Después de tres años de quererlo y
no poderlo
fue una palabra en boca de un
extraño la que me permitió separarme.
Una extraña, en realidad.
No tan extraña: una compañera de
investigación.
Me dijo “sumisa” y me rebelé.
Se llamaba Mariela.
Ella y yo volvíamos de un congreso
en la ciudad de Córdoba.
De mis tiernos primeros congresos
como estudiante aún de filosofía.
Como es usual, dos compañeras que se
tienen una cierta simpatía
aunque no una amistad,
se sientan en el micro y conversan
en esas horas de viaje de regreso.
¡Claro que fue un viaje de regreso!
Al abrigo de la intimidad de la
charla femenina
volví a hacer -porque hacía años
que estaba en eso-
el relato de mi drama.
Le conté a la compañera, que se
interesó dulce y honestamente por cómo andaba
la crisis del noviazgo.
Le conté todo lo que él me hacía y
decía que yo ya no soportaba.
El maltrato, la asfixia,
las peleas, las presiones,
los desacuerdos, las decepciones.
Y todo en el modo trágico del “mirá
lo que me hace”
y el no saber qué hacer con eso.
No saber cómo salir.
Saber que hay que salir. Sentir que
se quiere huir.
Y no saber cómo hacerlo.
Con los años entendí que una se va yéndose.
No hay un algo que hacer antes. No
hay un exacto momento.
Es el irse y punto.
Como la puerta de “La ley” de Kafka,
pero saliendo.
(Siempre que se sale por una puerta
se entra a otra cosa).
Relaté el drama y sus
imposibilidades.
Conté las miserias y el agobio.
Me lamenté, mostré mi sufrimiento.
Y probablemente también algún “yo
no me lo merezco”.
Di detalles, describí escenas,
analicé situaciones, señalé
conclusiones evidentes,
todo en el modo del “no puedo”.
Y cuando el río de descarga de
malestar ya había sido expectorado,
mi compañera de viaje,
que me había escuchado con calma
atención
(era una mujer inteligente pero de
cierta timidez,
cierta reserva, pocas pero justas
palabras)
tomó la palabra
con su atenta y generosa escucha
retomando el hilo de mi reflexión.
Tiró fuerte de lo que en mi relato
se mostraba
y con una certera amable violencia
me dijo:
“Qué raro lo que me contás, porque
no parecés sumisa.”
“Sumisa”.
Esa palabra estalló en mi cara.
Sumisa.
“No parecés sumisa”.
Esa era yo en mi relato: sumisa.
Me lo dijo y me psicoanalizó.
(El día que me separé, poco después,
llamé a quien sería por años mi analista y pedí mi primera sesión, algo que hacía meses que quería
hacer y no lo hacía “porque no tenía plata”: con la misma “no plata” pagué desde
el primer día en adelante. Alguna vez comparé mi gasto en terapia con “el
alquiler de mi casa”, aunque en ese momento todavía vivía con mis padres: era otro
el hogar que estaba construyendo).
Sumisa.
Escuché esa palabra y entendí con
vergüenza todo:
yo era cómplice de mi sufrimiento,
me permitía ser la damisela débil
en la torre encerrada.
Sumisa y no lo fui más.
Desde ese momento de claridad,
de ese destello que me devolvió los
ojos,
supe que iba a separarme.
Recuerdo volver de la estación de
Retiro a mi casa,
donde me encontraría a mi novio,
sabiendo que se había terminado.
Llegué tranquila, casi alegre como
siempre,
aunque con una verdad, un secreto
muy adentro.
Traía de Córdoba el libro en el
cual me habían publicado mi primera ponencia académica.
Lo traía contenta, abrazado.
Se lo mostré a él y me dijo cínica,
desmerecedoramente:
“¿Cuánto te lo cobraron?”
Treinta y cinco felices pesos
recuerdo haberlo pagado.
Como recuerdo el desprecio que
sentí por su mierda en ese momento.
No le contesté nada porque entonces
lo supe:
“La próxima vez que peleemos me
separo”.
Por eso callé, porque postergué el momento
por conveniencia.
No era ese el momento.
La pelea siguiente, así fue.
Lo eché de mi casa, de mi vida,
lo desterré de todo lo que tenía
que ver conmigo definitivamente.
La historia no terminó en la
insumisión de la sumisa.
El maltratador desencajado me
reservó el regalo perverso
de amenazas de suicidio,
declaraciones policiales,
un fin de semana entero sumida en
la angustia y la bronca
de una última extorsión con la que
cobrarme caro mi libertad.
“Sumisa”.
Una palabra dicha por una semi-extraña.
Un significante, un regalo de una persona
de paso en mi vida
que en un viaje de regreso
me asestó el golpe auditivo que me
regresó a la vida.
Un ruido: sumisa y no hubo vuelta
atrás.
Es que a veces las palabras nos
liberan,
aunque muchas veces no sean las
nuestras.
Palabras ajenas que son las más
propias,
las que nos captan,
nos abraz/san.
De repente todo fue comprendido
e incinerado.
Un fuego sacrificial
que expió el crimen de la sumisa,
que resucitó a la mujer que yo era
y estaba atrapada.
Palabras que incendian la mente,
que liberan el cuerpo,
que cruzan las puertas de los fantasmas
carceleros,
que devuelven la vida y el habla.