miércoles, 20 de junio de 2018

El hogar enemigo

Cuando me separé de mi segunda pareja fue la primera vez que me separé de una convivencia.

Esa primera convivencia en un departamento alquilado también había sido el primer lugar en el que viví luego de vivir toda la vida en la casa de mis padres. De hecho, el proyecto original mío había sido irme a vivir sola, algo que siempre había deseado siendo yo alguien que tiene un particular romance con su deseo de libertad, emancipación, cuarto propio, desde que tengo memoria. Pero en el medio de ese proyecto apareció el amor, el amor propuso irnos a vivir juntos y yo al amor le hago caso bastante seguido.

Un año después de vivir juntos, dos después de habernos enamorado, nos separamos. La decisión fue que él se fuera a vivir de nuevo con su madre, a unas cuadras del departamento y que yo me quedara. Yo quería quedarme porque ese lugar había sido para mí el lugar de mi independencia, más allá de la convivencia con mi ex pareja. Había yo desarrollado, cultivado una relación amorosa con mi departamento: era un dos ambientes amplio, con un living que terminaba en un balcón a la calle (cosa que siempre había deseado), hermosamente luminoso, en el cual tenía mi escritorio, mi primer escritorio de emancipada-filósofa-investigadora-por-momentos-tímida-escritora. Como mi ex tenía horario de oficina, desde la mañana hasta las seis de la tarde, el espacio del departamento era todo mío. Así nos enamoramos, el departamento, el balcón, mi soledad feliz y yo. Por eso, porque yo había hecho un vínculo precioso con ese lugar, mis espacios, mis tiempos, mi barrio y mis rutinas, quedarme en el departamento que habíamos alquilado juntos era para mí lo mejor.

Él se fue y con su irse se terminó (aunque en cuotas) la relación. Pero antes que la relación, se terminó el malestar, ese tremendo malestar de una pareja que se rompe pero sigue conviviendo. Por eso en el primer tiempo llegó la tranquilidad, la calma, el fin de la angustia de la indecisión del nos-separamos-sí/nos-separamos-no. Hay un modo de la angustia que se termina cuando algo se decidió, aunque la decisión sea la más difícil, la más terminante, la del fin al final.

Yo me quedé en el departamento de la ilusión de la vida feliz juntos con la ilusión quebrada. Pero, nuevamente, al principio era liberador, era “ya está”. Y como mi primer cuarto propio y yo no solo no habíamos disminuido nuestro romance sino que claramente nos habíamos comprometido, nos habíamos casado, celebrado nuestras bodas de esposo-hogar-propio y esposa-mujer-emancipada, en ese principio de la calma de la decisión por fin tomada, nuestro affair fue total.

De hecho, cuando mi pareja me había propuesto que lo espere un par de meses y en vez de irme a vivir sola nos fuéramos juntos, yo dudé porque siempre había soñado con vivir sola un tiempo. Igual opté por probar la vida con él teniendo en mente un sabio consejo: “Mirá, después si te separás, vas a poder vivir sola. Si sale bien, salió bien. Si no, podrás tener tu experiencia sola. Así que no te preocupes.” Y así fue: no me fui a vivir sola pero me quedé viviendo sola y, optimismo de acero característico mío mediante, lo viví así, “ahora, sí, esto también es algo que yo quería.”

El affair con mi cuarto propio y mi barrio por elección continuó… acompañó muy bien los primeros tiempos de llanto y dolor que aún quedaban, claro está. Pero mi departamento me acompañaba como proponiéndome una nueva aventura, un nuevo proyecto, una nueva experiencia que se paría de una cierta muerte. El cuarto propio que te vuelve Ave Fénix: resurgida de las cenizas de la crisis, empoderada, heroína de la soledad elegida. Mis rutinas, mis horarios, mis tareas, mis momentos, mis visitas, todo era parte de este mi amor-refugio, mi affair-departamento, mi compañero-hogar.

Pero un día me desperté y mi hogar se había vuelto enemigo. Recuerdo vívidamente la sensación: estaba en la cama, abrí los ojos, miré la habitación, la puerta que daba al living y de pronto se alteró mi percepción… el departamento me miraba con otra cara, o me daba vuelta la cara… algo había cambiado y estaba sin embargo todo igual, tal cual.

Una angustia tremenda se apoderó a través de esa percepción de mi cuerpo… no sé si me entró por los ojos o me salió de adentro… como sea, me invadió. Una sensación de extrañamiento… una insoportable tristeza-soledad.

“¿Por qué me hacés esto?” me hubiera gustado preguntarle a mi hogar-ahora-enemigo… pero creo que estuve lejos de poder formular preguntas, en silencio, obturada en toda comunicación, en todo posible monólogo por ese invierno que me invadió por dentro.

El hogar se volvía desierto.

Arrasado, todas sus flores muertas, seca la tierra del paisaje… las paredes blancas que eran espejos alegres de luz se volvían fríos azulejos de morgue.

Y nada había cambiado. Nada nuevo había pasado. Veníamos de meses de optimista-heroico affair… “vivo sola, me encanta mi departamento, me enamora e inspira la luz del balcón, qué lindo mi barrio, yo quería esto…” y ahora, la traición. Y ahora, me abandonaba. Ahora que tanto lo necesitaba.

Ese día entendí –y lamentablemente hace poco reviví ese pesado ciclo- que la liberación de la angustia ante la crisis sostenida, la concreción del final que venía a terminar con tanta desesperación por la duda y la indecisión, que toda esa radiante calma de la decisión difícil tomada, era solo una pequeña paz después de una tormenta, que me había dado un breve tiempo de navegación plácida, para dar paso a una nueva… más que una tormenta, una lluvia copiosa, sostenida, insistente, monótona, interminable: la lluvia de la tristeza, el líquido asfixiante del duelo. Hogar enemigo que me hiciste creer que nuestro romance no sufriría crisis, que la felicidad fantasma del amor trunco que te habitaba iba a ser reemplazada por otra, la nuestra y propia, la felicidad de una soledad elegida que ahora entendía que no era tan voluntaria, que no era tan opción, que también era destierro, invierno de los recuerdos que se marchitan quemando tus ojos, tu carne en el deshidratarse, oxidarse a tu alrededor sin descanso.

Recuerdo que trabajaba en mi escritorio celebrando los momentos de concentración, de inspiración, de disfrute, porque era oasis profesional, remanso en la alienación laboral. Pero también recuerdo esas horas en que nada pasaba, ninguna libido escritural podía sacarme del pozo de la nihilidad del mundo hogareño y recuerdo haber descubierto un truco contra el duelo: salir a caminar. Cuando la tristeza me desesperaba –¡qué tremendamente inútil que es el sentimiento de tristeza… no sirve para nada de nada!- de pronto venía a mí la estrategia corporal a salvarme: me ponía las zapatillas, agarraba solo el mp3 y las llaves, y me iba a caminar por horas… recorría el barrio buscando llegar a sus plazas, siguiendo el sendero de endorfinas que se despiertan y alborotan hasta llegar al lago que está al fondo de Olleros y Libertador… y recuerdo también que a los quince-veinte minutos ya había funcionado el truco: los oídos acallados por la música que los distraía, la mirada exploradora-perdida en caras, lugares, esquinas, calles, las piernas internamente cálidas, el corazón palpitante, los pulmones que bailaban la rítmica danza del sostenido paso y entonces yo, si no rescatada del secuestro del duelo, al menos semirecuperada, pudiendo respirar de nuevo un aire de afuera del hogar enemigo, de un mundo más grande que el de mi propia angustia, de una vida que continúa para todos y entonces, quizás, para mí también… muchas caminatas más mediante.

Así fue la pelea que dí al 2010-año-gris… y eventualmente, entre el tiempo, la caminata, el optimismo obstinado, el deseo de vida, la escritura y mi cuerpo, salimos adelante.

El hogar enemigo se reconcilió conmigo… quizás se asustó de tanto que me iba y lo dejaba con la discusión a medio terminar, con el reproche al que ya no prestaba oídos, con sus fantasmas acosadores ninguneados, con sus rincones traicioneros de pasado desestimados. En algún punto nos enamoramos de nuevo. De algún modo reconstruimos el amor que nos teníamos, ahora sobre bases menos ilusoriamente firmes pero deseantes.

Pero nunca más fuimos los mismos: ni él, hogar propio, devenido enemigo y luego propio-herido-retornado, ni yo, la que no puede vivir sin caminar, sin escribir, sin huir cada tanto de la tristeza inútil de los amores pasados y las ilusiones muertas que la habitan vaya a donde vaya.

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