Esa primera
convivencia en un departamento alquilado también había sido el primer lugar en
el que viví luego de vivir toda la vida en la casa de mis padres. De hecho, el
proyecto original mío había sido irme a vivir sola, algo que siempre había
deseado siendo yo alguien que tiene un particular romance con su deseo de
libertad, emancipación, cuarto propio, desde que tengo memoria. Pero en el
medio de ese proyecto apareció el amor, el amor propuso irnos a vivir juntos y
yo al amor le hago caso bastante seguido.
Un año
después de vivir juntos, dos después de habernos enamorado, nos separamos. La decisión
fue que él se fuera a vivir de nuevo con su madre, a unas cuadras del
departamento y que yo me quedara. Yo quería quedarme porque ese lugar había
sido para mí el lugar de mi independencia, más allá de la convivencia con mi ex
pareja. Había yo desarrollado, cultivado una relación amorosa con mi
departamento: era un dos ambientes amplio, con un living que terminaba en un balcón
a la calle (cosa que siempre había deseado), hermosamente luminoso, en el cual
tenía mi escritorio, mi primer escritorio de
emancipada-filósofa-investigadora-por-momentos-tímida-escritora. Como mi ex
tenía horario de oficina, desde la mañana hasta las seis de la tarde, el
espacio del departamento era todo mío. Así nos enamoramos, el departamento, el
balcón, mi soledad feliz y yo. Por eso, porque yo había hecho un vínculo
precioso con ese lugar, mis espacios, mis tiempos, mi barrio y mis rutinas,
quedarme en el departamento que habíamos alquilado juntos era para mí lo mejor.
Él se fue y
con su irse se terminó (aunque en cuotas) la relación. Pero antes que la
relación, se terminó el malestar, ese tremendo malestar de una pareja que se
rompe pero sigue conviviendo. Por eso en el primer tiempo llegó la
tranquilidad, la calma, el fin de la angustia de la indecisión del nos-separamos-sí/nos-separamos-no.
Hay un modo de la angustia que se termina cuando algo se decidió, aunque la
decisión sea la más difícil, la más terminante, la del fin al final.
Yo me quedé
en el departamento de la ilusión de la vida feliz juntos con la ilusión
quebrada. Pero, nuevamente, al principio era liberador, era “ya está”. Y como
mi primer cuarto propio y yo no solo no habíamos disminuido nuestro romance
sino que claramente nos habíamos comprometido, nos habíamos casado, celebrado
nuestras bodas de esposo-hogar-propio y esposa-mujer-emancipada, en ese
principio de la calma de la decisión por fin tomada, nuestro affair fue total.
De hecho,
cuando mi pareja me había propuesto que lo espere un par de meses y en vez de
irme a vivir sola nos fuéramos juntos, yo dudé porque siempre había soñado con
vivir sola un tiempo. Igual opté por probar la vida con él teniendo en mente un
sabio consejo: “Mirá, después si te separás, vas a poder vivir sola. Si sale
bien, salió bien. Si no, podrás tener tu experiencia sola. Así que no te preocupes.”
Y así fue: no me fui a vivir sola pero me quedé viviendo sola y, optimismo de
acero característico mío mediante, lo viví así, “ahora, sí, esto también es
algo que yo quería.”
El affair
con mi cuarto propio y mi barrio por elección continuó… acompañó muy bien los
primeros tiempos de llanto y dolor que aún quedaban, claro está. Pero mi
departamento me acompañaba como proponiéndome una nueva aventura, un nuevo
proyecto, una nueva experiencia que se paría de una cierta muerte. El cuarto
propio que te vuelve Ave Fénix: resurgida de las cenizas de la crisis,
empoderada, heroína de la soledad elegida. Mis rutinas, mis horarios, mis
tareas, mis momentos, mis visitas, todo era parte de este mi amor-refugio, mi
affair-departamento, mi compañero-hogar.
Pero un día
me desperté y mi hogar se había vuelto enemigo. Recuerdo vívidamente la
sensación: estaba en la cama, abrí los ojos, miré la habitación, la puerta que
daba al living y de pronto se alteró mi percepción… el departamento me miraba
con otra cara, o me daba vuelta la cara… algo había cambiado y estaba sin
embargo todo igual, tal cual.
Una
angustia tremenda se apoderó a través de esa percepción de mi cuerpo… no sé si
me entró por los ojos o me salió de adentro… como sea, me invadió. Una
sensación de extrañamiento… una insoportable tristeza-soledad.
“¿Por qué
me hacés esto?” me hubiera gustado preguntarle a mi hogar-ahora-enemigo… pero
creo que estuve lejos de poder formular preguntas, en silencio, obturada en
toda comunicación, en todo posible monólogo por ese invierno que me invadió por
dentro.
El hogar se
volvía desierto.
Arrasado,
todas sus flores muertas, seca la tierra del paisaje… las paredes blancas que
eran espejos alegres de luz se volvían fríos azulejos de morgue.
Y nada
había cambiado. Nada nuevo había pasado. Veníamos de meses de optimista-heroico
affair… “vivo sola, me encanta mi departamento, me enamora e inspira la luz del
balcón, qué lindo mi barrio, yo quería esto…” y ahora, la traición. Y ahora, me
abandonaba. Ahora que tanto lo necesitaba.
Ese día
entendí –y lamentablemente hace poco reviví ese pesado ciclo- que la liberación
de la angustia ante la crisis sostenida, la concreción del final que venía a
terminar con tanta desesperación por la duda y la indecisión, que toda esa
radiante calma de la decisión difícil tomada, era solo una pequeña paz después
de una tormenta, que me había dado un breve tiempo de navegación plácida, para
dar paso a una nueva… más que una tormenta, una lluvia copiosa, sostenida,
insistente, monótona, interminable: la lluvia de la tristeza, el líquido asfixiante
del duelo. Hogar enemigo que me hiciste creer que nuestro romance no sufriría
crisis, que la felicidad fantasma del amor trunco que te habitaba iba a ser
reemplazada por otra, la nuestra y propia, la felicidad de una soledad elegida
que ahora entendía que no era tan voluntaria, que no era tan opción, que también
era destierro, invierno de los recuerdos que se marchitan quemando tus ojos, tu
carne en el deshidratarse, oxidarse a tu alrededor sin descanso.
Recuerdo
que trabajaba en mi escritorio celebrando los momentos de concentración, de
inspiración, de disfrute, porque era oasis profesional, remanso en la
alienación laboral. Pero también recuerdo esas horas en que nada pasaba, ninguna
libido escritural podía sacarme del pozo de la nihilidad del mundo hogareño y
recuerdo haber descubierto un truco contra el duelo: salir a caminar. Cuando la
tristeza me desesperaba –¡qué tremendamente inútil que es el sentimiento de
tristeza… no sirve para nada de nada!- de pronto venía a mí la estrategia
corporal a salvarme: me ponía las zapatillas, agarraba solo el mp3 y las
llaves, y me iba a caminar por horas… recorría el barrio buscando llegar a sus
plazas, siguiendo el sendero de endorfinas que se despiertan y alborotan hasta
llegar al lago que está al fondo de Olleros y Libertador… y recuerdo también
que a los quince-veinte minutos ya había funcionado el truco: los oídos
acallados por la música que los distraía, la mirada exploradora-perdida en
caras, lugares, esquinas, calles, las piernas internamente cálidas, el corazón
palpitante, los pulmones que bailaban la rítmica danza del sostenido paso y
entonces yo, si no rescatada del secuestro del duelo, al menos semirecuperada,
pudiendo respirar de nuevo un aire de afuera del hogar enemigo, de un mundo más
grande que el de mi propia angustia, de una vida que continúa para todos y
entonces, quizás, para mí también… muchas caminatas más mediante.
Así fue la
pelea que dí al 2010-año-gris… y eventualmente, entre el tiempo, la caminata,
el optimismo obstinado, el deseo de vida, la escritura y mi cuerpo, salimos
adelante.
El hogar
enemigo se reconcilió conmigo… quizás se asustó de tanto que me iba y lo dejaba
con la discusión a medio terminar, con el reproche al que ya no prestaba oídos,
con sus fantasmas acosadores ninguneados, con sus rincones traicioneros de
pasado desestimados. En algún punto nos enamoramos de nuevo. De algún modo
reconstruimos el amor que nos teníamos, ahora sobre bases menos ilusoriamente
firmes pero deseantes.
Pero nunca
más fuimos los mismos: ni él, hogar propio, devenido enemigo y luego
propio-herido-retornado, ni yo, la que no puede vivir sin caminar, sin
escribir, sin huir cada tanto de la tristeza inútil de los amores pasados y las
ilusiones muertas que la habitan vaya a donde vaya.
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