sábado, 30 de noviembre de 2013

Ayer, Lupe y yo comíamos una mandarina (o de las -por suerte pasadas- angustias doctorantes)

Ayer, Lupe y yo comíamos una mandarina. Estábamos en la cocina, charlando tranquilas con mamá, Kiki y la abuela. Habíamos almorzado hacía un rato y yo ya estaba por volverme a casa, a la infinita tesis. Pero antes me dediqué a terminar de disfrutar de mis mujeres más mías comiéndome una mandarina, muy despacio y disfrutablemente, con Lupe. La tenía a upa, en mis rodillas, y dividíamos un bocado para la tía y uno para ella. La mandarina estaba deliciosa, carnosa, jugosa… Lupe mitad la chupaba, mitad la mordía con sus cinco dientecitos preciosos, sin dejar de saborearla con el placer con el que se prueba la primera mandarina, que claramente no era su primera mandarina, pero en su saborear mostraba lo primario de su disfrute. Así estuvimos un rato, en una lenta danza de un bocado y otro bocado, interrumpida graciosamente por alguna gotita de jugo que le caía a Lupita en el brazo, a la que la tía le pasaba la lengua mitad para limpiarla (como los gatos con su cría), mitad para hacerla reír a Lupita con las cosquillas. Así estuvimos un hermoso, lánguido, relajado, rato.

Como la hora de volver al trabajo se acercaba, bajé a Lupe al piso para lavarme las manos y emprender la partida. Fui a la cocina a lavarme las manos, a solo cuatro o cinco pasos de la mesa,  y Lupe corrió desesperada detrás de mí, llorando su bronca de que la tía la había bajado al piso. Lupe quería upa de nuevo. Le expliqué: “No llorés, mamita, la tía se lava las manos y te hace upa de nuevo”. Le hablé en tono calmado, dulce, para consolarla y darle garantías de que mi abandono era meramente momentáneo. Pero Lupe no escuchó razones –ni las hubiera escuchado si hubiera podido entender algo más que el tono dulce con el que la tía la calmaba. Lloró y lloró, mientras la tía contaba los segundos del lavado de mano como un crimen imperdonable extendidísimo en el tiempo. Lupita además estaba cansada, porque la visita de la tía le había retrasado un poco su hora de siesta y claramente el llanto mezclaba la necesidad de descanso y la necesidad de mimos de la tía.

Lupita y yo nos armamos nuestro vínculo durante los tres meses que estuve en casa de mamá esperando para mudarme al departamento nuevo. Fue un lazo hecho a partir de la mal-crianza de la tía que, sentada todas las mañanas para trabajar en su tesis o sus clases, cuando escuchaba llorar a la sobrina se inventaba el deber moral de traerla con ella para calmarla, haciéndola jugar con algún papel y un lápiz, o sentándola al lado con el cochecito para charlarle mientras (hacía que) trabajaba, o llevándola a la practi-cuna para verla desde la mesa y hacerle caritas, mientras la dejaba jugando con algún chiche o librito para que se entretuviera. Toda una situación de “tía que calma a la sobrina que llora” enmascaraba la verdadera realidad de “sobrina que calma a la tía hastiada del gris trabajar”. Así nos hicimos un vínculo de mimos y de pseudopalabras, ruidos amorosos para ambas. Entre sus risitas y mis monerías, o sus monerías y mis risitas, Lupita y yo descubrimos que a ella también le gustan los libros y que el estante de la abuela bis con los “bichitos” le provocaba una sonrisa y una curiosidad patentes, cuando la tía acompañaba la descripción individual de cada “bichito” con el dedo científico-identificador que iba de uno a otro diciendo “Este es un patito”, “Este es un elefante”, “Este es un angelito”, más un tono musical en las palabras, casi un precario canto a todo lo que se va a encontrar en el mundo, empezando por los “bichitos” del estante.

Luego de lavarme las manos con la rapidez de quien más que mojarlas, se las está quemando, me sequé rápidamente con el repasador y le hice upa de nuevo a Lupe. En mis brazos el llanto-reclamo aminoró… volví a la silla, la acomodé y se acomodó abrazada a mí, y empecé a cantarle sin palabras y con una palmadita suave y rítmica en la colita, para que se duerma. Lupe hundió su carita en mi cuello en un vaivén que buscaba la mejor posición posible para un sueño que ya la estaba pudiendo… cantó un poco conmigo para dormirse… y en unos breves minutos, al sueño, en los brazos de la tía del estante de los “bichitos”, se entregó.


Y yo me quedé ahí, con mi Lupita en brazos, unos minutos más de los necesarios, antes de acomodarla en el cochecito para que ella descanse y yo, vuelva al trabajo. Y me quedé también ahí imaginariamente, mientras volvía a casa caminando, pensando en todo lo que los cuerpos dicen sin palabras, en todo lo que pasa de más fundamental en la existencia, entre el sabor de una mandarina, y un conato de canto de cuna. La necesidad del tacto, del con-tacto, del afecto por vía de las manos, los cuerpos abrazados… la beba que calma a la tía en su hastío… la tía que calma a la beba en su reclamo. No hablaré de experiencias primarias del cuerpo, porque decidir sobre lo primigenio no me interesa. Pero sí de una experiencia posible y necesaria del cuerpo… del con-tacto que calma, del mimo que revivifica. La vida que se expresa y comunica entre los cuerpos mientras la tía duerme a la sobrina y la sobrina adormece las grises angustias de la tía. 

viernes, 29 de noviembre de 2013

La interlocución profunda

Hay muchos modos de estar en el mundo. No hay parámetro, regla o norma  que pueda decidir cuál es el mejor de ellos. En un vocabulario sencillo aunque imaginario: no podemos saber de qué modo se es feliz.

Uno, además, solo puede estar de tal modo porque es-estando de ese modo. Decidir “estar” es posible y no tanto, a la vez.

Entonces, hablemos de un modo o, mejor dicho, quiero hablar de una modalidad de estar en el mundo ni mejor ni peor, una entre otras: el modo de la interlocución profunda. Me refiero a esa experiencia de la propia existencia que está acompañada por la experiencia de poder hablar íntimamente con algún otro. Alcanza con que haya al menos “un” otro así para entender de qué hablo. Aunque la fortuna, en esta modalidad de estar, tiene la forma de varios otros con los que se comparte esta profunda interlocución.

Pero con uno alcanza para vivirla. Digo que alcanza con uno al menos porque la no-experiencia de la interlocución profunda lleva la marca de ningún otro con quien se habla así; o también, la marca más natural de que ese otro ni siquiera haga falta. Se puede vivir tranquilamente la vida sin esa falta. Es solo otro modo de estar en el mundo. Yo, lo desconozco absolutamente. Por tanto, escribo sobre mi necesidad y potencial falta: la interlocución profunda.

Es inter-locución porque se habla con otro, yo hablo y el otro escucha (o lee) y ese otro habla y yo escucho, pero esas locuciones alternativas, alternándose en el tiempo, en la inevitable linealidad del significante, son en realidad “inter”, entre: su posibilidad ontológica es ese espacio-tiempo “entre” nosotros que, cuando no está, “hace falta”, está en ausencia, indica su no-estar.

Ese “inter” de ese posible locutar tiene de plural lo mismo que de más individual tiene: porque en la experiencia de la profunda interlocución yo me-hablo con vos. De allí su carácter de profunda: nosotros nos abismamos en nosotros cuando nos hablamos. La profundidad del me-hablarte manifiesta la posibilidad, por otro donada, más propia: la de decir lo mejor y lo peor de mí, a la vez; de mostrar mi milagro y mi mierda, de ridiculizarme, reírme y reírnos... igual que pronunciar las palabras, las ideas, las verdades a las que más le temo. Tener-me menos miedo porque estás, en mi mierda-verdad, conmigo. En mi debilidad, mi nimiedad, mi miserabilidad. Y vos conmigo… con menos miedo, con esa calma de saber que antes y después de lo dicho, seguiré yo ahí, viviendo el acontecimiento pero aportando el espacio inamovible de su suceder entre nosotros eso, lo dicho.

Allí donde todo más me/nos duele. Allí donde la palabra es una hazaña y la articulación discursiva, una verdadera poiesis.

Es que no hay yo-profundo sin tú-profundo, ya lo dijo Benveniste. No hay interlocución si vos no estás, también, generando con tu cuerpo y tu palaba ese campo magnético de abismo sostenido que vos y yo necesitamos para que esto se pueda decir, de esto se pueda hablar.

Y sin embargo, la salud de la interlocución profunda consiste en que te hablo mi mierda, pero no te traigo a ella, no te invito a vivirla conmigo. Te necesito “otro” para que hablemos de mí en mi mierda, como vos conmigo. Necesito cuidarte como “afuera” de lo peor de mí, para que puedas cuidarme en la compañía de qué hacer con esto. Sin cuidado, no hay verdadera interlocución. Te quiero distinto, te quiero otro, te quiero ahí, conmigo pero no-yo, para provocar este espacio en el que estamos “entre” nosotros, para los dos, para ambos. Donde hay poiesis existencial no puede haber ni sujeción ni aniquilamiento… ni siquiera como intento.
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Merleau Ponty habló de dos cosas que son dos verdades de la interlocución profunda: el solipsismo vivido y la promiscuidad ontológica.

Se vive, es verdad, solipsistamente. En otras palabras, no puedo dejar de ser mi cuerpo, éste, que me recorta forzadamente de la intersubjetividad deseada, añorada, solicitada, co-construida. Pero así como no se puede sino vivir solipsistamente en el cuerpo discreto que somos, tampoco se puede hablar solo: ¿qué puede ser seriamente “hablar solo”? Si siempre que hablo o escribo necesito la ficción de un otro posible que me escuche, que me lea… todo monólogo es un imaginario desdoblamiento de uno mismo, un fingir que soy esta y otro, un inventarme un alter con quien seguir creyendo que estoy cuerda, no loca, si hablo sola.

Ahora, el cuerpo discreto, solipsistamente vivido, y el diálogo intersubjetivo fundador de todo ficticio monólogo no se oponen, no se contradicen: están unidos, íntimamente unidos… orgánicamente unidos por una sustancia rara hecha de movimientos, ruidos y cuerpo: porque sin la garganta de este cuerpo solipsista-seccionado de otro, sin la posibilidad más propia de este cuerpo-garganta de articular sonidos significantes, no habría diálogo posible.

Mi garganta mía necesita tus oídos tuyos para unir nuestros cuerpos en un cuerpo nuevo, uno y tercero, intersubjetivamente vivido.

Hay un hilo de vida orgánica transfigurada en aire articulado que cose tu cuerpo al mío cuando hablamos… cómo la costura de una herida en la piel: se cose de modo que lo que primero es forzada yuxtaposición de dos trozos de piel seccionados se una, se peguen uno a otro secretando el fluido regenerador que vuelve a hacer de lo violentamente dividido, una misma piel.

Cuando vos y yo hablamos, mi garganta se cose a tu oído –y tu garganta al mío, casi como en una danza… una puntada-paso y  me coso a vos; otra puntada-paso, y te cosés a mí- para que nuestros cuerpos distintos sean uno en la interlocución profunda (nos cosemos tanto, que hasta nos fundimos, nos cocemos juntos).

Y por eso cortar el diálogo se siente como una herida que sangra, que se vuelve a abrir, que se expone a la falta de una piel que sintió suya, esa otra piel que siente parte de ella misma. Pero se vive solipsistamente… entre un diálogo milagroso y otro, se vive solo.

-Pienso en la unión de los cuerpos cuando el diálogo es a través de la mutua lectura y escritura… el intercambio epistolar, por ejemplo, donde los cuerpos están aún a más distancia… aquí la sutura es de mi manos que escriben a tus ojos que leen… unidos como por un río de tinta, como por una teletransportación de pixeles-.
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La falta que marca la interlocución profunda cuando hace falta se origina en la promiscuidad ontológica: todos venimos de una misma porción finita de carne, de carne humana, de ciclos finitos, circular-espiralados, de un parto después de otro. Todos salimos de un número finito de cuerpos. Somos todos un mismo cuerpo seccionándose. Somos todos hijos de una misma carne, una mísera y lábil carne humana.

Seccionados de la carne original que somos, expulsados de un útero que era nuestra carne y nuestro refugio al mismo tiempo, buscamos la sutura de nuestros cuerpos en una interlocución profunda posible que se siente como un retorno momentáneo a un mismo útero. Un lugar a salvo de todo. Un hogar para nuestra precariedad ontológica. Una promesa de vida que recién empieza. Un asilo frente al acecharnos de la mierda que es miseria y es muerte.

La interlocución es finita, interrumpida, imposible de sostener en permanencia continua. La piel se sutura y se hiere, se vuelve a suturar y sangra otra vez la herida. Porque volver imaginariamente a través de la sutura interlocutada de los cuerpos a un útero imposible solo se puede por un momento… y en la férrea disección que el tiempo nos impone, aún in-útero sabemos que no podemos olvidar lo que hemos aprendido: que se vive ex –útero, ex-origen, en la ex-sistencia, solipsistamente yectos, añorando la carne común que somos, que solo por momentos se reestablece en la sutura de una garganta a un oído, de unos dedos a unos ojos.

Abismo, cuerpo, sutura y tiempo, en la experiencia de la interlocución profunda.




miércoles, 27 de noviembre de 2013

Filosofía y psicoanálsis: Tematizar la falta

Si hay algo que une la filosofía con el psicoanálisis es que ambas tematizan la falta. Tematizar la falta es hacer de ella un tema cuando regularmente pasaría desapercibida o no reconocida como tema para pensar, indagar, cuestionar, escribir. Hacer de la falta tema es traerla al discurso. Traerla porque fuera del discurso está siempre ya ahí. Que esté ahí y que sea traída al discurso es necesario, porque tematizar la falta significa pensarla aunque sea ficticia, aunque en realidad no sea o sea nada. Pero que sea ficticia, que no sea realmente, no la hace por eso menos efectiva.

Y como la falta está siempre ya ahí, tematizada o no, podemos admitir la falta u omitirla, vivirla como negación. Admitir la falta es hacer filosofía, es hacer terapia. De nuevo, lo repito para que sea dicho claramente: lo que tienen en común hacer filosofía  y analizarse es tematizar la falta.

Y no tematizarla es negarla. Negarla es omitirla, actuar frente a la falta como por omisión. Es estar siempre dando puñetazos al aire. Ganar una discusión filosófica desde la negación no es llegar a alguna verdad, sino que gane inútilmente aquél que derribó, puñetazos ciegos mediante, al otro.

En cambio, si tematizamos la falta, nadie gana la discusión filosófica. No hay ganadores y perdedores. Porque ante la falta no hay rivales: todos reconocemos, ante la falta, que ya hemos perdido un poco. Así como todos ganamos la paz, o al menos la calma corporal, de reconocer que eso que estaba ahí y que no queríamos ver, que nos jodía desde algún punto ciego de nuestra percepción escorzada, no era sino la falta. La misma falta constitutiva que nos hace a todos. La misma pero a tu modo. Tu vacío, tu lugar oscuro, tu verdad miserable o verdadera miserabilidad.

Es importante tematizar la dualidad de la falta, su doble cara, su doble aspecto. O, mucho mejor dicho, no es la falta la que es doble, sino que es ese algo del sujeto del cual la falta es una cara lo que es verdaderamente bifaz. Es algo del sujeto cuya cara difícil de enfrentar es la falta, es aquello cuya cara inevitable de ver a los ojos es el deseo. Hay algo de lo cual la falta y el deseo son ambos hijos. Hay algo que da vida a la falta y el deseo. Algo del orden de lo agujereado, de lo incompleto, de lo perforado: el ser en el tiempo. El ser en el tiempo que sabemos temáticamente pero que hay que saber en/con el cuerpo para saberlo en serio, para degustarlo en su salado y amargo sabor. El ser en el tiempo que es nada. Nada como negatividad… como vida interior de la falta; como potencia exteriorizante del deseo.

Por eso, sin que ninguna lectura causalista –y quizás todas a la vez- sea posible, sabemos que sin falta no hay deseo. Pero no quiero decir que no se desea algo si no te hace falta. Quiero decir una mejor cosa: quiero hablar de por qué la filosofía y el psicoanálisis tienen que ver con la escritura. Porque la filosofía y el psicoanálisis tematizan la falta para reconocer el deseo. Si no sé traer a la palabra lo que me hace falta, no puedo decir mi deseo. Menos aún, escribirlo. O mejor dicho, no puedo escribir verdaderamente. Porque se puede escribir falsamente… y se puede ser brillante, y genial, y admirable en una escritura falsa. La escritura falsa es la que apabulla con las palabras, las frases, las sentencias, las imágenes embellecidas, hasta sublimes, para tapar con todo su potencial sonoro y gráfico la falta que quiere salir, aunque no queramos verla. La escritura falsa es dar puñetazos de lenguaje, dagas de discurso, escupitajos de metáfora en la oscuridad contra no sabemos qué. La escritura falsa es escritura de la negación. Tiene la potencia de vida vicaria del parásito: todo su poder, todo lo que puede la escritura falsa que es verdadera escritura de la negación, es succionar la vida de las cosas: vaciarlas, debilitarlas, volverlas objeto, borrarles el brillo luminoso que tienen cuando nos amenazan en su no ser ya ni a-la-mano, ni ante-los-ojos. Es mirar el martillo que perdió su función y que nos entorpece la repetición de la cotidianidad para, en lugar de maravillarnos frente a su falta de sentido, su ser índice de la significatividad arbitraria que somos, apagarlo, desconectarlo de la desconexión, sofocarlo en su interrupción poética y remitirlo tranquilizadoramente a una mera caja de herramientas en la cual olvidarlo. Cuando podríamos haberlo empuñado y llevarlo de martillo-útil a martillo-potencia-reflexiva. Que quede claro: se escribe desde la oscuridad, se transmite la falta desde su negación, se comunica su presencia como afán ciego de desconocimiento. Y se puede encontrar en maravillosas páginas de la filosofía y la literatura ríos de sangre propia derramada en la lucha autoaniquilante por no tematizar la propia falta. Genios, hay; que sean hombres felices, es otra cosa.

Y la escritura-verdad, la que tematiza la falta, esa es la escritura pura potencia… la escritura cuya mano está guiada por ese temblor temeroso de ir exudando en cada letra, en cada golpe del teclado, o en cada giro valiente y asustado a la vez de la lapicera, el deseo. El deseo de escribir que se sabe deseante de la escritura… la escritura no compulsiva, sino apasionante. La compulsión es hermana de la escritura falsa, negadora, ciega. La pasión, la pasión es una suave y férrea voluntad lenta y lineal de seguir escribiendo. No hay apuro negador cuando se escribe el deseo: hay premura que rima con “dulzura”, hay “prisa” que tiene “risa” adentro. La escritura deseante es la escritura que se sabe perforada por una falta. Sabe la falta y la degusta como deseo. Sabe la distancia ideal regulativa –siempre corriéndose, siempre desplazada, siempre horizonte- que hay entre tematizar la falta y vivir aquello a dónde el deseo la conduce… pero disfruta el trayecto en la alegre conciencia del movimiento, del desplazamiento, de al menos ir en alguna dirección a algún otro lugar. La escritura deseante es movida por una mano que se estira y se ofrece… que busca la feliz posibilidad de que otra mano la encuentre o la difícil pero generosa chance de ser mano-oportunidad para otro. Los dedos nerviosos en el teclado saben que no hacen nada malo, que el deseo de tocar su deseo no admite juicio moral, pero saben también que cada golpe es una transgresión, una marca, una diferencia, una significación producida, una poiesis desaconsejada.

“Si estamos mejor así como estamos.” “¿Moverse, para qué?”

El tránsito entre la escritura negadora y la escritura deseante es la tematización de la falta. Entre una escritura y otra hay un paso por un diván. Hay que primero acostarse para no ver y poder entonces identificar la falta. Hay que recostarse a no mirar, a mirar el techo como no-límite, no-obstáculo, para poder decir la falta y que se vuelva entidad ante los ojos del oído, antes que se pose en la retina que hubo que anular para que la imagen-palabra de la falta sea. Y hay que hablarle a otro que no puedo ver, que no está en mi campo visual pero sé que está escuchando. Sé que va a saber antes que yo cuál es mi falta pero que me va a permitir que sea solamente yo el que la diga. Al decir de la falta se llega solo, pero con otro ausentado de mi mirada, que me sostiene con su escucharme… con su solo ser para mí, en tanto visualmente ausente, una plena escucha: sosteniéndome como un puro oído desde el afuera de mis ojos, como una voz que viene desde un atrás de mí que es imposible, corporalmente imposible, de ser visto por mí… como desde ese lado trasero que uno es y que solo sabe que es si se mira en algún espejo.

Un espejo que no me devuelve ninguna imagen porque no puedo verlo. Que es un oído absoluto en una voz siniestra que llega desde mis espaldas… más siniestra aún porque estoy acostada, a su merced, a merced de que escuche lo que digo mientras me hablo sin mirar nada y que pueda atravesarme un puñal simbólico en el cuerpo cuando al decir, como sea, mi falta, atrape cual pisapapeles en el centro de mí el texto, la materialidad, el sonido, la grafía, en que pude por fin nombrar la falta y hacerla imagen-tema, sonido-objeto, nada-cosa.

Sin la vulnerabilidad reducida en sus capacidades perceptivas del diván por el cual paso para salir de la ciega escritura compulsiva-falsa no hay forma de dar a luz a la escritura-deseo humilde, humana, temerosamente decidida –pero por decidida, afirmada y valiente- que me levanta del diván, que me hace ponerme de pie para poder caminar, mover-me … recorrer-me en el transitar el camino que se abre entre este nuevo yo y el ideal horizonte-regulativo del deseo que es la angustia-falta transfigurada aquí y ahora en potencia vital.

Una y la misma nada.

La nada misma que somos,

en el modo del tiempo.

La voz

Y apareció la voz. Finalmente. Y ahí estaba, desde siempre. Obvia. Se muestra como obvia. Como siempre ya ahí. Pero ahora se muestra, finalmente. La voz. En femenino. Obvio.
Hoy pensaba en el subte que al final la cosa fue como desatar un nudo que no era un nudo.  Un nudo que se resistió un año y más en desanudarse. Un falso nudo, como varios anteriores falsos nudos que desaté, de uno u otro modo. Un nudo que se desata como un moño que corona un regalo, para mí misma.
Y solo tuve que tirar un poco, un poco cada día desde hace más de un año. Tirar de la cinta de seda de la que estaba hecho finalmente el nudo-moño que parecía de soga, intrincadamente anudada, pero no lo era. Tirar de la cinta, un poco, cada vez un poco más, para que se deshaga el nudo y se muestre seda: lisa, suave, tersa, allí, dócil al tacto. Una voz de seda, de mujer, suave, pero capaz de parecer nudo y moño, a la vez. No era nudo, pero parecía. Es moño de regalo, moño de una colita de pelo de nena que deja de ser nena. Juguetona y preciosa, como el nudo-que-ahora-es-moño y como moño-ahora desata y cierra. Anuda un pasado a otra cosa. Un ahora, de regalo, con moño y todo.
No era nudo y le creí tanto que sí. Era seda enroscada. Era un moño en una colita de pelo que queda simpática pero para la que ya estoy grande. Era de seda, de fragilidad y tensión a la vez. Era un no-nudo pero tan nudo entre un comienzo y un fin, que ahora es comenzar de nuevo… otro relato, con otra narradora, otra y la misma, de seda tensionante, pero en su propio elegir poner en tensión tan violenta como dulcemente, el ahora-voz… el ahora-mujer… el ahora-narradora… el ahora-yo, con moño y todo, pero sin colita de pelo.
Solo faltaba un tirar un poco más, como tantas otras veces, como ya sabía sin saber que sabía que iba a pasar. Y se deshizo el nudo… se-des-hizo ante mis ojos, y en mi cuerpo.
Y me termino de dar una ducha caliente en el cuerpo cansado de tanto trabajo y el calor alivia el cuerpo… un cuerpo tensionado que se des-ata, des-anuda de su cansancio… y como el cuerpo se desata sensiblemente, es el calor del agua y la belleza de la música… un disco de jazz maravilloso que pongo cuando me baño para desatar el cuerpo, que acompaña el silencio del cuerpo y un poco de la mente, mientras el agua alivia, mucho, el cuerpo cansado.
Me seco, me visto, me voy al sillón, llevo las hojas de lectura y trabajo, pero me prendo antes un pucho para terminar de fumarme los últimos minutos de la transición al trabajo después del cuerpo bañado, recuperado. Y pienso en ese placer de un poco más de hermosa música, en el sillón, en el living –ese nuevo espacio de la casa de no-trabajo o de transición. Acomodo el cuerpo en el sillón, las piernas levantadas para que sigan descansando otro rato, la cabeza fresca de la ducha caliente, relajada… y el cigarrillo que de a poco me fumo escuchando esa música de seda en mis oídos… y se prende ahora la escritura en mi cuerpo, junto al cigarrillo y sus lentas pitadas. Y empiezo a escribir esto… de a poco, sedamente… despacio como el humo que se enrosca y desenrosca de mi boca hacia afuera. Y sigo escribiendo en mi cabeza acerca del humo, y de la voz, y del nudo.

Y así como se deshizo el nudo de la voz que era un nudo de escritura, se confirma el haberse anudado más que nunca la voz a otra cosa: la escritura al cuerpo. No es solo escribir algo con la mano, es escribir-se con todo el cuerpo. Después de sacarle su cansancio del día y de renovarle la vida para seguir escribiendo. Es la voz la que aparece en una escritura del cuerpo… es “la” voz, de un cuerpo femenino… que era obvia pero que tuvo que terminar de luchar fantasmáticamente con la fantasía de que ser “autor” es masculino. “Autor-izada”, la voz que ahora aparece, sedosamente, en un cuerpo de mujer a la que la colita de pelo ya no le queda, deshaciendo el nudo entre ese antes y este ahora, el nudo-moño del don de la voz propia. 

Hablar la verdad


Últimamente siento que no puedo sino hablar con la verdad… o mejor dicho, hablar la verdad: decir la verdad, decir lo que veo, lo que estoy pensando al momento de hablar, lo que verdaderamente creo, lo que para mí, en ese momento, es.
Pero qué puede querer decir “hablar la verdad”? Al fin y al cabo, soy filósofa y como buena amante de la sabiduría –y toda sabiduría se sostiene de algún modo en el saber de una época, incluso el saber “negativo”- no puedo, en mi situación actual, sostener una concepción de “verdad por correspondencia”. Es decir, “hablar la verdad” no puede querer decir: “Decir lo que es, tal como es”, porque no concibo mi lenguaje como mero reflejo del mundo. Entonces, “hablar la verdad” tiene que querer decir otra cosa.
Pienso en Merleau Ponty, que decía que nos tocábamos con las palabras, que al hablar “cantamos el mundo”… y pienso que lo que me suele suceder es que, frente a un “otro” con el que hablo, con el que dia-logo, decir la verdad es decirle aquello que no quiere ver, o no puede… no porque el otro no ve “el mundo tal como es”: sino porque el otro que habla conmigo, al hablar-me, me dice cosas de sí mismo, lo quiera o no. Todos al hablar mostramos nuestra verdad, que no es verdad de nuestras “proposiciones” abstraídas de nuestros enunciados; no es la verdad ni de las premisas ni de las conclusiones que podamos anudar en supuestos razonamientos. Es la verdad de la ida y vuelta de un argumento que no cierra. La verdad de una vacilación en el uso de las palabras. La verdad en nuestras metáforas recurrentes. La verdad que se muestra detrás de lo que nos cuesta decir o de lo que decimos con demasiada facilidad. La verdad de lo imposible de decir pero obvio, manifiesto, evidente en el cuerpo inquieto que habla, que detrás de los sonidos de su garganta se retuerce, vacila en la silla frente a mí, se agita sobre uno y otro pie, parado frente a mí. El cuerpo que dice la verdad que no es la de las palabras ni las correspondencias con alguna objetividad o referente externo. Ese cuerpo que empieza a cubrirse, a retrotraerse, a encogerse frente a mí cuando estoy por decir eso que no sabe si quiere o puede escuchar.
Darle la verdad en el hablar al otro es cumplirle ese pavor, que es a la vez deseo, de que yo vaya a decir eso que sabe que no quiere/puede escuchar.
No es la verdad desconocida: es la verdad demasiado conocida.
No es la verdad de una descripción: es la verdad de un golpe, de una cachetada, de una caricia que se necesita pero que se teme porque conmoverá y hará llorar incluso antes de llegar a la mejilla.
Es poner tu cabeza en mi pecho, abrazarte, hacerte escuchar en mí un corazón que late como el tuyo, pero que en su latir sabe del dolor que te ocupa el centro del cuerpo y se expande milimétricamente a lo largo de toda tu piel… y todo esto, sin acercarme, sin recorrer el espacio entre mi silla y la tuya, sin quitar la mesa de café casual que tenemos en medio.
Decir la verdad es hacerte vibrar exactamente ahí donde vas a vibrar con las palabras que yo diga… es una conmoción que arranca cuando aspiro para llenar de aire mis pulmones llenos de verdad que quiere salir… es una modulación de tu cuerpo que comienza en mi garganta.
Decir la verdad es hacer mover tu cuerpo contra tu voluntad. Es hacerte padecer la violencia dulce de saber que te estoy escuchando, que realmente te estoy escuchando.
No hay decir la verdad sin un margen de agresividad… ningún cuerpo se mueve contra su voluntad, ningún objeto sale de su reposo sin un golpe. Y sin embargo, cuánto amor, cuánto cuidado, cuánta entrega es necesario que haya para asumir el rol de bola de billar existencial de otro. Porque puede salir mal… porque el que ve y dice la verdad se expone a un mínimo indispensable de incomodidad y a un máximo posible de eliminacionismo: no todos quieren escuchar la verdad, es decir, sacar sus cuerpos de esa inercia inmóvil en que lo mantienen haciéndose los que no saben qué les pasa o los que no pueden lo que les haría estar mejor.
No es la palabra como concepto. No es el enunciado como idea. No es el sonido como signo.
Es la vibración de una garganta del modo exactamente necesario para que un cuerpo vibre al unísono.
Es más música que teoría.
Es más arte que pericia.
Es más caricia del ruido articulado en una corporalidad padeciente, necesitada, fallida, hablante en su dolor a gritos que, al escucharlos, no pueden sino requerir la violencia amorosa del sopapo que los despabila, de la mano-como-frase que se extiende para dar la oportunidad de que sepas “que yo sé lo que vos sabés”, “que yo sé lo que te duele”, “que te puede dejar de doler”, “que así no más”, “que de otro modo”.
El movimiento arranca en mi voz pero sos vos el que decide moverse.
Hablar la verdad es abrirte la puerta, darte la oportunidad, abismarte para saltar del otro lado.
Yo decido darte la fuerza de mi palabra… pero la verdad es tuya, para tomarla.


Cómo quiero escribir


Viajaba en colectivo a mi trabajo, a dar clases, y como suele suceder, algo de escritura se gestaba como mera reflexión habilitada por el tiempo muerto del cuerpo que se traslada a un destino… cuando el cuerpo se aquieta exteriormente, parece que se puede agitar mejor interiormente.

Saqué el cuaderno en el que llevaba el texto de la clase resumido y escribí esto:

Cómo quiero escribir, o qué dar en la escritura.

Quiero abrazarte de manos y piernas, que se abra el suelo a tus pies y hundirte conmigo hacia un mundo subterráneo, oscuro, confuso, angustiante, hacia todo aquello que está bajo la superficie de lo que ves y pensás… hundirte como una profunda penetración hacia vos mismo, arrastrado por una mujer para ver lo que está ahí, lo quieras ver o no. Ejercer una violencia, una violación de la negación, pero sin dejar de abrazarte, sin soltarte,  sin dejar de hacerte compañía. Y que vos así, aunque no lo hayas elegido del todo, también me acompañes a mí, me hagas un poco de compañía en ese submundo al que no dejo de volver una y otra vez, cuando voluntariamente me abismo, pienso y escribo.

Después pensé por qué escribí como hablándole a un hombre… por qué no agregar ese o/a que permite apelar al lector masculino y al femenino. Y me respondí que no es solo una decisión por la belleza posible de la prosa… que es en realidad una decisión de hablarle a lo masculino de todo lector desde lo más femenino de quien escribe.



Nota inauguradora: Todo nace de algo que deja de ser, sobre todo cuando se escribe. Tuve antes un blog pero este lo desplaza, lo consuma. Entre ese blog y este hay un año vacío: el 2012, año en que no pude escribir como quiero. Ahora puedo y, para celebrarlo: blog nuevo.
Los amantes de los restos del pasado, clickear aquí: http://wwwhechosconsumados-lg.blogspot.com.ar/