Ayer, Lupe y yo comíamos una mandarina. Estábamos en la
cocina, charlando tranquilas con mamá, Kiki y la abuela. Habíamos almorzado
hacía un rato y yo ya estaba por volverme a casa, a la infinita tesis. Pero
antes me dediqué a terminar de disfrutar de mis mujeres más mías comiéndome una
mandarina, muy despacio y disfrutablemente, con Lupe. La tenía a upa, en mis
rodillas, y dividíamos un bocado para la tía y uno para ella. La mandarina
estaba deliciosa, carnosa, jugosa… Lupe mitad la chupaba, mitad la mordía con
sus cinco dientecitos preciosos, sin dejar de saborearla con el placer con el
que se prueba la primera mandarina, que claramente no era su primera mandarina,
pero en su saborear mostraba lo primario de su disfrute. Así estuvimos un rato,
en una lenta danza de un bocado y otro bocado, interrumpida graciosamente por
alguna gotita de jugo que le caía a Lupita en el brazo, a la que la tía le
pasaba la lengua mitad para limpiarla (como los gatos con su cría), mitad para
hacerla reír a Lupita con las cosquillas. Así estuvimos un hermoso, lánguido,
relajado, rato.
Como la hora de volver al trabajo se acercaba, bajé a Lupe
al piso para lavarme las manos y emprender la partida. Fui a la cocina a
lavarme las manos, a solo cuatro o cinco pasos de la mesa, y Lupe corrió desesperada detrás de mí,
llorando su bronca de que la tía la había bajado al piso. Lupe quería upa de
nuevo. Le expliqué: “No llorés, mamita, la tía se lava las manos y te hace upa
de nuevo”. Le hablé en tono calmado, dulce, para consolarla y darle garantías
de que mi abandono era meramente momentáneo. Pero Lupe no escuchó razones –ni
las hubiera escuchado si hubiera podido entender algo más que el tono dulce con
el que la tía la calmaba. Lloró y lloró, mientras la tía contaba los segundos
del lavado de mano como un crimen imperdonable extendidísimo en el tiempo.
Lupita además estaba cansada, porque la visita de la tía le había retrasado un
poco su hora de siesta y claramente el llanto mezclaba la necesidad de descanso
y la necesidad de mimos de la tía.
Lupita y yo nos armamos nuestro vínculo durante los tres
meses que estuve en casa de mamá esperando para mudarme al departamento nuevo.
Fue un lazo hecho a partir de la mal-crianza de la tía que, sentada todas las
mañanas para trabajar en su tesis o sus clases, cuando escuchaba llorar a la
sobrina se inventaba el deber moral de traerla con ella para calmarla,
haciéndola jugar con algún papel y un lápiz, o sentándola al lado con el
cochecito para charlarle mientras (hacía que) trabajaba, o llevándola a la
practi-cuna para verla desde la mesa y hacerle caritas, mientras la dejaba
jugando con algún chiche o librito para que se entretuviera. Toda una situación
de “tía que calma a la sobrina que llora” enmascaraba la verdadera realidad de
“sobrina que calma a la tía hastiada del gris trabajar”. Así nos hicimos un
vínculo de mimos y de pseudopalabras, ruidos amorosos para ambas. Entre sus
risitas y mis monerías, o sus monerías y mis risitas, Lupita y yo descubrimos
que a ella también le gustan los libros y que el estante de la abuela bis con
los “bichitos” le provocaba una sonrisa y una curiosidad patentes, cuando la
tía acompañaba la descripción individual de cada “bichito” con el dedo
científico-identificador que iba de uno a otro diciendo “Este es un patito”,
“Este es un elefante”, “Este es un angelito”, más un tono musical en las
palabras, casi un precario canto a todo lo que se va a encontrar en el mundo,
empezando por los “bichitos” del estante.
Luego de lavarme las manos con la rapidez de quien más que
mojarlas, se las está quemando, me sequé rápidamente con el repasador y le hice
upa de nuevo a Lupe. En mis brazos el llanto-reclamo aminoró… volví a la silla,
la acomodé y se acomodó abrazada a mí, y empecé a cantarle sin palabras y con
una palmadita suave y rítmica en la colita, para que se duerma. Lupe hundió su
carita en mi cuello en un vaivén que buscaba la mejor posición posible para un
sueño que ya la estaba pudiendo… cantó un poco conmigo para dormirse… y en unos
breves minutos, al sueño, en los brazos de la tía del estante de los
“bichitos”, se entregó.
Y yo me quedé ahí, con mi Lupita en brazos, unos minutos más
de los necesarios, antes de acomodarla en el cochecito para que ella descanse y
yo, vuelva al trabajo. Y me quedé también ahí imaginariamente, mientras volvía
a casa caminando, pensando en todo lo que los cuerpos dicen sin palabras, en
todo lo que pasa de más fundamental en la existencia, entre el sabor de una
mandarina, y un conato de canto de cuna. La necesidad del tacto, del con-tacto,
del afecto por vía de las manos, los cuerpos abrazados… la beba que calma a la
tía en su hastío… la tía que calma a la beba en su reclamo. No hablaré de
experiencias primarias del cuerpo, porque decidir sobre lo primigenio no me
interesa. Pero sí de una experiencia posible y necesaria del cuerpo… del
con-tacto que calma, del mimo que revivifica. La vida que se expresa y comunica
entre los cuerpos mientras la tía duerme a la sobrina y la sobrina adormece las
grises angustias de la tía.
Cada vez que comento por primera vez un blog, suelo hacerlo con cierto temor. Porque en realidad lo hago por lo general en el último post, y como es la constancia en la lectura lo que me permite entrar en los códigos del espacio, comprenderlo y volverme cómplice, siempre sufro de un leve resquemor de pensar que sin el contexto mi comentario quede en un adorno absurdo, que solo sirva para sumar a la estadística de lectura. Pues bien, como este es un blog relativamente nuevo, después de leer esta entrada, me tomé el trabajo de ir al post inaugural. Y luego de leerlo, de cliquear hacia el anterior blog, como metido en un laberinto en espiral. Cuando estaba empezando a leer, me arrepentí. Decidí en este caso era mejor andar a ciegas. La anécdota de mediodía era suficiente motivo como para plasmar la paz y la sonrisa que me quedaron luego de leer esto. Decreté que la complicidad irá surgiendo sola, aunque las dos mandarinas que hicieron las veces de postre en mi cena de martes me adelantan que tal vez yo ya era cómplice antes de saberlo. Voy a desandar el blog, sí. Pero a ciegas. Creo que ya lo dije "por allá", pero va de nuevo: bienvenida. Y adelanto que soy comentador compulsivo, ja!
ResponderEliminarMuchísimas gracias por tu lectura y tu comentario, Hernán. Y bienvenido vos tb!!! tu decisión de cómo leer este blog me parece perfecta... mi deseo de compartir esta escritura se satisface con que el lector la disfrute... ojalá siga pudiendo transmitir el sabor de una fresquísima mandarina a través de los caraceres tipeados... ojalá esa paz y sonrisa se sigan produciendo en este espacio de escritura y lectura compartida. Bienvenido!! tus comentarios -compulsivos o no- serán esperados y agradecidos. beso!!!
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