lunes, 25 de agosto de 2014

Revolución de la carne


¿Y si no es ni el sujeto ni el cuerpo? ¿Y si es la carne?

¿Y si el inconsciente es absoluta materia? ¿Y si el inconsciente es la carne?

El inconsciente es la carne equivocadamente descripta.

La carne es el verdadero hacedor detrás del hacer… un hacedor sintiente, reaccionante, movilizante.

Primero fue la carne.

La carne es una. No una y trina.

Una.

Todos venimos de la misma carne.

Pero la carne que es pura vida que desea ser no pudo sino ser al desmembrarse. Se extiende, se expande, se hace otra y se corta.

Como si fuéramos todos una misma ameba que se parte y se duplica. Y se vuelve a partir y se vuelve a duplicar. Pero a partir de una y la misma carne-ameba. Una ameba inquieta, explosiva, extasiada… como en el ex-sistir del Dasein, pero no del todo del mismo modo.

Y porque somos todos una misma carne, la carne se llama, se reclama.

El erotismo es la carne llamándose. Por eso el sexo siempre tiene algo de involuntario. No elijo yo a quien me cojo. Elige la carne.

Las carnes hijas de la Carne Una se reclaman entre sí.

El amor es la búsqueda de la carne de sí misma, extraviada y perdida en su multiplicarse imposible de detener por esa fuerza de vida que la hace carne y viva.

La cópula es el horror al vacío de la carne. Nuestros orificios, todos, piden a gritos la carne.

Dar vida no es depositar en un receptáculo células que se combinan bajo mandatos genético-naturales: es la carne que odia el vacío, la carne que se desespera por volver a unirse, la carne que clama a gritos volver a ser una y en su esquizofrénico deseo de lo imposible crea una carne nueva, una vida otra, en el momento mismo en que la carne se agita, llora de sus propios poros lágrimas de la alegría de la fantasía de fundirse ella con ella misma y se funde, imperfectamente, vicariamente, en un volver a ser una y otra, otra vez.

La carne lleva su principio de vida y aniquilación en su mismo modo de ser ella misma. Las famosas pulsiones de muerte y de vida. Eros y Tanatos son el modo mismo de ser de la carne, que se quiere nueva, más, diseminada… y se busca una, reunida, retornada.

La carne se busca en el amor y el erotismo… perder al ser amado es una mutilación.

Nuestros amores fallidos son las cicatrices incurables de nuestra carne herida, desgarrada.

La carne también se pudre, se infecta, se corroe, muere. La carne es infinita en su movimiento pero finita en su ser.

Nuestros muertos son nuestros miembros fantasma.

Y el alejarse de los que hemos querido tanto semeja el romperse de un tendón, un nervio. Un padecimiento que vibra en su dolor de nuevo los días de humedad de la vida.

La carne no es el cuerpo. No tiene límites, contornos. Está diseminada en su unidad en múltiples topoi.

La carne no solo es la vida y la vigilia. Es la carne la que sueña. Es la carne la que sigue despierta cuando el cuerpo descansa y obsesivamente elabora, teme, desea, y se marea con las imágenes que alucina, se confunde con su Eros y Tanatos.

La carne está siempre despierta y siempre inquieta.

La carne desea la Revolución de la carne: el retorno a ese origen cuya distancia emana mitos.

Volver a ser una con ella misma. Replegarse sin aniquilarse. Conectar simultáneamente todos los orificios, todas las heridas de carne faltante, en una orgía revolucionaria, emanando los mil y un fluidos de que es capaz –lágrimas, saliva, sudor, sangre, semen… - y volverse de nuevo una sola Carne Madre, Hija, Hermana.


La carne delira, despierta o dormida, la orgiástica muerte imposible de la revolución de la carne.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Amor es que vos seas más real que mis fantasmas

Amor es que vos seas más real que mis fantasmas.
Amor es que tu mirada desarme la pared de elucubraciones que cien invisibles albañiles neuróticos de la noche a la mañana levantan.
Amor es ver en tu sonrisa más verdad que en cualquier río tormentoso de inobjetables argumentos.
Amor es que mis palabras enojadas a tus oídos entren pero retornen mareadas, vuelvan aturdidas, reculen dudosas.
Es que el amor como interlocución pone a prueba el carácter venenoso del monólogo interior.
Es que hablar es entre dos. Son dos cuerpos vibrando alternadamente. Soy yo tocándote con mi aire interior modelado en el horno de mi pensar, temer, proyectar, soñar y dudar, todo eso junto, en ese cálido hálito de precariedad deseante. Sos vos abrazado por mi fuego interno que soplás y volvés viento de verano la ráfaga innecesaria. Y al entregarme también un poco de tu aire vulnerablemente articulado me permitís ser la suave verde hoja que se estira lejos de su tallo raciocinante para cerrar los ojos y ser acariciada en el rostro por la gratuita alegría ondulante del ser sin interpretación pétrea que se interponga entre vos, yo, y este genuino ahora que es amor y aire.
Amor es tocarte con las manos asustadas que cuando encuentran tu cuerpo dan sus preguntas por contestadas.
Amor es no tener razón, o no saber si la tengo, pero tenerte a vos y saberlo.
Amor es que el diálogo no vaya a ningún lado, que no haya destino ni consenso. Y que la arbitrariedad patentizada de la tesis y su contrario sea evidencia de que el tiempo de palabras, gestos, síes y noés, esto y aquello, no es sino otro modo de nuestra interlocución que es distendido deseo, don de aire, tacto, mirada, otra forma de estar juntos, surfeando las olas de un malestar que es movimiento superficial en el calmo inmenso mar de este amor nuestro.
Es el elemento i-rracional, anterior a nuestras razones, el que se une al oxígeno e hidrógeno de la química de nuestros cuerpos.
Es el salto de fe… la frase afirmada. Es el sí de verte siempre tan hermoso. Es la aprobación a gritos de cada célula de mi cuerpo.
Más real que mis fantasmas, que se disfrazan de razones para simular ser entidad al menos abstracta, formal, ideal, mental.
Más real que las i-rrazones i-rreales que se maquillan, se adornan, se entrelazan y exclaman ser testigos denunciantes de la trama descubierta, la regularidad identificada, la trampa inminente, la cárcel preparada.
Pero la real carne de nuestro cuerpo uno en su interlocución vibrante emana el perfume de la verdad de nuestro distendido instante y arrasa como un mar henchido, electrificado, con todo obstáculo incorpóreo, con todo putrefacto compuesto de nada razonada, de idea intoxicada.
Ser dos en un silencio compartido de un abrazo a ojos cerrados, como si en el interior de los párpados y en el aquietarse del tímpano se pudiera a la vez ver y escuchar el “Sí” que todo lo decide.
El “Sí” a vos, amor… más real que mis fantasmas.


viernes, 1 de agosto de 2014

Café de la calle Amsterdam

En Manhattan, sobre la calle Amsterdam, casi llegando a la calle 111, hay un adorable café. Además de ricas infusiones hacen toda una serie de delicias de pastelería cuyo disfrute se volvió un pequeño feliz ritual de mi vida en esos meses.
Era un domingo por la tarde y el día era espléndido. Tomé mi libro y caminé las siete cuadras desde el departamento al café con la esperanza de encontrar una de las mesitas de afuera libre para acompañar mi momento de lectura placentera con el sol y la suave brisa del abril newyorkino. Era tan importante leer como vivir intensamente el afuera de un día tan precioso.
Me llevé “Allegories of Reading” de de Man y una pequeña carterita que incluía la billetera, el celular, el lápiz y la goma para los apuntes y un pequeñísimo anotador. Ligera, caminando sin apuro, con el sol besándome la cara, llegué al café y a la mesita al aire libre que me esperaba.
Me senté luego de pedirme un té y un par de esas alucinantes galletas recién horneadas que siempre tenían. Acomodé el libro en la mesa, con su infaltable compañerísimo lápiz al lado. Miré a mi alrededor y disfruté de la imponente Catedral de San Juan El Divino que se erguía soberbia a mi lado, en la cuadra de enfrente. Recorrí la completa perspectiva de la avenida y sus calles frente a mí, una visión de mi barrio… en unos meses ya era “mi” barrio. Lo disfruté mío, solo mío, todo para mí, en esa tarde de primavera mía.
También miré a mi alrededor, con mis ojos de exploradora antropólo-filóso-psico-analista… pero más ganas tenía de perderme en el momento que de dejar a mi mal acostumbrada mente indagar profundidades humanas a mi alrededor. Esta profundidad primaveral era mía. Era un momento, para mí.
De todos modos, llegué a identificar levemente algunos humanos a mis alrededores. Mi mesa estaba ubicada en paralelo a la calle, con lo cual tenía que mirar hacia mi izquierda para ver las demás mesas habitadas. Alguna parejita por allí, unos franceses hablando de Seinfeld detrás de mí, y en perpendicular a mí había una mujer de unos sesenta años, sentada en una mesa que miraba hacia la calle. Sin elegirlo, entre la calle y ella estábamos yo y mi mesa, ofreciéndole el lateral de nuestra escena a sus ojos. La mujer también estaba sola y leyendo, pero parecía estar trabajando: sostenía seriamente un pesado apunte sostenido por un gancho grueso.

Mi deseo pudo más y en pocos minutos evadí la mirada de reconocimiento, tomé mi libro y comencé a disfrutar. Leía plenamente, con calma, sin exigirme un estudio exhaustivo del texto pero sin abandonar esa feliz costumbre de leer pensando. No había apuro para fijar contenidos: había calma para incorporarlos lentamente. Como la mirada de reconocimiento hacia mi entorno, pero explorando el libro y sus adentros.
Unos minutos después, suelto el libro y me recojo el pelo porque un viento suave, juguetón, me despeina. Aunque obligada por su juego, disfruto de llevar mi cabeza hacia atrás y meter los dedos en mi pelo con el viento pasando también entre ellos. Pierdo mi mirada hacia adelante, perdida en un momento de placer y viento… sonrío sin pensarlo y cierro los ojos en un instante estirado del pelo aún entre las manos. Soy solo eso: el momento, el viento, mis dedos, mi pelo, el sol, sonriendo… y cuando pasa el momento pleno en suspenso, como que vuelvo… y sin razón alguna miro hacia mi izquierda y veo a la mujer mayor mirarme con un gesto adusto, con el ceño fruncido, con su mirada reprobadora clavada en mí.
De repente me siento algo intimidada, desprevenidamente juzgada por esa mirada severa inesperada. Como si yo estuviera haciendo algo malo. Como si hubiera transgredido algún mandato al perderme en el disfrute del pelo y el viento en un espacio público. Quizás por haber hecho de ese espacio público un tiempo privado… una zona de intimidad… casi como si me estuviera tocando a la vista de todos. Como si hubiera sido obscena en esos segundos de pelo, viento, sonrisa, dedos.
Y de repente, unos segundos después, toda la escena me parece una puesta en yuxtaposición de una misma mujer en dos tiempos, en dos puntos de la cronología, en dos momentos de la vida. Como si la mujer que a los treinta leía placenteramente con el viento jugando con su pelo, la mujer que se roza el pelo suave y perfumado con la piel joven de sus dedos erotizados se mirara a sí misma treinta años después con recelo.

¿Seré yo, alguna vez, esa mujer que ve su juventud ida con una mirada censuradora? 

¿Será que ser esa mujer, treinta años después, no puede sino ser el sitio desde el cual lo joven se mira con disgusto?

¿Podré ser, en cualquier punto del hilo de la vida que tejeré, siempre un poco ésta,
que en lugar de mirar acusadoramente es mirada,
que deja su mirada perderse en la nada de un viento que la atraviesa,
que atravesada sonríe a la nada de ese tiempo que no pasa,
que no es visto,
que es roce,
que es dedo en la seda posible del propio cuerpo,
que es viento contra el viento pero que lo sabe sin recelo,
sin ceños ni fruncimientos,
sino en la fresca conciencia del roce,
del eros inasible de ser toda ella, 
por un momento,
la simple conciencia sedosa de la punta de sus dedos?

Quizás, ojalá, ser algo así, como ahora
que escribo
y soy,
escribiendo,
solo el roce de mis dedos.