martes, 4 de septiembre de 2018

Les deux magots, o por qué no soy Simone de Beauvoir


Empecé a leerte, Simone, en mis vacaciones del año 2017. La noche del primero de enero hablábamos con amigxs de qué resolución teníamos para ese año: yo dije que quería volver a análisis. Lo que no dije fue que allí tenía que enfrentar sola la relación con mi posible maternidad. Había cumplido 36, se venían los últimos años de posible fertilidad y el reloj biológico ni se inmutaba respecto de mi deseo de tener más tiempo para no ser madre todavía. En ese sentido, tengo un realismo de acero: acepto los límites materiales, no los niego, aunque desearía poder torcerlos a mi favor.
Pero cierta duda persistía. Me gustó tanto ser la mujer de mis treinta años… querría quedarme en esta época. A mis treinta años conquisté mi libertad, mi independencia, mi erotismo, mi tardío hedonismo, mis viajes y amigxs por el mundo, mi soledad preciosa, el disfrute de mi cuerpo y mi saber escucharlo, vivirlo, explorarlo. Y entre todo lo que viví en esos años, justo el año que terminaba había sido aquél que había arrancado con el proyecto de publicar mi primer libro y que se había cerrado con la confirmación de la editorial de que así sería. Es que cada año desde hacía un par yo iniciaba el nuevo ciclo preguntándome: “¿Quiero tener un hijx este año?” y seguía respondiendo: “Aún no.” Por eso el 2016 fue el año en que quise tener otra clase de hijx: parir mi escritura como pública, como interlocución, como ofrecida a un mundo que ojalá la acogiera.
El 2017 se iniciaba sabiendo que tenía que darle una respuesta a esa pregunta y por eso debía formulármela hasta sus últimas consecuencias. Primer paso, volver a análisis. Recuerdo decirle a Isabel: “quiero que pensemos la posibilidad de que sea madre pero también la posibilidad de no serlo.” Y para esa segunda alternativa decidí leerte, Simone.
Hacía tiempo que quería leerte. Sabía que íbamos a enamorarnos. Sospechaba nuestra profunda afinidad o quizás tu propia circulación como ícono feminista, filósofa, escritora, mujer apasionada y política del siglo XX me rondaba, me buscaba para producir una identificación. Antes de empezar a leerte hubo un signo: leyendo un tomo muy largo de  historia de las mujeres encontré una referencia al primer volumen de tus memorias (“Memorias de una joven formal”). Esa cita hacía referencia a tu crianza como niña católica que luego abandonaba la fe. ¡Cuánta identificación! Lo tomé como un signo de que “tenía” que leerte y compré el libro.
Es interesante cómo funciona lo que una toma o no como signo de algo. Hay una cierta apertura o disponibilidad a que algo haga signo de alguna cuestión, inquietud, deseo, preocupación: pero solo es en el momento en el que el signo aparece -en tanto externo, aparición, irrupción, sorpresa- que somos capaces de dar nombre a eso que ya vivía en nosotrxs, que ya recorría subterráneamente nuestro cuerpo.
El signo fue la mutua experiencia de ser católicas y luego dejar de serlo -nunca se deja de serlo del todo (ya escribiré sobre esto pero quien ha tenido alguna vez religión sabe de qué hablo). Sin embargo, cuando finalmente compré tu libro y me lo llevé a mis vacaciones de verano en México, me dije otra cosa: que te leía para tratar de entender qué podía ser una vida dedicada a la escritura, al desarrollo intelectual sin tener hijxs. ¿Podría ser yo como vos, Simone? ¿Podría dedicarme a vivir entregada a esto que amo que es pensar, escribir, producir y enseñar filosofía, teoría, a esto y solo a esto, eligiendo no sumar a los tiempos y energías limitados de mi vida una vida para cuidar y criar? Dije que me había propuesto hacerme la pregunta profundamente, hasta sus últimas consecuencias. Mi relación con vos, Simone, fue en parte hacer esto.
Te disfruté totalmente. Me leí el primer tomo de tus memorias con un placer que hacía rato no sentía, totalmente involucrada en esa interlocución profunda tuya, descarnada, crítica, apasionada. Podría adjetivarla de muchos modos pero hay una característica de tu escritura que sentí patentemente, con la que me identifiqué de modo completo, que elegí heredar y continuar: la honestidad. Escritura honesta. Parece algo tan simple, mundano. No lo es. Nunca la honestidad es sencilla. La honestidad requiere simultáneamente valor y el reconocimiento de la propia fragilidad. Combinar coraje y saber de la propia precariedad no es fácil. Tampoco es del todo una decisión: la escritura honesta “es”, “sale”, “emana”. Escritura intransitiva o en voz media porque se abandona la pura actividad del supuesto ser sujeto, se vivencia la sujeción que somos y a la vez se intenta evadir el extremo de la pasividad: la escritura honesta nos autoconstituye en el proceso de escritura, hacemos y nos hace, nos revela al concluirse pero ya no somos la misma persona que empezó a escribir. Como mi querido Benveniste decía, somos un yo que asume en la instancia de discurso la totalidad de la lengua. Pero no es previo el yo, aunque sí algo así como “la lengua”: el yo aparece como resultado, como producto, como hacer que está siempre en construcción sin ser el hacedor fundante detrás de su hacer.
Escritura honesta tuya, Simone querida. ¡Cómo la disfruté! Rápidamente compre el volumen dos y el tres. El dos lo devoré: el relato de la experiencia de la guerra me atrapó totalmente. El tercero lo estoy leyendo y el cuarto no lo conseguía en Buenos Aires pero acabo de comprarlo en París hace un rato, en mi último día de este viaje por tu continente y tu país.
Descubrí al leerte que además de vivir para pensar y escribir, viviste para viajar todo lo que podías aún con el mínimo dinero disponible. Viajar pero también caminar: te acompañé en todas esas caminatas que hiciste por tantos lugares pensando qué parecidas que somos que yo también amo viajar y caminar. Me pregunté también si al caminar tanto estabas escapando de algo, huyendo de algo o alguien… yo sé muy bien que mis caminatas muchas veces son de lo más placenteras, pero he tenido también que caminar para huir de la angustia, del dolor, de la soledad que se vuelve desesperación y sensación de nada. Y siempre me han ayudado mis caminatas para darle al cuerpo una pausa de la tortura de la interioridad, de la mente que no para, de la filósofa que no descansa, del ser de las profundidades que soy que se ahoga para respirar.
Es gracioso que te leí para pensar si podía ser como vos, una mujer que no tuvo hijxs y que se expresó públicamente contra la maternidad obligatoria, pero luego me enteré por mi analista que habías adoptado una hija. Busco ahora en internet información sobre esto y encuentro dos cosas: primero, que sin saberlo acabo de comprar el libro en el que relatás tu relación con tu hija adoptiva, Sylvie Le Bon-de Beauvoir (“Tout compte fait”, libro que además le dedicás); segundo, que la adoptaste el año en que yo nací, 1980. Signos, signos y más signos: están por todos lados. De hecho, me han dicho más de una vez que yo sobreinterpreto mi realidad. Que veo metáforas, símbolos de lo que me pasa donde, quizás, no están. Puede ser… pero, ¿quién decide cuándo algo hace o no signo? ¿Quién decide cuándo algo es o no metáfora? No es tan sencillo. De todos modos, el registro de cómo soy es claro: lo que me pasa me invade, me rodea, por dentro y por fuera. Las preguntas son internas pero la realidad me habla. ¿Me engaña, también? ¿Es la profundidad y persistencia de mi auto-re-flexión una genia maligna que me hace creer que lo que es -el signo, la metáfora que capto o que me capta- no es? ¿Será que estoy demasiado abierta a la significación y entonces todo me penetra? Pero, ¿por qué no dejarse penetrar así? He hablado de la interlocución profunda como “yo” y “tú” que se requieren corporalmente, como modo del diálogo anterior a todo monólogo. Sin embargo parece que además yo padezco, experimento, una interlocución profunda con lo que es: ya no un “yo” y un “tú” humanos, sino un “yo” humano y un “tú”-realidad, “tú”-totalidad de lo que es, “tú”-existencia/significatividad/mundaneidad del mundo/exposición/apertura.
Riesgos de la escritura honesta. Riesgos de la vida que se sabe, se piensa, se busca y se pregunta porque sabe de su finitud y su ambivalente relación con el sentido. Por momentos, signo que te abraza y te completa. Por momentos, signo que te incendia.
La cuestión, Simone, es que te leí para buscar una respuesta pero no fue en tu escritura en donde la encontré. Tampoco creo que la búsqueda haya sido pura acción, pura dirección. La finitud me horadó en uno de sus modos para un cuerpo gestante: el del posible fin de la posibilidad de gestar y maternar.
El 2017 fue un año intenso, difícil, tremendo. Pero me obligué una y otra vez a enfrentar en mi análisis la cuestión de la maternidad, del ser madre, de elegir entre dos opciones que se me presentaron como absolutas: o “sí” para toda la vida, o “no” para toda la vida. Otro de mis problemas: la dicotomía, la oposición, la distinción como única opción, el binarismo existencial. “Vos sabés distinguir, separar pero no sabés intersectar”, me dice mi analista. Tiene razón. Ojalá aprenda con el tiempo. Pero esta vez se me apareció el todo o nada. Elegir ser madre o elegir no serlo. Me costó muchísimo decidir. No solo me costó en términos de esfuerzo. Me costó en términos de pérdida. Probablemente por eso fue tan difícil la decisión: elegir un trayecto existencial iba a implicar perder una vida y perder un hogar. ¿Quién puede elegir perder un hogar? Nadie. Y sin embargo, a veces hay que hacerlo. Poder lo imposible. Paradoja de la existencia: la finitud es saber que no podemos todo y a veces ser proyecto no es sino poder lo que parecía imposible. Elegir la pérdida. No se lo deseo a nadie y sin embargo vos que me estás leyendo sabés bien de qué te hablo. Todos hemos en algún momento elegido perder. En ese modo de la elección que, de nuevo, no es heroica, no es romántica, no es hazaña de la que estemos orgullosxs. Pero es supervivencia: poder sobrevivir a la pérdida para vivir la vida que ahora se ha elegido.
Y yo finalmente elegí. Con mucha dificultad. Las formulaciones primero eran por la negativa y modalizadas: “creo que no quiero perderme esto.” Me llevó mucho tiempo y mucha pérdida enunciar en positivo y sin modalizar: “quiero ser madre.” Vueltas del destino que la claridad del deseo se enuncie cuando las condiciones para realizarlo se hayan vuelto las menos favorables. Pero eso es lo que pasa con el deseo: no entiende de condiciones. No piensa. No calcula. No tiene estrategia. El deseo desea. Si para Heidegger el tiempo temporacía y eso es el fundamento sin fundamento de la existencia, para mí el deseo desea y eso es el fundamento precario, inmaterial, energético, libidinal de nuestro hacer hogar, como podemos, en esta tierra que habitamos. Lo más terrenal del deseo es su ciega obstinación. Y ahí está también su potencia: a veces no es la vista la mejor consejera. A veces hay que cerrar los ojos para llegar a donde el cuerpo desea.
Y así llegué yo a reencontrarme conmigo, Simone. Una yo que soy otra. Una yo que no será como vos porque quiere ser madre y no hay nada que hacer al respecto. Habló el deseo que soy y finalmente pude escucharlo. Ayer cumplí 38 años y ahora sé lo que quiero. Cómo lograrlo es la nueva pregunta. Nada sencillo de responder pero siempre el “cómo” es un avance frente a la parálisis del no saber “qué” se quiere.
Cumplí 38 años y es hora de inventar el cómo de mi deseo de maternidad. Una y otra vez la vida me presenta con el desafío y el riesgo, con la voluntad y sus límites, con el proyecto y sus circunstancias. El signo del existencialismo aggiornado a un siglo XXI que ya no cree en relatos heroicos aparece como imagen de mi presente. Proyectar sin confianza en la teleología. Seguir el deseo sin ser del todo yo la que elige o, mejor dicho, no ser yo ya la misma por seguirlo. Se muere y se nace, se muere y se resucita una y otra vez a la vida reflexionada, a la identidad como carga, como límite, como invención y descubrimiento. Ser la misma ya no siendo quien era. Reencontrarse en las memorias de otra mujer para saber que se es otra de ella y otra de mí misma. Ni la María Inés que era al leer tu primer texto, ni la Simone que encontré leyendo.
Y por eso escritura (“Escribo entre dos mujeres” se llamó el libro que publiqué en mayo de este año).
Y por eso el reencuentro del final de un texto que es principio de un camino que no busqué pero me encontró en tanto me dejé ser ciego, obstinado, destructor y vivificador deseo.


Café Le deux magots, París

4 de septiembre de 2018