había sido para mí el lugar de mi independencia, más allá de la convivencia con mi ex pareja. Había yo desarrollado, cultivado una relación amorosa con mi departamento: era un dos ambientes amplio, con un living que terminaba en un balcón a la calle (cosa que siempre había deseado), hermosamente luminoso, en el cual tenía mi escritorio, mi primer escritorio de emancipada-filósofa-investigadora-por-momentos-tímida-escritora. Como mi ex tenía horario de oficina, desde la mañana hasta las seis de la tarde, el espacio del departamento era todo mío. Así nos enamoramos, el departamento, el balcón, mi soledad feliz y yo. Por eso, porque yo había hecho un vínculo precioso con ese lugar, mis espacios, mis tiempos, mi barrio y mis rutinas, quedarme en el departamento que habíamos alquilado juntos era para mí lo mejor.

Él se fue y con su irse se terminó (aunque en cuotas) la relación. Pero antes que la relación, se terminó el malestar, ese tremendo malestar de una pareja que se rompe pero sigue conviviendo. Por eso en el primer tiempo llegó la tranquilidad, la calma, el fin de la angustia de la indecisión del nos-separamos-sí/nos-separamos-no. Hay un modo de la angustia que se termina cuando algo se decidió, aunque la decisión sea la más difícil, la más terminante, la del fin al final.

Yo me quedé en el departamento de la ilusión de la vida feliz juntos con la ilusión quebrada. Pero, nuevamente, al principio era liberador, era “ya está”. Y como mi primer cuarto propio y yo no solo no habíamos disminuido nuestro romance sino que claramente nos habíamos comprometido, nos habíamos casado, celebrado nuestras bodas de esposo-hogar-propio y esposa-mujer-emancipada, en ese principio de la calma de la decisión por fin tomada, nuestro affair fue total.

De hecho, cuando mi pareja me había propuesto que lo espere un par de meses y en vez de irme a vivir sola nos fuéramos juntos, yo dudé porque siempre había soñado con vivir sola un tiempo. Igual opté por probar la vida con él teniendo en mente un sabio consejo: “Mirá, después si te separás, vas a poder vivir sola. Si sale bien, salió bien. Si no, podrás tener tu experiencia sola. Así que no te preocupes.” Y así fue: no me fui a vivir sola pero me quedé viviendo sola y, optimismo de acero característico mío mediante, lo viví así, “ahora, sí, esto también es algo que yo quería.”

El affair con mi cuarto propio y mi barrio por elección continuó… acompañó muy bien los primeros tiempos de llanto y dolor que aún quedaban, claro está. Pero mi departamento me acompañaba como proponiéndome una nueva aventura, un nuevo proyecto, una nueva experiencia que se paría de una cierta muerte. El cuarto propio que te vuelve Ave Fénix: resurgida de las cenizas de la crisis, empoderada, heroína de la soledad elegida. Mis rutinas, mis horarios, mis tareas, mis momentos, mis visitas, todo era parte de este mi amor-refugio, mi affair-departamento, mi compañero-hogar.

Pero un día me desperté y mi hogar se había vuelto enemigo. Recuerdo vívidamente la sensación: estaba en la cama, abrí los ojos, miré la habitación, la puerta que daba al living y de pronto se alteró mi percepción… el departamento me miraba con otra cara, o me daba vuelta la cara… algo había cambiado y estaba sin embargo todo igual, tal cual.

Una angustia tremenda se apoderó a través de esa percepción de mi cuerpo… no sé si me entró por los ojos o me salió de adentro… como sea, me invadió. Una sensación de extrañamiento… una insoportable tristeza-soledad.

“¿Por qué me hacés esto?” me hubiera gustado preguntarle a mi hogar-ahora-enemigo… pero creo que estuve lejos de poder formular preguntas, en silencio, obturada en toda comunicación, en todo posible monólogo por ese invierno que me invadió por dentro.

El hogar se volvía desierto.

Arrasado, todas sus flores muertas, seca la tierra del paisaje… las paredes blancas que eran espejos alegres de luz se volvían fríos azulejos de morgue.

Y nada había cambiado. Nada nuevo había pasado. Veníamos de meses de optimista-heroico affair… “vivo sola, me encanta mi departamento, me enamora e inspira la luz del balcón, qué lindo mi barrio, yo quería esto…” y ahora, la traición. Y ahora, me abandonaba. Ahora que tanto lo necesitaba.

Ese día entendí –y lamentablemente hace poco reviví ese pesado ciclo- que la liberación de la angustia ante la crisis sostenida, la concreción del final que venía a terminar con tanta desesperación por la duda y la indecisión, que toda esa radiante calma de la decisión difícil tomada, era solo una pequeña paz después de una tormenta, que me había dado un breve tiempo de navegación plácida, para dar paso a una nueva… más que una tormenta, una lluvia copiosa, sostenida, insistente, monótona, interminable: la lluvia de la tristeza, el líquido asfixiante del duelo. Hogar enemigo que me hiciste creer que nuestro romance no sufriría crisis, que la felicidad fantasma del amor trunco que te habitaba iba a ser reemplazada por otra, la nuestra y propia, la felicidad de una soledad elegida que ahora entendía que no era tan voluntaria, que no era tan opción, que también era destierro, invierno de los recuerdos que se marchitan quemando tus ojos, tu carne en el deshidratarse, oxidarse a tu alrededor sin descanso.

Recuerdo que trabajaba en mi escritorio celebrando los momentos de concentración, de inspiración, de disfrute, porque era oasis profesional, remanso en la alienación laboral. Pero también recuerdo esas horas en que nada pasaba, ninguna libido escritural podía sacarme del pozo de la nihilidad del mundo hogareño y recuerdo haber descubierto un truco contra el duelo: salir a caminar. Cuando la tristeza me desesperaba –¡qué tremendamente inútil que es el sentimiento de tristeza… no sirve para nada de nada!- de pronto venía a mí la estrategia corporal a salvarme: me ponía las zapatillas, agarraba solo el mp3 y las llaves, y me iba a caminar por horas… recorría el barrio buscando llegar a sus plazas, siguiendo el sendero de endorfinas que se despiertan y alborotan hasta llegar al lago que está al fondo de Olleros y Libertador… y recuerdo también que a los quince-veinte minutos ya había funcionado el truco: los oídos acallados por la música que los distraía, la mirada exploradora-perdida en caras, lugares, esquinas, calles, las piernas internamente cálidas, el corazón palpitante, los pulmones que bailaban la rítmica danza del sostenido paso y entonces yo, si no rescatada del secuestro del duelo, al menos semirecuperada, pudiendo respirar de nuevo un aire de afuera del hogar enemigo, de un mundo más grande que el de mi propia angustia, de una vida que continúa para todos y entonces, quizás, para mí también… muchas caminatas más mediante.

Así fue la pelea que dí al 2010-año-gris… y eventualmente, entre el tiempo, la caminata, el optimismo obstinado, el deseo de vida, la escritura y mi cuerpo, salimos adelante.

El hogar enemigo se reconcilió conmigo… quizás se asustó de tanto que me iba y lo dejaba con la discusión a medio terminar, con el reproche al que ya no prestaba oídos, con sus fantasmas acosadores ninguneados, con sus rincones traicioneros de pasado desestimados. En algún punto nos enamoramos de nuevo. De algún modo reconstruimos el amor que nos teníamos, ahora sobre bases menos ilusoriamente firmes pero deseantes.

Pero nunca más fuimos los mismos: ni él, hogar propio, devenido enemigo y luego propio-herido-retornado, ni yo, la que no puede vivir sin caminar, sin escribir, sin huir cada tanto de la tristeza inútil de los amores pasados y las ilusiones muertas que la habitan vaya a donde vaya.

jueves, 14 de junio de 2018

Optimismo Feminista


Luis Zamora decía hoy en c5n que “Si el pueblo hiciera lo que hicieron con esta lucha las mujeres, podríamos cambiar el mundo.”
Yo con dar pelea en la situación argentina actual de retorno de políticas de ajuste, me conformo –aunque a América Latina la quiero toda feminista, claro!!
Esto me hizo pensar en que en el año 2015 me invitaron a participar de un libro-homenaje a “Los cuatro peronismos” de Alejandro Horowicz, a 30 años de su publicación. Escribí un texto que se llama “¿Qué se le puede pedir a un relato histórico?” y concluí de mi lectura de su obra que la aparición de “Ni una menos” daba la chance de renarrarnos, de reimaginar nuestra subjetividad política. Aún no había ganado Macri las elecciones cuando el texto fue a imprenta y luego, con lo que se vino, me sentí un poco estúpida con mi optimismo feminista de ese texto.
Sin embargo hoy, siento que ese optimismo era acertado. No será casual que haya aparecido en ese texto “La colonia penitenciaria” de Kafka y no parece casual que hoy sea el día en que empezamos a dejar de aceptar que se inscriba el control de poder en nuestros cuerpos gracias a la media sanción del Aborto Legal, Seguro y Gratuito en Diputados.
Les comparto el análisis final que hice de ese relato en potencia que quizás hoy más que nunca sea un relato posible:

“Si propongo rechazar nuestra auto-percepción como sociedad trágica no quiero con esto recaer en una romanticización absurda o peor, peligrosa, sino recuperar la esperanza en un futuro mejor como herramienta para la orientación de un proyecto político desde una mirada del pasado que lo resignifique a la luz de las nuevas posibilidades enunciativas (aunque se trate de una tarea atravesada por la complejidad de la producción y circulación de toda enunciación en nuestro momento presente). Pero quizás lo que presenté como un gesto de despedida sería mejor entendido como un gesto de relevo: Horowicz, el gran narrador crítico del peronismo, nos dona en ese epílogo de hace diez años las tareas que la producción intelectual-humanista de mi generación podría elegir asumir: reconfigurar un nuevo relato que desplace nuestra autopercepción histórica en el modo de la tragedia sin negar ni desconocer el pasado, sino recontextualizándolo a la luz de las posibilidades presentes. Tarea que se enfrenta con el desafío de una nueva posibilidad de transformación –no necesariamente positiva- del peronismo en tanto este año se plantea la posibilidad de que el ciclo kirchnerista llegue a su fin.
Mi homenaje a los treinta años de Los cuatro peronismos es entonces identificar en este aniversario la posibilidad de tomar la posta de la generación devastada de la que su autor proviene. Por eso considero que podemos apostar a que nuestra tarea no sea ya la del registro de la impotencia sino la de imaginar nuevas potencialidades –por ejemplo, la potencia de des-inscribir de nuestros cuerpos el relato del terror, posibilidad que nos es dada por el carácter literalmente distinto de nuestros cuerpos nacidos en democracia.
Para comenzar a pensar cómo podríamos asumir como nueva generación esta tarea que se nos lega quisiera retomar la cita de Alejandro de “En la colonia penitenciaria”. Ese genial relato kafkiano se adelanta figurativamente a un tópico ineludible de las humanidades del siglo XX: la relación entre discurso, poder, disciplinamiento, cuerpo y subjetividad. Ese “aparato muy peculiar” que inscribe en el cuerpo de los condenados la norma transgredida hasta matarlos es una metáfora demasiado realista del modo en que se ejerce el poder disciplinador. Y más dolorosamente realista aún cuando vemos lo acertado del recurso a Kafka por parte de Alejandro para graficar las nefastas consecuencias de nuestro terrorismo de estado. Ahora bien, Alejandro recurre a la imagen de la maquinaria pero la metáfora kafkiana se inserta en un relato: el de un viajero que es convocado como veedor de ese método de castigo en el momento en que la autoridad responsable de crearlo, “el anterior comandante”, ha muerto y la nueva autoridad que lo reemplaza cuestiona su legitimidad. El oficial que le muestra y describe orgullosamente la maquinaria condenatoria que él administra comunica al viajero su temor de que, muerto el anterior comandante, el nuevo comandante parece determinado a deshacerse del aparato y su modo de castigar. Por eso Kafka deja la descripción de la maquinaria en boca del oficial que no solo ensalza el castigo que permite sino que argumenta en su favor frente al viajero-veedor para convencerlo de que defienda su continuidad frente al nuevo comandante, que tiene distintas ideas sobre cómo impartir justicia y está particularmente “mal influenciado”, como veremos. Vale la pena citar un breve momento del monólogo del oficial en defensa de su tarea:

Este procedimiento y esta ejecución que ahora tiene usted ocasión de admirar no cuentan actualmente en nuestra colonia con ningún partidario declarado. Yo soy su único defensor, y al mismo tiempo, el único defensor de la herencia del antiguo comandante. Ya no puedo pensar en una ulterior ampliación del procedimiento, y consumo todas mis fuerzas en conservar lo existente. Cuando vivía el antiguo comandante, la colonia estaba llena de seguidores suyos; la fuerza persuasiva del antiguo comandante la poseo yo en parte, pero carezco totalmente de su poder; por eso se han ocultado los seguidores: aún quedan muchos, pero ninguno lo admite. Si hoy, día de ejecución, entra usted en la casa de té con el oído atento, quizá solo escuche declaraciones ambiguas. Son todos partidarios, pero no me sirven absolutamente de nada con los puntos de vista del actual comandante. Y ahora le pregunto: ¿es dable que la obra de toda una vida” –y señaló la máquina- “se pierda por culpa de este comandante y de las mujeres por las que se deja influir?”[1]

El oficial teme la influencia de esas mujeres que rodean al nuevo comandante porque sabe que intentan convencerlo de lo inhumano del procedimiento –así como las critica con rabia por darles dulces en la cena previa a su ejecución a los condenados. Pero, ¿para qué recuerdo el contexto narrativo del texto de Kafka al que aludía Alejandro? Porque considero que ilustra muy bien los efectos de la distancia temporal transcurrida entre 1985 y 2015. Los viejos comandantes van muriendo y con ellos la legitimidad de sus métodos, aun cuando tengan secretos partidarios, ha quedado en el pasado tras treinta años de vida democrática. Esta distancia temporal es hoy la que reclama un relato que haga de la derrota del pasado lo que no estamos dispuestos a volver a aceptar. Ese consenso social ganado es un precioso piso donde sostener toda construcción de subjetividad.
Pero en realidad lo que también me parece crucial del relato kafkiano es el rol de las mujeres cuya “mala” influencia socava la continuidad de la maquinaria condenatoria. Si hemos de producir un nuevo relato que re-trame desde el 2015 el horizonte de posibilidades de la subjetividad que buscamos constituir el eje de lo femenino debe adquirir un protagonismo claro. No se trata solo de que el relato reconozca el rol ineludible de las mujeres en estos treinta años de democracia (y antes, también). Se trata de una tarea reflexiva aún más profunda y por eso re-constituyente de la idea misma de subjetividad que informa nuestros modos familiares de tramar. No es lo femenino en tanto “mujer” como distinto de “hombre” sino en el sentido en que se ha relegado bajo tal designación todo lo repudiado como diferente-inferior. Demasiada deuda hay en el romance y la tragedia con la figura del héroe como modelo de agente histórico, con su vocabulario machistamente cargado de luchas, batallas, triunfos y derrotas. Si hemos de alumbrar un nuevo relato y un nuevo proyecto el modo de lo femenino puede ser una buena lámpara. Después de todo, la década pasada ha sido la de la presidencia en manos de una mujer y la del festival obsceno de la misoginia disfrazada de supuesto debate político. Ha sido a la vez la década de la Ley de Matrimonio Igualitario y de Identidad de Género. ¿Qué hechos históricos más necesitamos para asumir en serio una reconceptualización de nosotr@s mismos?
En un evento dedicado a pensar la experiencia de la guerra de Malvinas escuché a Carlos Gamerro reflexionar críticamente sobre el común vocabulario heroico que derecha e izquierda, militares y civiles comparten y sostienen en muchos modos de relatar la guerra. Comentaba cómo el coraje físico ensalzado por una ética exclusivamente viril iba muy bien con la cultura machista, misógina y homofóbica y su desprecio de los débiles –en lugar de la preocupación por su protección. Y finalmente Gamerro sostenía que era tan anacrónico como injusto en nuestra sociedad seguir reduciendo el heroísmo al valor en combate ya que “el paradigma de la valentía ha pasado de militares a civiles y de hombres a mujeres y reside hoy, sin duda alguna, en las Madres de Plaza de Mayo” (y creo que sin problemas podríamos agregar, y en las Abuelas).[2]
Si a las figuras femeninas mencionadas sumamos el recuerdo de la fuerte, amplia y contundente movilización que logró la convocatoria del colectivo de periodistas, artistas y activistas “Ni una menos” en junio pasado, entonces quizás podamos ir direccionando el tipo de reelaboración reflexiva que requiere la construcción de un nuevo relato. En su página web, el colectivo se autodefine del siguiente modo:

“Ni una menos es un grito colectivo contra la violencia machista. Surgió de la necesidad de decir “basta de femicidios”, porque en Argentina cada 30 horas asesinan a una mujer sólo por ser mujer. La convocatoria nació de un grupo de periodistas, activistas, artistas, pero creció cuando la sociedad la hizo suya y la convirtió en una campaña colectiva. A Ni Una Menos se sumaron a miles de personas, cientos de organizaciones en todo el país, escuelas, militantes de todos los partidos políticos. Porque el pedido es urgente y el cambio es posible, Ni Una Menos se instaló en la agenda pública y política. El 3 de junio de 2015, en la Plaza del Congreso, en Buenos Aires y en cientos de plazas de toda Argentina una multitud de voces, identidades y banderas demostraron que Ni Una Menos no es el fin de nada sino el comienzo de un camino nuevo.”[3]

Alejandro señalaba, reflexionando sobre la crisis del 2001, la necesidad de nuevas consignas y nuevo valores. Ni Una Menos nos ofrece un caso reciente en el que se alumbra un camino nuevo, pero que tiene en los últimos diez años otros aconteceres con los que ser incorporado a un mismo relato: ¿qué mejor oportunidad para abandonar la derrota y la mudez en busca de construir una nueva subjetividad que la que se abre con un grito colectivo contra la violencia machista?
Para un camino nuevo necesitamos un nuevo mapa, uno en el que las líneas que tracemos de pasado a futuro atraviesen este presente de oportunidad para re-narrarnos, para metabolizar el miedo, para auto-constituir nuestros cuerpos con el horizonte de expectativas iluminado no por el registro de la impotencia y la derrota –aunque sean parte innegable de lo que fue- sino por las potencialidades invisibilizadas que todo lo marginado y repudiado contiene y que parecen hoy señalar el rumbo de una subjetividad que vale la pena intentar construir."




[1] Kafka, Franz, Ante la ley, Debolsillo, Buenos Aires, 2014, p. 146.
[2] Quiero agradecer a Carlos Gamerro que me haya permitido leer la versión inédita del texto “Héroes de Malvinas” que presentó en el evento “Historia, arte, política y memoria, a 30 años de la Guerra de Malvinas” organizado por la Universidad Nacional de Tres de Febrero los días 18 a 20 de abril de 2012 en el Palais de Glace, evento del que participaron investigadores del campo de la historia, la antropología y la filosofía, junto con excombatientes, artistas, periodistas y militantes de derechos humanos.  Este texto será parte próximamente de una publicación que reúne los trabajos presentados en el evento bajo la compilación de Verónica Tozzi y Gustavo Castagnola. 
[3] El texto puede leerse en la pestaña “Qué es Ni Una Menos” en la página web: http://niunamenos.com.ar/