viernes, 9 de octubre de 2015

Acompaña nuestra interlocución el crepitar

Acompaña nuestra interlocución el crepitar, la súbita combustión, de tantas teorías sobre la comunicación fallida, imposible.

Absorta escucho tu historia, tu voz en tu rostro hilvanando el relato de quién sos, de lo que has vivido, de una vida que es siempre, en mayor o menor medida, un combate contra la muerte.

Cenizas que se lleva el viento son las tesis y objeciones abstractas a esta vida de sonido y miradas que fluye entre nosotras, que nos recorta del mundo, del bar, del día.

Ese eterno transcurrir de una voz y una escucha en el que las horas no pasan sino que danzan… se olvidan su tarea y se detienen a celebrar este encuentro nuevo, milagro inmanente de la existencia.

Hacen las horas una ronda, juegan al pato-ñato, son horas-niñas que son solo juego, que se distraen, porque papá-Tiempo se ha dormido la siesta de nuestro diálogo.

La palabra es una arteria comunicante por donde me transfundís la sangre de tu pasado… y las horas-niñas juegan ahora a las escondidas porque se las ha relevado de su obligación cotidiana.

Es una escucha alternada pero también desordenada porque queremos contarnos tantos relatos que somos... se abren como flores al sol de esta iluminada interlocución profunda.

Danzan las horas sueltas y danzamos nosotras sin movernos de las sillas… como dos nenas que en el colegio se toman de la mano y corren cantando por el parque… ese horizonte terrenal de todo lo vivido, con toda la diversa vegetación de nuestros días.

Las nenas se cantan sus alegrías y sus tristezas. Todos esos estribillos que acompañan la música de lo que somos.

Y como a las nenas en un recreo infantil nos suena el timbre de lo ordinario, del “se hizo tarde” y “mañana hay que levantarse temprano”.

Caminar al colectivo juntas como última excusa para un rato más juntas, para compartir alguna graciosa complicidad-coincidencia más, hasta despedirnos en un abrazo fogoso, hecho de esas mismas brasas que hicieron crepitar -hasta que solo queden cenizas- tanta teoría que dice que esto, nuestra interlocución, nuestra danza, nuestra transfusión de existencia en palabras, no podía ser.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Por qué escribo en movimiento: breve e incompleto intento de autobiografía escritural


Escribo desde que tengo memoria (y capacidad de escribir).

Algún día escribiré el relato tierno de mis escrituras de infancia vinculadas al mundo escolar (creo que en un diario del colegio, en tercer grado, me publicaron un poema) o de mi adolescencia, relacionadas con el más edulcorado y tragicómico romanticismo de esos años (que debo reconocer que me acompañó hasta hace no muy poco… y debo reconocer que es en parte, inevitablemente, uno conmigo).

Pero después llegó la universidad y algo pasó por lo cual mi escritura existencial se anuló.

No puedo reconstruir si escribí de a poco cada vez menos o dejé de escribir totalmente. Lo más probable es que la tremenda desviación de libido que realicé en mis años de estudiante de filosofía hacia la lectura y la escritura “para la universidad” haya tenido bastante que ver.

Recuperé el impulso de escritura, creo, diez años después. No fue el puro extasiarse placentero el que me llevó a la escritura de nuevo sino todo lo contrario: una tremenda experiencia de frustración, de fracaso amoroso, me arrojó de nuevo a escribir.

Pero en realidad también fueron los veranos hermosos en Chile, en la casa de mis amigos, que fueron contrastantemente simultáneos a la crisis amorosa. Ya saliendo (huyendo) de ella, ruptura dolorosa con el pasado mediante, me surgió en el verano de 2011 el impulso de escribir un blog.[1] Surgió en mi tercer verano chileno, en el contexto de tener un espacio donde comunicar la experiencia de disfrute y reflexión que me generaba el feliz hábito de ir con mis amigos a un festival de teatro internacional en Santiago. Titulé el blog “Hechos consumados”, el título de una obra de Juan Radrigán que me impactó tanto que, luego de verla, corrí por las calles de Santiago a comprarme el texto… aunque debo reconocer que todavía no me senté a escribir al respecto -incluso me crucé años después por feliz suerte a Radrigán en un congreso de filosofía, le conté con lujo de detalles lo que había amado su obra y hasta me traje su email para escribirle… pero tampoco lo hice todavía.

Ese blog fue reuniendo mis reacciones escriturales a las obras que veía, primero. Y luego fue incorporando más de mi escritura o, mejor dicho, más de mi escritura más mías, más personal, más íntima, más desnuda.

“Lo trunco” reflejó el dolor de mi primer verdadero exilio amoroso (http://wwwhechosconsumados-lg.blogspot.com.ar/2011_07_01_archive.html).

“Crisis paradigmáticas”, refleja menos la ruptura con un amor que con una estructura superyoica de vida (http://wwwhechosconsumados-lg.blogspot.com.ar/2011_12_01_archive.html).

Luego vino otra interrupción. La tesis doctoral.

Del 2012 al 2013 la libido fue dirigida forzadamente a escribir un texto que me costó horrores. Todo ese tiempo de escribir esa tesis fue un padecimiento… pero escribiré en otro momento sobre esto. Fue en los últimos estertores de ese padecer la escritura forzada doctoral que me reconecté con mi escritura de nuevo. Varios factores se confabularon felizmente al respecto (aunque no todos ellos felices en sí).

En primer lugar, mi puja angustiada constante con la puta tesis, último tramo de mi análisis mediante, arrojó el nombre de mi angustia: mi temor, mi desconfianza, mi inseguridad ante la pregunta “¿tengo una voz propia?”, “¿tengo algo yo que decir?”.

Empezó  a estar claro que era eso lo que más me jodía -y que no era en esa tesis donde se resolvería… aunque claramente la tesis es esa pregunta: la pregunta por la propia historia, por las figuraciones que nos han hecho pero que podrían ser otras, por la escritura en voz media como modo de la autoconstitución una vez que vemos la duplicidad de ser de un modo pero poder ser de uno distinto. Pero también sobre esto ya escribiré en otro momento.

Dos cosas más sucedieron, eventos que me señalan que hay algo en mi re-construcción de mi identidad femenina íntimamente atado a mi escritura: la abuela Susana empezó a morir y nació Lupe. Sobre esto escribiré pronto un texto que se llamará algo así como “Mi escritura, entre dos mujeres”: una que me iba dejando lentamente (y dejando en mí su pasión escritural como herencia) y otra que me iba invadiendo también lentamente (constituyéndome en su tía de un modo muy peculiar).

Algo más pasó. Tuve la fortuna existencial de conocer personalmente al filósofo de la historia y crítico literario a cuya obra dediqué una década de investigación (y dos tesis): Hayden White. Un historiador devenido teórico de la narración, de la forma que Occidente piensa el conocer la historia, del lenguaje como recurso y sombra, límite, estructura. Nos conocimos en 2011 and it was love at first sight. Y en 2013 nos volvimos a ver. Leí frente a él una ponencia en la que pasaba revista a qué deseo emancipatorio suyo yo creía que había que proseguir y por qué ese deseo para mí conducía a pensar la íntima relación entre narración y género, entre estilo de relato y estilo corporal. Recibí de él lo mismo que hacía dos años venía recibiendo en nuestra comunicación epistolar-virtual: apoyo, entusiasmo, afecto, autorización. Y me traje toda esa habilitación de Brasil a Buenos Aires y el río de escritura que venía goteando junto con las lágrimas finales de la angustia de la escritura doctoral finalmente se abrió paso.

Armé otro blog, continuación con diferencia del primero. A este lo llamé “Barthesiana”. El Barthes que White y yo amamos. El Barthes que amo hace mucho. El que me dona -a través de mi trabajo sobre la obra de White- el conflicto entre la estructura y la escritura en voz media.

Los últimos meses de escritura doctoral y los últimos capítulos de tesis me vieron acompañar los últimos esfuerzos con nuevas primeras escrituras.

Textos sobre mi experiencia de ser tía de Lupe, de recibir a una nueva mujer en este mundo. Textos sobre encontrar la propia voz. Textos sobre eso que tengo con los que más amo y con lo que más amo y mueve toda mi existencia y mi escritura: la interlocución profunda.


Y es ese texto como clave de mi retorno a este impulso escritural permanente en mi vida el que me conduce al motivo por el que escribo este texto.

Este texto lo escribo en un tren desde Roma a Venecia. “La interlocución profunda” lo escribí (como tantos otros textos) entre el subte B y el tren Urquiza, volviendo de un día laboral de Buenos Aires capital a Sáenz Peña, Buenos Aires provincia.

Claramente si la escritura ha de contener claves bio-geo-gráficas, yo soy una escritora que va y viene, que está, entre la capital y la provincia.

Pero el punto al que iba todo este texto y el relato-con-texto en el que espontáneamente hoy lo enmarco, es a que yo me encuentro, en este momento de mi vida, no siempre pero muy frecuentemente como ahora, escribiendo en movimiento.

La frase es más poética que la realidad pedestre que quiero analizar: desde el retorno de mi escritura hasta ahora mismo, constato que mi impulso de escritura se satisface mejor cuando estoy en movimiento: en un tren (como ahora) o en un subte –en colectivo también pero menos: una herencia familiar de débil equilibrio me produce mareos en los colectivos y me dificulta escribir del mismo modo.

Ahora bien: no es el estar en movimiento en el tren lo que me permite tomar este cuaderno y escribir –este cuaderno bello pero algo caro que compré en otro viaje, en el gift shop de la catedral de Notre Dame, como un auto-regalo… un autoregalo que no me falló porque desde entonces he llenado sus páginas de esta nueva escritura. Lo que me permite tomar el cuaderno y escribir es que en realidad mientras viajo, mientras estoy en el tren en movimiento, estoy realmente quieta.

Las claves interpretativas están en el interjuego de “estar en movimiento” y “estar quieta” con el “me permite”.

Yo creo que lo que a mí me pasa es que no me termino de permitir escribir cuándo y dónde sea que lo desee, porque sigo siempre privilegiando –cual cobarde esclava- lo que “tengo que hacer”, las obligaciones, las tareas, el trabajo. Por eso, pudiendo elegir escribir todos los días o frecuentemente al menos, no lo hago porque pongo la cadena, el yugo, primero. “Me gustaría ahora escribir sobre X pero no puedo porque tengo que Y”.

Pero cuando estoy en movimiento como ahora, o como cuando frecuentemente estoy yendo a alguno de mis trabajos en subte y tren, ahí sí “se me permite” escribir: porque mientras estoy en tránsito ese tiempo está vedado a las obligaciones. Es un tiempo muerto para el trabajo y el deber. Y por eso se me vuelve un tiempo vivo para escribir.

Dice White, inspirado en Barthes, Lacan, el estructuralismo y demás, que el relato, la narración, escenifica el drama del conflicto entre el deseo y la ley. Nunca nada más cierto sobre la escritura (más o menos narrativa) de esta que desea temerosa-cobardemente ser escritora.

No puedo aún escapar a la ley, al super yo profesional-laboral que todo el tiempo me señala que le debo todo mi tiempo. Y por eso no “me doy” el tiempo deseado para mi escritura. Y por eso cuando el tiempo-para-el-trabajo está suspendido porque estoy-en-movimiento, en-tránsito, de casa al trabajo o viceversa, el tiempo “se me da”, el estar en movimiento “me permite” tomar cuaderno, lapicera y vivir ese orgásmico suspenderse del tiempo-lineal para escribir.

Escribir “me suspende”. Escribir deshace mi angustia… del tipo que sea. A veces incluso se siente la excitación de la transgresión, del pecado para un cuerpo cristiano.

Cuando escribo ya no voy a ningún lado. Se suspende la demanda teleológica y yo soy sola, ahora, esta actividad.

Un “escribo, luego existo”.

Elegí este viaje a Europa que me permitió una obligación laboral (viajar a Atenas a un congreso) con la fantasía de que fuera un viaje para escribir. Recién ahora, tres semanas después, lo es. Y las semanas anteriores estuve entre el trabajo del viaje, el trabajo que me traje al viaje, el conocer bellos lugares añorados y una angustia-gris-tristeza de fondo que hasta ahora me ha acompañado.

Creo que es la gris-tristeza de aún solo animarme a, poder, escribir cuando un juego de factores externos “me lo permite”. Ese resto de obediencia neurótico-masoquista a la ley en mí del que siento que una total emancipación no llegará jamás.

El apego a las cadenas que son las aprobaciones en los rostros de los demás.

Ahora, en este tren, en este momento de feliz suspenso de líneas de tiempo, de leyes, de destinos y estructuras pienso que quizás eso sea el tipo de escritura del que seré capaz –y de ahí mi continua fascinación con el carácter condicionante-habilitante, sujetante-subjetivante, de la narración.

Quizás yo solo pueda dar en la escritura distintas y variadas formas de la escenificación de mi conflicto, mi drama, entre mi deseo y mi ley.

Quizás mi arrojo, mi valentía, mi voz, solo pueda ser la de escribir y exhibir el vergonzoso núcleo (¿cobarde?) con el que lucha siempre mi potencia de ser… y de escribir.





[1] Anterior a este y linkeado en el primer posteo del actual: http://barthesiana.blogspot.com.ar/2013/11/como-quiero-escribir.html

miércoles, 29 de julio de 2015

Cuerpo en cortocircuito

He tenido siempre un cuerpo en cortocircuito.

Pensaba recién cómo hasta hace poco a muchas de mis funciones corporales no les prestaba la mínima atención, no las registraba. Pero ha sido un cambio de edad y un cambio de mentalidad lo que me han hecho más inmediato el registro.

Pensaba eso y también pensaba que en realidad, con más o menos atención de mi parte, mi cuerpo ha estado siempre en cortocircuito. Como ahora que la piel de mis manos se abre y se cae como trauma crónico que me acompaña desde hace seis años. La médica dermatóloga lo llama dishidrosis y me dice que es una reacción de la piel mitad alérgica, mitad nerviosa. Y ahí viene una pregunta que todo médico hace casi como decir “buen día”: “¿estás con mucho estrés?”.

¿Quién no está con mucho estrés? El estrés no explica nada si es permanente.

Pero en realidad pensaba en otra permanencia. La permanencia del cortocircuito en mi cuerpo.

Haciendo memoria recuerdo haber tenido una afección de la piel también cuando era chica. En ese momento la médica (¿o médico?) también diagnosticó: “es alergia al pelo de los animales.” Recuerdo que desde los tres años tuve pavor a los perros. A los tres viví el pavor de que un doberman, que se soltó de la correa de su dueño en una plaza en la que estaba con mi familia, me corrió casi hasta alcanzarme… fue mi mamá quien me alzó a upa y evitó la mordida, si es que el perro quería realmente morderme. Solo puedo recordar el terror de huir. Y tengo grabadísimo el recuerdo de ese rescate de mi mamá de las garras del perro, mientras el dueño con una sonrisa incómoda pedía disculpas por el incidente. Desde ese día tuve pánico a los perros hasta inicios de mi adolescencia. Y en esa época, parece, era alérgica al pelo de los animales y una especie de mancha-crosta se me hacía en la piel en consecuencia… bastante parecida, creo, a las que me produce la alergia-estrés de la dishidrosis.

Pero, de nuevo, mi cuerpo siempre estuvo en cortocircuito. Si no era el síntoma de los vómitos -que merece un texto completo porque es “el” síntoma de mi vida- era el descomponerme del estómago. La piel, el estómago, la digestión de la superficie y la digestión de lo profundo… mi cuerpo ha estado siempre en ese cortocircuito. Quiero decir que teniendo una vida relativamente normal y apacible, con altibajos o movimientos que semejan más mareas crecientes que tormentas, y con una conciencia cartesiana clara y distinta de todas mis acciones (o eso me he querido creer yo), mi cuerpo siempre me mostró rupturas, quiebres, tensiones, resquebrajamientos, imposibilidad de contener… como en la piel, los vómitos, los malestares del estómago. Y todo esto en la compañía calma, analítica, verborrágica y verboprocesante de una supuesta capacidad racional reinante, gobernante, directiva.

Y sin embargo en realidad no… en realidad mi cuerpo ha hablado claramente, con más modestia que mis propias aseveraciones analíticas, del carácter tensionado, tensionante, precario, invadido, atravesado, limitado, incapaz de mí misma.

Contra una ficción muy útil de conciencia soberana de mí y mis acciones, de mis capacidades y potencias, en un murmullo secreto, o más que un murmullo, un silencio significativo, hecho de piel que se desprende, estómago que se tensiona, garganta que se estrecha, mi cuerpo me ha indicado en sus cortocircuitos lo costoso, lo difícil, lo vulnerable que también soy.

He luchado contra ese silencio con terremotos de palabras. He negado a la piel que me habla el oído o habiendo oído he optado por ignorarla.

Es que todavía mi cuerpo en cortocircuito y yo no nos entendemos del todo.

Nos ha quedado claro, como en una dulce complicidad, que esa yo que habla como autosuficiente reina de su existencia es una fantasía hasta ayer creída real… a mi cuerpo y a mí nos enternece aún escucharla hablar, como si fuera dueña completa del curso de su vida, con sus mil y un proyectos, con su confianza ingenua en una teleología heredada –más como modo de orientar la existencia que como contenido específico del destino. Otras veces nos enfurece, porque acostumbrada a gobernarnos, a que sigamos fielmente sus pasos teórico-metodológico-causa-en-orden-de-efectos-medios-a-fines-diseñados por momentos nos convence con sus argumentaciones y nos hace llevarnos la misma piedra de la contingencia imprevisible por delante, con el dolor de culo existencial tremendo que la caída significa. Además, es mala consejera: disfraza de deducción su paranoia por lo que no puede controlar y con sus decires (más que sus haceres) lastima o molesta a quienes más queremos.

El psicoanálisis fue en su momento una teoría que me permitía comprender mi cuerpo en cortocircuito. Entender como calma, como embellecimiento. El retorno de lo controlable en el modo de la interpretación. Es que mi adorado Freud entendió bien el carácter energético de la existencia y por eso me permitió ahondar el carácter en-cortocircuito de la mía, de mi cuerpo.

Pero si la tríada yo-superyo-ello explicaba algo –y aún cuando algo como el inconsciente me parece lo más cercano al fondo en superficie de mis cortocircuitos corporales- quizás haya en esa misma triple estructuración algo que se parece más a la posible “causa” (del conflicto) que a la “calma” (del existir, del lidiar) con este, mi cuerpo, que en silencio me habla.


Este texto se termina solo con una pausa. El cortocircuito corporal que lo genera e impulsa las yemas de mis dedos en este teclado no ha pasado sino que, por ahora, descansa. 

domingo, 5 de abril de 2015

Masculinidad y palabra

Me resulta desagradablemente fascinante una cierta relación que no dejo de confirmar en experiencias cotidianas entre la masculinidad y la palabra. Cuando digo “masculinidad” me refiero a un modo de aparecer en el mundo que se me presenta reiterativamente en cuerpos masculinos, en sujetos-hombre. Cuando digo “palabra” me refiero a un particular, específico, característico modo de disponerse a hablar de esos sujetos-cuerpos. Y cuando digo que es una relación que confirmo a reiteración, obviamente no puedo dejar de lado mi formación filosófica y reconocer el carácter inválido de todo proceso confirmatorio, si es que lo pensamos desde el punto de vista de la validez lógica formal-deductiva. Pero lo desagradable y lo fascinante frente a esta experiencia mundana, tan frecuente que parece cotidiana, me provocan mandar a la mierda toda consideración epistemológica y en cambio testimoniar, decir, la reacción reflexiva e irreflexiva, tan mental como corporal, que esta relación que observo-vivo me genera.

Déjenme explicarles en imágenes. Más o menos la situación reiterada es la siguiente: una excusa familiar, social, profesional o laboral me posiciona frente a una masculinidad, que habla conmigo porque quiere o bien comunicarme algo en general, o bien comunicarme algo relativo a la situación que nos encuentra. Por ejemplo, un café con un colega académico; o una entrevista de admisión a una carrera de posgrado; o un diálogo casual-forzado en una fiesta de gente universitaria; o un intercambio académico, otra vez, pero de carácter más institucional. Todas estas escenas son escenas reales en las que me he encontrado. Y en todas ellas el denominador común es que, por razones varias, la masculinidad frente a mí toma la palabra –porque corresponde, porque es su turno, porque debe responder a una interrogación mía- pero toma la palabra para no soltarla. Es decir, no toma la palabra para devolverla o intercambiarla en el modo del diálogo. Toma la palabra para hacerla absolutamente suya. Inicia su aparente “turno” de palabra para volverla monólogo infinito. El momento puntual de palabra que le tocaba en la situación inter-subjetiva lo transforma en eterno presente del devenir de su propio pensamiento traducido a palabras. Es como si un monólogo interno dedicado a nadie que ya vivía en esa masculinidad aprovechara el momento de inter-locución para volverse locución absoluta. Pura palabra propia desplegándose en el placer de escucharse a sí misma. He allí lo que me produce la primera reacción de fascinación: ¿no me digan que no es fascinante observar quasi-antropológicamente, experimentando el ideal imposible de la pura mirada externa des-interesada, a una persona-masculinidad que habla de lo que quiere hablar por minutos y horas, si una lo deja, sin detenerse en ningún momento a considerar que quizás quien lo escucha no encuentra tan interesante lo que dice, o tiene quizás algo que contribuir-objetar al monólogo, o quizás no coincide completamente, o también podría aportar algo iluminador al discurso monolítico que cual paredón se levanta pétreo frente a sus ojos-oídos? Sí, primero me adviene una fascinación… en realidad, porque me identifico contra esta experiencia como una femineidad, como “la” otro, debería reconocer que durante mucho tiempo la fascinación que me advenía era una fascinación agradable: una admiración por quien tomaba la palabra con tanta facilidad y con tanta facilidad no la circulaba, la retenía, la hacía suya, la volvía propiedad privada (la palabra como propiedad privada: ¡qué desopilante absurdo!). Recuerdo haber pasado muchos de mis años admirando las palabras-propiedad de la masculinidad hasta con placer. Bueno, de hecho: ¿no ha consistido en eso mi formación filosófica? ¿No me he entrenado en saciar mi avidez de pensamiento en las fuentes de la más pura masculinidad? ¿No he leído a Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Descartes, Leibniz, Hume, Kant, Hegel, Husserl, Heidegger, Foucault y tantos más como si solo de cuerpos-hombres pudiera brotar el agua del pensamiento a tomar e incorporar? De hecho, este texto –que como todos mis textos se viene gestando en mi cuerpo desde hace un tiempo- encontró un impulso definitivo para pasar a papel preparando una clase de Hegel. Leía al Hegel de “La filosofía de la historia universal” preparando mi clase y, como suele suceder en estas tareas del pensamiento, en algún momento no pude sino pensar en serio en lo que estaba leyendo… pero en realidad me sentí cautivada por la escritura hegeliana que estaba transitando. Y sentí, de nuevo, la fascinación desagradable: primero, o en parte, en el modo de la envidia. ¡Qué envidia escribir así! Pero no se trata de una envidia que desea ser así, transformarse en lo que envidia. Creo que ese es mi principal duelo reciente con la filosofía: yo no quiero eso, eso que admiré, ya no lo quiero. O no así, al menos. Se trata de una envidia por la potente autorización que está plasmada en su escritura: Hegel no tenía la más mínima duda de que podía hablar de lo universal, que podía pensarlo, que podía conocerlo, que podía sistematizarlo y que era él, y nadie más, quien realmente lo entendía. ¡Qué envidia poder creer ese delirio! No pude resistirme a decirle al Hegel muerto de mi texto: “Solo un hombre escribe así”. O mejor dicho, solo una posición masculina frente a la palabra, de absoluta acrítica autorización, de completa falo-auto-centricidad, puede emanar esta escritura. Escribir como si la verdad fuera mía y yo simplemente la desplegara. La ofreciera al mundo. De Hegel a mis masculinidades concretas que inspiran este texto hay un mero paso, y luego más o menos marketing. Los une esa autorización dada: estar autorizados a  hablar así, centrados en el puro-yo, teniendo por totalmente natural (o naturalizado) que de su boca la palabra debe salir a un mundo que está ahí, como yo, sentado para escucharlos fascinado.

Es que justamente lo que ha vuelto mi antigua agradable fascinación en una paulatinamente desagradable fascinación es la captación, la revelación repentina, quizás, de que esa palabra-propiedad que la masculinidad ejerce como un derecho divino (más que humano) demanda, requiere, necesita, para ser, alguna otredad, en lo posible pasiva y, frecuentemente, femenina, que le devuelva en su gesto callado fascinado, en sus ojos abiertos y su boca cerrada, la imagen que es espejo de su autoimagen: la confirmación de su propio carácter de sujeto soberano de palabra fascinante. Es decir, esos monólogos que he presenciado tantas veces lentamente me he encontrado mirándolos qua antropóloga: justamente porque al identificar que, en el fondo, mi supuesto interlocutor está hablando solo, al pasar de los larguísimo minutos no solo mi atención ya no se encuentra estimulada –porque a mí, como a cualquiera, lo estimula el diálogo y el intercambio, no el rol de escucha pasiva- sino que me siento tan extrañada de la escena que puedo dejar de oír para ver, para observar. Mientras el otro produce sin solución de continuidad ruidos con su garganta, cada vez más envalentonado con el valor de su propia idea, de su genialidad, de eso “que nadie ha pensado aún”, “que solo él puede ver”, “que es completamente original”  (acompañado, claro, de “todos antes de mí han estado equivocados”), cada vez más erecto en su propia masturbación lingüística, yo no puedo dejar de sentirme afuera de la escena, dejando mi cuerpo ahí casi por una penosa cortesía, diciendo que “sí” o asintiendo con mi cabeza para que parezca que estoy escuchando, y en cambio tomando nota,  conmigo misma como cómplice-colega, de este espécimen extraño, de esta forma de vida llamativa, que no entiende en lo más mínimo el fenómeno de la intersubjetividad, que parece haber nacido solo en el mundo por un instante –y entonces la pregunta científica es: ¿cómo pudo haber adquirido el lenguaje, fenómeno social e intersubjetivo por excelencia?- y que, para colmo de males, cree que lo que dice es tan importante, tan original, tan valioso, tan único y que lo es porque lo es pero mucho más porque él lo dice, él se dio cuenta, él lo descubrió, etc. Y para peor aún, rara vez la idea misma –que se ha vuelto para mí ya desagradable por el modo mismo en que se me la presenta- tiene una pizca del valor que el sujeto-masculino-solohablante enuncia. Entonces, mi yo antropóloga con mi yo-colega se descostillan de risa en mi diálogo interior por la vehemencia con que este que habla dice dos o tres cosas que pueden valer, pero con esa desopilante y patética convicción de que lo suyo es como descubrir América o la cura para el cáncer. Pero mis dos amigas internas se ríen porque se indignan. Porque se dan cuenta, cada vez más rápidamente, de que la escena no ha sido nunca una invitación a la interlocución sino una imposición de ser testigo de la supuesta genialidad del otro. La propia generosidad del diálogo donada a la oportunidad de la escena se ve traicionada, forzada a convertirse en aplaudidora con el rostro (y la boca bien cerrada) del espectáculo de palabra ultra-autorizada de quien se disfrazó de co-deseante de interlocución por un rato.

Mi respuesta a esta experiencia, que no dejo de vivir, depende de la inversión afectiva que tengo con la masculinidad del caso. A veces finjo interés por un rato, desde el momento en que advierto la trampa, y luego me retiro. Otras, traigo a la escena una contra-propuesta de interlocución verdadera con mis preguntas y comentarios y testeo si el otro acepta la invitación que le hago, y actúo en consecuencia. Otra veces el afecto que le tengo a estas pobres masculinidades patéticas delante mío me decide a jugarle por un rato tolerable al otro su juego: abrir un poco los ojos (para que no sospeche) con la boca cerrada, decir a todo que “sí” o asentir, soportar con paciencia imposible el resto del monólogo y listo. Porque siento que quizás, con estos a los que amo, soportarlos en su delirio sea lo único que puedo darles. Pero luego de soportar esto recorre mi cuerpo una furia contenida transformada en pesadez existencial (una incomunicable tristeza) por la traición reiterada de la trampa de falsa interlocución incluso de aquellos a quienes más quiero.

No sé si hago bien en soportarlos. Sé que denunciar la trampa sería muy doloroso. Para el otro, más que nada: ¿qué masculinidad tan acríticamente asumida quiere enterarse de que ha sido culturalmente engañado por siglos, por los Platones y los Hegels, respecto de su supuesto carácter original o valioso, cuando al fin y al cabo le espera lo mismo que a todos y todas: la igualación democrática de la muerte?

Pero sí he decidido que mi paciencia tiene un límite como lo tiene el tiempo que tengo en esta mi vida finita. Y que no hay más lugar en ella para estas patéticas traiciones.

martes, 17 de marzo de 2015

Tocar y ser tocada


Esa es la cuestión. En lugar de ser y no ser. Porque “ser” tiene un “lugar”. El lugar del con-tacto.

El cuerpo.

Todos necesitan ser tocados. Todas también. Todxs.

Hace rato que pienso en esto, alrededor de esto. Hace mucho.

Ayer justo pasaban en el cable una película con Tuturro y Woody Allen. El disparador cómico era que Woody Allen convencía a Turturro de ser una especie de taxi boy. Turturro accedía y entre sus “clientas”, Woody Allen gestiona sus servicios para una joven viuda judía ortodoxa, personificada por Vanessa Paradis. Una joven mujer por su religión y su viudez demandada a mantenerse ajena al contacto de un hombre, aparentemente. En la escena en que se encuentra con Turturro, la joven se dispone a recibir un masaje. Apenas él pone sus manos con aceite en su espalda ella, que parecía aterrorizada con la expectativa, se larga desconsoladamente a llorar.

Recuerdo también una entrevista, quizás emitida por Crónica pero no estoy segura, cuyos fragmentos luego fueron usados como recurso gracioso en esos programas de archivo. Se trataba de un hombre que reclamaba su derecho al acto sexual. Un hombre delgado, muy delgado, casi mal alimentado, de rostro poco agradable, con la dentadura torcida, o rota, o amarillenta, claramente con el aspecto de alguien que no lleva una buena vida (no en sentido moral, sino en sentido material). Este hombre, sin registrar la posibilidad de que se rieran de él –cosa que sucedió sin dudas- reclamaba que todo ser humano necesita -y por eso el Estado debería garantizar su derecho al- sexo. Varias veces vi como pasaban pedazos de esa entrevista para generar risa en una compilación o informe de TV. Pero recuerdo más haber superado rápidamente la sensación de lo “gracioso” del video para reparar, para compadecerme, en el verdadero dolor de ese hombre que necesita que el Estado le asegure lo que seguramente él mismo no logra conseguir.

Un tipo al que “nadie le daría”. Hay mucho sentido en que se use el verbo “dar” para referirse metafórica-barrialmente al “sexo”: hay algo que se da en el sexo. Se da el tocar-se. Con diferentes grados, diferentes conciencias, diferentes auto-consciencias o reparos, te doy el tocar-me, me das el tocar-me, te doy el tocar-te, me das el tocar-te.

También venía a mi mente, mientras este texto se formaba en mí, el recuerdo de un amigo sufriente. Tan retorcido en su dolor, en su contener una bomba de frustración en su interior, que emanaba ante mis ojos, sin hacer nada, un pánico a ser tocado. Recuerdo, en un momento de intimidad en el que bajó su coraza y se confesó, haberlo abrazado: recuerdo poner el costado de su rostro apretado contra mi pecho, justo por encima de mi corazón… recuerdo la profunda necesidad que sentí de darle ese contacto, aunque sea por un rato. Recuerdo su alivio sin palabras.

Imágenes, situaciones, recuerdos de la necesidad de tocar y ser tocada. Una necesidad que se vuelve género (me reservo para otro texto los distintos sentidos de esto) haciendo del erotismo, del cariño, de lo fraterno, de lo maternal, de lo solidario, de lo amistoso, especies de algo mismo.

Es interesante que, que nos toquen, nos puede gustar o no: pero no nos puede ser indiferente. Nunca el contacto con otra piel es indiferente. Se enciende la epidermis para disfrutar o rechazar. Grados de disfrute o grados de rechazo. Pero nunca neutralidad. La piel no es nunca neutral a otra piel. Es tan poco neutral que a veces el contacto que más se desea, que más desesperadamente se desea, se expresa en el modo de su opuesto, en el modo del rechazo. Como si desear tanto tocar a otro o ser tocada duplicara la necesidad en su opuesto: una doble necesidad que se anula a sí misma, que se pudre y se vuelve violencia contra aquel cuyo tacto se desea. El pánico de con-tacto. Como si se pudiera temer –no dudo: se puede- que nada después vuelva a ser igual. “Mejor no saber, mejor no saber” grita la piel que se encoge y se aparta.

Todos necesitamos ser tocados. Casi como si definiera al ser “humano”.

Ese ser que solo es “en” un cuerpo.

Ese ser que tiene la piel conectada a lo que de sí mismo más desconoce.

Me pregunto cuánto de esta necesidad universal-humana de tocar y ser tocados, pero sobre todo de ser tocados, provendrá de ese simple y misterioso hecho de que venimos de otro cuerpo. Un momento originario en el cual éramos todo contacto. Donde la piel no era del mismo modo superficie que en el después. Donde las células mismas transicionaban de ser de otro hacia ser “mías”. Donde solo fuimos por un buen rato mera transición, pura fusión, indistinción.

Empezar por ser “todo-tocada” y luego, la permanente expulsión. Cómo ya escribí en Revolución de la carne y en La interlocución profunda, me acosa el pensamiento de la carne que se reclama a sí misma en los cuerpos seccionados. La carne que hace a nuestra piel ese órgano total: toda psique, toda cuerpo, toda soma, toda ego, alter-ego, puro ello, todo a la vez.

¿Y si ese Ello todo-demandante y todo-deseante y todo-reclamente de Freud no fuera sino una respuesta, una reacción, a ese ser todo-tocada in útero, toda abrazada, todo-el-mundo-útero-que-abraza, que luego se vuelve toda expulsión, todo-mundo-externo-idea-de-exterior?

El útero como el verdadero paraíso perdido. El Ello, como respuesta enloquecida –gritada a oídos sordos- frente a ese exilio definitivo.

Yo me imagino el Ello de Freud como un bebé que llora, llora, patalea, y llora y sigue llorando (alguien debe haberme dado esta imagen). No tiene hambre, no tiene sueño, no quiere nada. Quiere el útero de nuevo. Eso. Que nunca le darán.

Y porque el útero parece un paraíso definitivamente perdido, el contacto de los otros parece ser la continua espera de un Mesías. Alguien que nos redima y nos retorne a ese puro-ser-con-tacto. Por eso cuando se ama cuesta tanto soltar al otro: la despedida provisoria como ablación. Por eso cuando se ama, no se puede resistir el tacto del otro. No se puede resistir el deseo de tocar al otro. Y por eso cuando se está mal con quien se ama se padece doblemente el no estarnos tocando.

Me grita adentro todo porque me toques. Te grita adentro todo por tocarme. Pero no.

No tocar como herir. No tocar como violencia. No tocar como escarmiento. Escarmiento que no puede ser sino un esfuerzo por resistir ceder la piel a otro. Esos escarmientos absurdos y putrefactos de los vínculos humanos, de los bebés-adultos que no superan lo insuperable: no hay más útero al que volver. Nadie puede escuchar ni responder a ese reclamo.

Y sin embargo, del paraíso-uterino perdido queda la capacidad milagrosa de seguir tocando. Todo un mundo por tocar. Un tacto diferente, un tacto de muchos otros. No más “una” sino “muchxs”.

Algunas emprenden la odisea del contacto como desesperada-esperanzada búsqueda de un Mesías.

Algunas plantan bandera del contacto en algún cuerpo-territorio hallado, como si fuera el último lugar de la Tierra.

Otras se niegan el contacto. Se aferran a la putrefacción de las ganas imperiosas por tocar y ser tocadas como prenda, como premio, como logro estoico, con el erotismo absurdo de la superioridad moral.

Otras y otros harán otras cosas. Pero todas y todos tratamos de hacer algo. Porque la piel no se aquieta. Se agita. Se enciende. A veces solo con la proximidad. A veces solo con la posibilidad.

Ser-toda-con-tacto-con-vos, amor, yo elijo. A vos, amor, en todas tus formas. Si he de quedarme sin algo, si he de darlo todo, que sea todo el tocar-nos que puedo dar-nos.

Es que parece que es ahí, en las mil y una formas del amor, en todos los modos y cuerpos por él atravesado, donde lo único parecido a un retorno nos es dado: mientras expulsada esté y siga aquí, transitando esta tierra, si lo único que hay es este pasar, que sea cruzando alegre los muchos puentes que se erigen, se tienden y suceden: puentes entre cuerpos, afirmados en ladrillos de carne, dibujando las calles cosmopolitas de todas nuestras pieles.

sábado, 28 de febrero de 2015

¿Por qué tenés tantos amigos putos?

A veces ciertas verdades profundas de la vida se revelan en momentos inesperados.

Estaba en una cita. Cenamos, compartíamos una buena charla. Ya nos conocíamos así que había una familiaridad instalada que hacía todo más natural. Después de cenar caminamos unas cuadras y entramos a un lindo bar. Pedimos unos tragos y la charla se fue haciendo cada vez más animada. De pronto, de un momento a otro, y tomándome alegremente desprevenida en medio de ese delicioso mareo que suele ofrecer el alcohol, el muchacho me pregunta:

-          ¿Por qué tenés tantos amigos putos?

Me sorprendió la pregunta y me sorprendió la respuesta. Recuerdo muy bien que primero las palabras salieron de mi boca y luego las pensé:

-          Porque me siento muy identificada con todo aquel que padece la represión sexual.

Fue tan espontánea mi respuesta como acertada. Me sorprendió a mí misma haber definido con tanta exactitud lo que hacía años que vivía como vínculo íntimo con mis amigos putos. Claro que no es lo único que me une a ellos. Hay algo que me une específicamente con cada uno y que excede esa definición. Pero también hay algo que me une grupalmente a ellos. Algo del orden del suelo ideológico que constituye la potencia de algunas amistades. Algo que hace a mi sentirme en casa con ellos.

El muchacho de la cita pasó rápidamente al olvido. Pero ese momento, esa auto-revelación, esa verdad, dejaron una hermosa marca en mi memoria. Ese día entendí lo que ya entendía hacía rato, pero ahora en palabras, ahora con esa fina percepción de lo que ya se sabe que es tarea del lenguaje terminar de delinear.

¿Cómo no iba a ser cierto que yo, criada en la represión sexual cristiana católica apostólica romana que me regaló mi famosa historia de vómitos y más vómitos con los cuales mi cuerpo se resistía a no poder realizar su deseo, cómo no iba este cuerpo resistente-padeciente de la represión sexual a encontrarse entre esos otros que han vivido algo tan parecido como una más?

Esa alegría triste de ser y saberse, en estas cosas dolorosas de la cultura, “una más” entre otrxs.

Claro que ser mujer y ser gay en nuestro mundo judeocristiano tienen una gran cercanía. O por lo menos para mí, en la respuesta que le di al olvidado muchacho de la cita, esa cercanía se reveló: la cercanía de “lo que tu cuerpo desea está mal”. El pecado. Si yo tenía que reservarme para el matrimonio –léase, para que algún hombre que estaba socialmente hiperhabilitado a masturbarse desde niño y a acostarse con quien quisiera me recibiera “blanca y pura” para hacerme “su” mujer (es interesante cómo en el adoctrinamiento cristiano del cuerpo, que tan bien conozco, la castidad como ejercicio para llegar virgen al matrimonio se predica para “todos” pero se decodifica sin ninguna ambigüedad –verdadera designación rígida- como predicado en realidad para “todAs”), el cuerpo gay tiene que reservarse para nadie: tiene que reconocer su deseo como desviado e intentar hacerlo desaparece o “reencauzarlo”. Es tan gracioso el desconocimiento absoluto que se manifiesta en cualquier institución, práctica o prédica que pretende que el deseo se algo “dirigible”, “manejable”, “direccionable”.

El deseo sabe antes que nosotros lo que quiere y vivir el deseo es vivirse vivido por el deseo.

La cercanía de seres humanos que tengan lo que tengan entre las piernas o hagan lo que hagan en la cama se miran y se sienten identificados, unidos, por un relato de “lo que me costó aceptar y vivir públicamente mi deseo”. Tantas graciosas y sufrientes charlas en las cuales compartimos todas las peripecias de la adolescencia a la adultez hasta que uno pudo asumir que siempre supo qué quería hacer, qué quería ser. He ahí el lazo vivencial profundo de ese hogar, esa comunidad, que creamos al encontrarnos. El sentir-común de lo que dolió, los momentos de confusión, el temor al castigo, el pavor a la mirada discriminadora, la risa frente a los artilugios para tener por un ratito, aunque sea un poquito, de satisfaccioncita del deseo. El relato del orgasmo logrado. El orgasmo sin culpa como un logro descomunal.

La represión sexual y su resistencia representan un modo de todo ese mercado negro de la vida social en el que todos vivimos. Algunos lo decimos, lo reconocemos, más que otros. Pero todo en el intercambio de lo sexual en nuestra cultura parece del orden del contrabando.

Este es el primer texto y las primeras ideas que hago escritura de un aspecto de mi existencia que deseo poder ir desarrollando a lo largo de los años. Si esta escritura tendrá algún valor que sea el de ofrecer una comunión: no la de la Eucaristía, sino la de ofrecer vivencias comunes mías que puedan parecer semejantes, en su modo de ser vividas, a otro, y que entonces se ofrezca como un abrazo reconfortante, habilitador. Que permita a mí y al otro saber que no estamos solos. Que hay hogar, comunidad, común-unidad en lo que cada cuerpo no puede sino, en algún momento, encontrar como lo-otro que lo habita: no me refiero a “los otros”, sino a toda esa legislación que nos atraviesa y nos remite a la duplicidad de la publicidad y el mercado negro de la existencia.

Y a veces, en el mercado negro, hay más iluminación, más vivacidad, más intensidad que en cualquier retorcida forma del alma blanca (¡hay cultura mía y tus metáforas de los colores!): porque lo íntimo, el refugio del hogar, se parecen más a lo que se oculta que a lo que se publicita. Porque no se oculta por vergüenza –o al menos ese es el modo de verlo que hay que abandonar- sino como tesoro: las verdades más íntimas que tenemos son del orden del cuidado, de la precariedad, de la fragilidad de lo feliz.


Como atesoro el amor y las horas con todos mis amigos putos, y amigas tortas, y amigxs putxs, a los que dedico este texto.

lunes, 2 de febrero de 2015

Sobre la docencia como modo de la interlocución profunda


A mis alumnos y mis docentes

O sobre la interlocución profunda como docencia.

Sí, claro: la docencia es una forma de la interlocución profunda. http://barthesiana.blogspot.com.ar/2013/11/la-interlocucion-profunda.html

Me encuentro con una amiga preparando el programa de un seminario que queremos dictar juntas. Un seminario libre, deseado. Surge la inquietud de la posibilidad de un alumno que nos inhiba, que busque deliberadamente mostrarnos la falta, lo que no sabemos. Sí, claro, el docente también puede temer enfrentar a sus alumnos. La respuesta tranquilizadora es que en nuestra situación de especialistas no me caben dudas de nuestra sobrecalificación respecto de los contenidos a transmitir. Ha sido mi experiencia en mis primeras clases como docente en la Facultad de Filosofía y Letras. No hay chance de que el espacio del aula alcance para transmitir todo lo que se ha leído, escrito, pensado, trabajado. Esa sobrecalificación, que incluso puede ser un obstáculo en la transmisión, es un resultado de la carrera académica que está detrás de una, tal cual como se hace y se vive actualmente.

Pero mejor aún, la inquietud-temor se troca por la afirmación de la posibilidad de que el alumno en cambio traiga la interlocución deseada: que me ayude a pensar, que piense conmigo. Que escuche mis preguntas y las haga suyas, o que al menos las vea válidas, plausibles, legítimas, interesantes, relevantes. Que piense conmigo. Yo espero que piense conmigo como el alumno espera que yo piense con él, que lo sorprenda, que lo movilice, que le genere una reacción en lo más profundo de su cuerpo –en ese no lugar en el que está su pensamiento. Que le descontracture el cerebro. Que le dé ganas, la necesidad misma, de ir a leer y escribir. A buscar y a producir.

Es que justamente la inquietud-temor yerra aquello a pensar. Hay un absurdo, nefasto, aburrido error en aceptar la primacía de los contenidos por sobre el individuo que los recibe. Lo relevante es la transmisión como formación, como interlocución, no como depósito compacto de un todo empaquetado que se colocaría en algún supuesto lugar vacío, vacante.

De lo que se trata es de traer algo al habla, a la escena de la interlocución, algo que nos haga hacer masa uno con otro y eso. Una especie de feliz triangulación inmaterial. Algo que cree el campo magnético que desde dos lugares distintos (yo-docente y tú-alumno) se genere entre nosotros.

Ser dos imanes en puja, en atracción, deseando colisionar y ser uno. En una yuxtaposición creativa que retenga las individualidades pero que también transforme. Que mueva un cuerpo y por eso lo cambie, sin que deje de ser el mismo. El suyo y el mío.

Esto me conduce a pensar en las figuras de docentes. Figuras que he visto, analizado, disfrutado o padecido a lo largo de mi formación.

Existe el docente que busca, desea, propone, performa, protege, estimula, cuida y así, enseña la interlocución profunda. Aquel que vive la pasión por el contenido primero como pasión por el alumno. El docente que no se olvida que fue alumno. Retiene esa experiencia precautoriamente: “Yo sé lo que fue estar ahí.” Y ese recuerdo, esa experiencia retenida, esa precaución lo alimentan para intentar dar lo que deseaba recibir y para evitar dar lo que odiaba recibir.

También existe el docente que solo busca audiencia, público, que se fascine con él. Que sale de su casa para solo hablar frente a otros. El docente que habla solo. El que ama escucharse a sí mismo. El que tiene un secreto y miserable entusiasmo en sentir que su lengua no se comprende por elevada, excelsa, sofisticada. Por lo general camina vertiginosamente frente al alumno con la pose típica de la mano en la pera, con la mirada por encima de la altura de sus ojos, retaceando al alumno el ser mirado, el contacto visual. Extasiado en asimetría. Este fue alumno pero se ha olvidado. O peor. Quizás fue el alumno que solo deseó el poder de la autoridad por sí mismo, como fuerza, no como potencia o creación. El que solo deseó cambiar de lugar para ejercer un pequeño y mísero poder.

Otra figura es la del docente que transmite la inhibición de la nota al pie, el pánico a la referencia, la obsesión por la bibliografía, la expectativa del referato como tragedia. Es el que enseña a temer pensar. El que comunica la paranoia de la mirada omnisciente de la academia y mata la posibilidad de pensar la falta como móvil hacia la profundidad de la reflexión. El antisocrático por antonomasia.

Es cierto que también hay que cuidarse de los alumnos, de sus expectativas –y casi deseo- de ser sometidos, dominados, castigados. Deseo de que el docente haga masa con él pero en la confirmación de su masoquismo quasi infantil o adolescente, entre otras formas de las fantasías maternales o paternas que puede traer al aula.

Cuidarlo también de que se tome demasiado en serio lo que una, cuando fue alumna, se tomó demasiado en serio. Ahorrarle la angustia y la frustración, aunque sea una parte. Enseñarle el juego de la transmisión. Enseñarle las reglas como estrategias más que como ley-prohibición.

El docente en interlocución profunda puede reconocer el poder que se tiene solo por la geopolítica del aula y abrazarlo para potenciar, moldear, transformar con el cuidado del que ama, del que protege, del que abre la puerta a un mundo como invitación, previniendo al invitado de que no todo es fiesta. Pero que la hay. Y no dónde ni cómo la espera.

Enseñarle a esperar. Enseñarle a no desesperar. El pensamiento demanda tiempo.

La interlocución profunda es transferencia, es amor, con su maravilla que suspende el tiempo y su devenir azaroso que puede arrasar.

La docencia como interlocución profunda demanda la responsabilidad amorosa de la transferencia como transformación. La autovigilancia del propio poder otorgado por la institución-ley.

La universidad puede ser hogar, aventura, feliz odisea. Pero también puede ser hoguera, tortura y lamentable cicatriz.

El docente tiene el poder y la responsabilidad de cargar o no los dados de la apuesta. Sabemos que los dados ya vienen suficientemente cargados. Liberarse de la propia carga innecesaria de su -si está ahí- feliz apuesta es lo que cada nuevo alumno le ofrece. Porque le ofrece la renovación de la fe en la apuesta hecha. Le puede decir o mostrar que sí, tuvo sentido.

El sentido que empieza y termina en la escena de la docencia.

En el campo magnético-vivificante.

En la vida alegre de la letra.