Como vivo sola mucha gente querida me pregunta, preocupada,
cómo estoy respecto de la ausencia de contacto físico que el aislamiento supone
para mí, como para toda la gente que vive sola. Hace más de un mes que no
abrazo, beso ni toco a nadie de mis seres queridxs. Claramente se extraña
muchísimo eso y no hay deseo mayor para mí que volver a verlxs y abrazarlxs.
Pero la verdad es que yo aprendí a vivir sin el contacto
físico cotidiano mucho antes de que ocurriera esta pandemia. Exactamente hace
dos años y algo, cuando me separé de mi ex pareja, con quien conviví un poco
más de dos años. A mí esta pandemia no me hizo sentir de repente y
traumáticamente la ausencia del afecto físico: eso ya lo viví al momento de
separarme y, de un modo paradójico, el aislamiento me encontró ya “acostumbrada”
a esa falta de afecto permanente.
Muchas parejas llegan a las rupturas con gran cansancio
mutuo, con el deseo apagado o con una distancia ya instalada, hartxs del otrx o
incluso sintiendo rechazo por su contacto. No fue eso lo que nos pasó a
nosotrxs. Más aún, durante la elaboración de nuestra ruptura nunca dejamos de
tocarnos y abrazarnos. En los últimos días juntxs lo insoportable era no poder
dejar de estar llorando y abrazadxs. Hicimos las cosas con tanto amor y cuidado
a la hora de procesar nuestra separación que elegimos el camino del mayor
dolor: porque en lugar de hacer de lo que nos separaba la útil y fácil ocasión
de transmutar la energía del amor aún vivo en grandes odios y furias y “no te
quiero ver nunca más”, elegimos el camino más difícil, el de reconocer que nos
seguíamos queriendo, que separarnos y romper el hogar construido iba a ser para
ambos una pérdida irreparable, el de sentir el dolor inevitable sin negarlo pero
igual, en un último abrazo, dejarnos seguir a cada unx la vida que juntxs ya no
podíamos hacer más.
Pero de saber intelectualmente que te tenés que separar a
vivirlo hay un abismo… no me refiero a la metáfora de la diferencia: me refiero
al abismo literal de esa nada que viene cuando te separás de un amor y una vida
importantes. Ese abismo para mí fue como perder la piel. De repente las
caricias, los mimos, los abrazos que eran cotidianos, dados, que no había que
pedirlos porque eran lo más básico de nuestro “ser-con-el-otrx” desaparecieron.
La casa vacía dolía pero no era mi primera casa vacía. Pero la piel en coma fue
un horror, un dolor incomunicable.
Me acostumbré a esa pérdida como nos acostumbramos a todo lo
que no tiene remedio. Pero igual ese vacío del contacto diario me siguió acompañando
y quizás no fuera casual que cuando un año después el bruxismo y el estrés me
hicieron terminar en la camilla de una necesaria masajista fueran las manos de
una dulce y sanadora mujer recorriendo mi cuerpo lo único que calmara mi dolor,
mi angustia, que ya habían vuelto a mi cuerpo insoportable.
Esa hermosa mujer que me salvó la vida hace un poco menos de
un año me enseñó unas cuantas cosas sobre autocuidarse, sobre escuchar al
cuerpo, sobre darle lo que necesita. Entre otras cosas, como en su vocabulario
ayurveda mi problema es que tengo “demasiado aire”, me indicó que le de “agua”:
que deje mi cuerpo estresado, angustiado y cansado disfrutar de una larga ducha
caliente, que trate de darme baños de inmersión o al menos poner un poco los
pies en remojo en agua con manzanilla para calmarme. También me enseñó a
descontracturar mi espalda con ejercicios que puedo hacer sola. Y sobre todo,
me intervino en un diálogo casual, la primera vez que nos vimos, que terminó
siendo un modo de estar preparada para la soledad de esta pandemia -que en ese
momento ni nos veíamos venir:
En la primera charla nomás, cuando ella estaba buscando en
mi cuerpo la raíz de la contractura por la que fui a verla, me preguntó sobre
mis hábitos alimenticios y en particular si yo me hacía mi propia comida. Le
dije que yo “me resolvía” la comida pero que no sabía cocinar muchas cosas
aunque como pensaba tener unx hijx en el futuro cercano tenía planeado que mi
vieja me enseñara a cocinar para que mi hijx comiera tan rico y variado como
comí yo de chica. Cuando le dije esto, con un tono dulce pero terminante me
respondió: “Antes de maternar a otrx tenés que aprender a maternarte a vos
misma”.
Esa frase me iluminó, reconocí su verdad al segundo de que
la pronunciara, tenía toda la razón del mundo -y si lo pensamos feministamente,
mil razones más: ¿qué es esto que siempre hacemos las minas de pensar que las
cosas buenas o de placer tenemos que hacerlas cuando “otrx” las requiere y no
para nosotras mismas?!!. Siguió diciéndome que me tomara el tiempo de hacer
bien las cuatro comidas y que hiciera la comida con mis propias manos, que me
maternara, me cuidara cuidando qué como y el tiempo y ánimo con que lo hago.
Entendí profundamente que antes de pensar en maternar a otrx
tengo que saber cuidar de mí misma: darme una buena comida, hacer la pequeña
aventura de aprender a comer y cocinar cosas nuevas, respetar lo más posible
los ritmos y necesidades de mi cuerpo, porque mi cuerpo no es una cosa con la
que lidio, algo que llevo a todos lados. Soy yo, soy el yo más real, más
íntimo, más precario y potente que tengo.
La soledad del aislamiento me encontró con dos herramientas
para sobrellevarla: una, el ya haberme acostumbrado mucho antes a lo difícil que
es vivir sin el contacto físico cotidiano; dos, el haber entendido y aceptado
que antes de maternar a nadie, tengo que maternarme a mí misma. Nada de esto
reemplaza a los amores que extraño. Pero quizás hay un poco más de fuerza para
pasar este día a día tomando lo aprendido -no sin dolor- en el pasado como una
herramienta para resistir el presente y esperar que vuelva el futuro.