domingo, 26 de octubre de 2014

Decirle te amo a un niño

Ayer finalmente le cumplí la promesa (añeja por demás) de llevarla al Botánico a mi preciosa sobrina Ailín. Tuvimos una tarde hermosa, disfrutando de flores y plantas, de sombra deliciosa en un día caluroso, de caminata por los lagos de Palermo y de la divertida aventura de andar en esas bicis para dos que alquilan al lado del lago, con la cual Ailín se descostilló de risa y yo también –aunque la tía quedó fulminada luego de media hora de pedalear ella sola porque a Ailín no le llegaban las patas a los pedales.
Dejé a Ailín con su papá pasadas las 9 de la noche y decidí que la cama y la tele me esperaban. Resolví el tema de la cena pasando por una confitería a comprar unos ricos sandwichs de miga, cuyo sabor sin igual se duplica por el maravilloso hecho de ahorrarme cocinada, lavada de platos y mayores obstáculos para la cama.
Iba caminando despacio, disfrutando del aire fresco de la noche, a lo largo de las poquitas cuadras que faltaban para casa cuando suena el celular. Es mi hermano que me pregunta si puede pasar ahora por el depto a ver eso del balcón que hace rato que tiene que pasar a ver y nunca puede. Le digo que sí, porque sé que tiene poco tiempo disponible, pero le aclaro que estoy muerta, que mi plan es pegarme una ducha e irme a la cama, así que que pase ahora, por favor.
Listo, todo acordado, voy a cortar el celular y advierto que Juan me iba a decir algo más. Entre que intento llamarlo de nuevo se me desarma el celular cuya tapa trasera está siempre floja, se sale la batería y se retrasa mi devolverle el llamado. Cuando logro arreglarlo y encenderlo de nuevo, veo las llamadas perdidas registradas. Lo llamo y le explico que se me desarmó el celular y no podía llamarlo. Todo bien, me dice, esperá que alguien te quiere hablar.
Entiendo todo y sonrío. Juan le pasa el celular a Juani, su hijo, mi sobrino precioso, y Juani me dice sin mediar saludos innecesarios: “Tía Mary, ¿querés venir a cenar con nosotros?”
Tiene una voz tan dulce, como si la dulzura de su alma se trasluciera en los sonidos de su garganta. Muerta de cansancio, sandwichs optimizadores de descanso en la mano, con unas tremendas ganas de llegar a casa, a la ducha y a la cama, y todo en mí sonríe, todo en mí se derrite, me nirvanizo en estado de tía-que-ama y le contesto sin mínima vacilación: “Sí, Juani”, entendiendo que no me invita a cenar a su casa, sino a jugar, como hacemos siempre, a todos los juegos juntos, a los viejos y nuevos, a los que le enseñé y los que aprendimos juntos, a reírnos, gritar, saltar, abrazarnos, discutir por reglas o resultados, balancear el juego con aprender a jugar con la hermana, y jugar a dos manos, una a Lupe, su hermana hermosa, sobrina preciosa mía, y una a Juani, hasta quedar de nuevo felizmente fulminada por la demanda insaciable de presencia de tía de mis sobrinos, que aún a la una de la mañana, pucherean porque la tía tenga que irse a la casa.
Cada vez que puedo le pido un beso a Juani o a Lupe. Hace un tiempo incorporé el feliz ritual de decirles después del beso “te amo”. Casi nunca o nunca me contestan. Pero no importa. Yo les digo, y ellos saben, que los amo.
Decirle “te amo” a un niño. ¡Qué cosa extraña! He dicho varios te amos a novios y enamorados. He dicho muchos “te quiero” a madres, padres y hermanos… a amigas y amigos. Pero es la primera vez, con mi experiencia de los sobrinos, que me encuentro diciendo “te amo” a niños.
¿Qué es tener una relación con un niño, y una que amerite un “te amo”? En el caso especial de Juani y Lupe es tener un vínculo con alguien a quien vi nacer. Alguien que ha desarrollado paulatinamente el lenguaje a mi lado. Alguien que vi quererme antes de que supiera decirme nada. Alguien a quien empecé a amar antes de que pudiera entender un “te amo”.
No puedo citar aquí la experiencia real o mítica de la maternidad. Primero porque no son hijos míos. Hay una extraña intimidad entre nosotros, algo del orden de células genéticamente cercanas enfrente mío que empiezan a crecer, a moverse, a hablar, a hacer primeras sonrisas y primeros enojos. Pero no son mis hijos, son los hijos de gente que amo. Pero no los amo solamente por ser hijos de aquellos a los que amo –como si pudiera garantizarse la transitividad del amor de los hermanos a sus hijos. De hecho, los amo de un modo nuevo. Un amor raro. Potente, hermoso, feliz, pero raro.
Es que todavía intento entender esto de decirle “te amo” a un niño, alguien que todavía no ha desarrollado la racionalidad plena de su inserción sociocultural en el mundo mío, de los adultos, de los “ya-estructurados”. Este ser i-rracional –porque, ¿cuánta razón argentino-americano-occidental-sigloveintunezca puede decirse que este niño “tenga”?- que me habla, me busca, me besa, me discute, me reclama, por momentos hasta ignora, ¿cómo puede entenderme completamente? ¿Cómo puede saber Juani que la tía desea ser invitada a jugar con él a las diez de la noche de un larguísimo y cansador sábado, porque su demanda de amor-por-medio-del-juego le da a la tía el mejor plan: el del sabor de esa verdad de la vida que tarde o no, recién ahora entiende: la plenitud absoluta del orden del juego de los momentos entregada a los seres que ama?
Quizás ahí empiece a hacerse comprensible, palpable, vivible con el cuerpo algo de mi “te amo” a Juani, o a Lupe, del amor a estos seres nuevos que me hacen “tía” una y otra vez. Quizás lo que amo de Juani es su ternura, su belleza, su inteligencia, su alegría, esa risa que parece que amaneciera en dos minutos en su boca… como amo de Lupe su locura, su obstinación, su necesidad de mí como mandato inquebrantable, sus saltitos de entusiasmo si vamos a tocar el piano o a su cocinita a jugar, o cuando me pide que le diga “qué dice acá”… o como amo de Ailín la fascinación con la que me busca, el interés de estar conmigo que siempre me demuestra, que yo llegue y ella corra a abrazarme, o que me cuente como en el tren a la vuelta de Palermo su vida del colegio, quién es su mejor amiga, el chico que la molesta, o que se quede preocupada porque los nenes que están en el tren descalzos pidiendo limosnas “no deberían estar ahí” y “¿cómo puede ser que los dejen, si es muy peligroso?”. Quizás amo de ellos todas esas cosas particulares, específicas, que los hacen Juani, Lupe y Ailín. Pero seguramente también ame la persona que me hacen cuando me invitan a su vida, sus prioridades, sus asombros, sus preguntas, sus juegos, sus demandas. Seguro amo que me recuerden que la vida, al inicio, era otra cosa: que el mundo era una gran plaza o un gran fondo… que una tarde en el Botánico puede ser la oportunidad de respirar un aire nuevo para mi mente y mi cuerpo, que siempre está ahí como posibilidad, y que tantas veces pospongo… que pedalear media hora alrededor del lago de Palermo muerta de la risa porque podemos chocar a alguien, o gritando de entusiasmo cuando se viene la loma de burro, sin importar nada más es un placer que hay que darse… que en vez de la cama y el eterno retorno embolante del zapping puedo una noche armar un rompecabezas, jugar a la escondida, ser cowboy, encontrar muñequitos en una revista, hacer una sopa de choclo con un choclo de plástico y dárselo al bebote de plástico… por eso los amo: no solo me aman, no solo me miman, no solo me llenan de cariño y dulzura de niños… también me recuerdan lo que absurdamente he olvidado, lo que la repetición normativa de años y años de alcanzar disciplinadamente el estatus de adulta –que, ¡pobre tonta yo!, tanto añoraba- me ha quitado: ver la vida como juego, ver el tiempo como risa, mancha y pedaleo, ver cualquier proyecto como fantasía realizada de ser un momento cowboy y al otro zombie, y luego cocinera y después mamá, y después soldado y después pianista de sonidos irreconocibles… de que la vida puede ser un piano en el que mis dedos chapoteen sin partitura… la vida que vuelvo a amar en los niños que amo.

Quizás, debe ser, algo de todo esto sea lo que significa mi decirles “te amo”.

sábado, 18 de octubre de 2014

Amar en las pequeñas cosas

Paro de trabajar un rato, voy a la cocina a prender el horno y poner algo de comida a calentar. Abro el freezer para sacar unas milanesas de pollo y sonrío al ver el tupper en el que están guardadas. Las milanesas me las preparó mi mamá, que acostumbra a mandarme cosas ricas que hace y que hace pensando en que yo reciba una parte. Le sonrío al tupper porque pienso que es un tupper nuevo –conozco todos los tuppers de mi mamá. Y la sonrisa se debe a que mamá compró un tupper nuevo muy probablemente para poder enviarle en nuevos recipientes más comida y cosas ricas a sus hijos.
Y entonces pienso en la gente que te ama en las pequeñas cosas. En mandarte milanesas de pollo caseras para que disfrutes lo más que puedas en la rutinaria tarea de almorzar o cenar para salvar el obstáculo de la alimentación en medio de “las cosas importantes” que “hay” que hacer en el día.
Pienso en amar en las pequeñas cosas. En esos gestos imperceptibles que te arrancan una sonrisa en medio de una cotidianidad normalizada, reiterativa, serial.
Sonreírle a todo lo que está detrás del tupper nuevo de mamá.
El amor en las pequeñas cosas me ha resultado, en el último tiempo, la experiencia del amor más fascinante, más sorprendente, un completo descubrimiento de una dimensión del amor –en todas sus variantes- que me resulta inesperado.
Ser amada en las pequeñas cosas… tener antojo de helado, mientras estamos volviendo a las apuradas a casa porque le empieza el partido, y que, al escucharme, él pegue un volantazo apurado para volver hacia atrás unas cuadras y que yo pueda comprarme el helado que quería, aunque el partido está casi empezando. Y que lo haga con gusto, como un regalo, no solo en ausencia de cualquier gesto de molestia, sino en presencia de una intensidad de marea subterránea de ese amor que me dice todo el tiempo, que le mueve el brazo rápido en el volante y le impulsa la mano que pasa aceleradamente los cambios, para que su amor disfrute de su cumplirse su pequeño antojo de helado. Cómo le hubiera gritado la felicidad de gotas de amor constante que me da en la cara… pero le di una sonrisa en silencio, le devolví con la misma muda enormidad del amor de las pequeñas cosas su gigante gesto amoroso.
Es que el amor de las pequeñas cosas tiene la potencia de la mudez frente a tantas vanas y vacías palabras de amor que se han vuelto, para la experiencia más superficial de lo amoroso, sonidos comunes… ruidos estereotipados.
El amor de las pequeñas cosas exuda la vitalidad y novedad que tanto trillado lenguaje pseudo-amoroso producido en serie carece… una potencia repentina e impactante, un efecto sobre mi cuerpo que ninguna de todas esas miles de novelas románticas, una igual a la otra, que leí con mi cuerpo adolescente inocente-sublimante jamás supieron darme ni siquiera hacerme vislumbrar.
Amor de las pequeñas cosas contra el gran amor mitológico del que liberarse es necesario, cuyo lastre cansa, pero que ha delineado tan eficazmente las expectativas normales del cuerpo que abandonarlo o meramente resignificarlo se parece a arrancarse la propia piel para sentir otra cosa.
Pero qué hermoso es sentir con otra piel, o con la misma, el amor de las pequeñas cosas.


sábado, 11 de octubre de 2014

Cuento/sueño, sujeto/cuerpo

Hoy hice un descubrimiento: un cuento no es un sueño. O, mejor dicho, un sueño no es un cuento. En realidad es algo obvio, que siempre supe, pero lo entendí hoy. Tuve un sueño muy interesante hace un tiempo y me pareció tan lleno de significados y figuras, tan rico para una sesión de análisis que lo anoté y decidí que iba a convertirlo en mi primer cuento. Además de anotarlo utilitariamente, lo anoté porque cuando desperté, la intensidad del sueño había sido tal que no lograba volver a dormirme. Estaba conmovida, plena de sentido… no estaba angustiada pero sí inquieta. Incluso cansada. Cuando un sueño es tan intenso uno se despierta y sin haber terminado de lidiar con ese momento de confusión entre el fin del sueño y el inicio claro de la vigilia, uno ya siente que está cansado, como si hubiera estado corriendo mientras estaba acostado.

Hoy quise aprovechar una noche relajada, sola, en casa para tomar cierta sensibilidad a flor de piel del día y escribir. Me preparé un aperitivo, un Martini con soda y hielo, y me fui placenterísimamente a mi escritorio a escribir. Busqué las notas del sueño para a partir de ellas armar el cuento.

Ahora bien, a mí me había parecido que lo cargado de una plenitud de significado y asociaciones había sido el sueño tal como desplegó sus acciones-imágenes. Entonces,  mi interés fue permitir un pequeño juego poético al introducir el relato mismo del sueño pero luego tratar de transcribir las escenas del sueño lo más fidedignamente posible. Y eso hice. Empecé a escribir el sueño-cuento, agregué una elaboración sobre la primera situación del cuento –que era el relato de mi irme a dormir-pero cuando la acción más traumática del sueño se iniciaba, ahí solo traté de describir lo más fielmente cómo había sido el sueño, que por intenso y anotado me había quedado muy grabado en la mente. Terminé de relatar las escenas del sueño bastante conforme con la fidelidad del resultado: era un excelente relato del sueño. Pero luego de releerlo, aunque el sueño estaba perfectamente relatado, me di cuenta que eso no era un cuento. Había una intriga o situación estresante que hiciera las veces de peripecia o nudo, pero la resolución –esplendorosa de sentir y sentido para mí- no era la conclusión de un relato. Era simplemente un terminarse el sueño en un momento o escena final y punto, pero nada parecido a una coherencia estructural o trama que hiciera retrospectivamente necesario o conclusivo el fin del relato.

Dejé lo escrito guardado en la computadora y me fui a ver televisión y dar por terminado el día. Aventuré la idea posible de que a partir de la base del sueño pudiera más adelante inventar un relato que se inspirara en él. Por ejemplo, continuando el relato desde el fin de sueño hacia algún otro tipo de acción o evento inventado que llevara el relato a algún lado e hiciera de eso que no era un cuento y que yo acabara de escribir, un relato, mi primer cuento (tal fue la ilusión post-sueño original: este sueño será mi primer cuento).

Habiendo dejado la tarea voluntariamente inconclusa o parcialmente resuelta, tuve mi momento de cena y relax en la cama, con la televisión. Y gracias a la combinación de todos los factores cotidianamente necesarios para mí para la relajación y el dejar pasear la cabeza, de repente, una revelación, un descubrimiento: un sueño no es un cuento. Un sueño no puede ser nunca un cuento. Léase: la estructura del sueño no es la de un cuento, un relato, una narración. Pero no estoy diciendo que los sueños no tienen forma o estructura. Menos todavía estoy diciendo que un sueño no tiene sentido. Lo que digo es que la estructura del sueño y su modo de hacer sentido, de significar, son diversos de la estructura de la narración, que nos ofrece su sentido qua narración a partir de la estructura principio-medio-fin que hace a la serie contingente de eventos en dirección al fin retrospectivamente necesaria en vistas de la totalidad de la serie qua estructura de relato.

En mis discusiones sobre lenguaje, narración, psicoanálisis y subjetividad con ella, Judith Butler argumentaba fuertemente que mucho de la subjetividad y de la experiencia solo puede ser captado por el lenguaje poético, por el lenguaje de los sueños, y no por la estructura narrativa (y el sujeto narrativizante/sado que la coherencia narrativa supone). Recién hoy entendí esto. Fracasando en el intento lúdico, placentero, deseante, de escribir un cuento a partir de un sueño que fuera el sueño vuelto cuento: pero al fracasar en escribir un cuento logré escribir un sueño, para darme cuenta al leerlo que eso que escribí no tenía la estructura de un cuento.

Hay entonces, entiendo hoy, dos modos de la significación de la subjetividad, de la experiencia de ser sujeto: el modo en que significa un relato sobre las acciones del sujeto, un modo teleo-lógico, porque su inteligibilidad se sostiene en la dirección hacia el fin y desde el fin hacia la totalidad del sentido de sus actos. Es el modo de la significación que se condensa en la noción de “elección”: de un modo más o menos intenso es el sujeto el que moviliza el sucederse que se vuelve trama. Y un modo otro, el que significa en el sueño, que contiene una sucesión de imágenes-figuras-escenas, que se remiten unas a otras, se metamorfosean unas en otras dando una sensación de duración o temporalidad del sueño, un modo tropo-lógico: porque la sucesión-duración sigue la dirección de un constituirse una figura que se de-constituye, de-figura, para volverse una figura u escena otra-siguiente. Y en la cual la sucesión-sustitución de una imagen en otra sugiere una red multiforme, enredada, de sentidos, en un ir de un lado al otro, de un arriba abajo, al costado y arriba de nuevo, que genera una sensación de continuidad que disfraza la danza perpetua en el desplegarse de las figuras de la dis-continuidad entre ellas. Aquí las denominaciones aún me faltan… pero arriesgaría que es el modo de la significación que se condensa en la noción de “pasión”: la pasión también refiere a un sujeto que moviliza un sucederse, pero hay una experiencia pseudo-ciega del mover los sucesos, un saberse sujeto-agente pero a la vez paciente, que se ve a sí mismo moverse, actuar, comportarse, de un modo que no cree elegir o que preferiría no elegir, o que no debería elegir, pero sabiendo esto aún así no puede sino hacer “eso”, decir “eso”.

Las preguntas posibles para mí, ahora, en torno a la reflexión sobre la subjetividad serían las siguientes: ¿cuál es el modo privilegiado? ¿Cuál define mejor qué es ser sujeto? ¿Se trata de un alternarse de los modos de la subjetividad? ¿O uno, el del sueño, es el fenómeno primario –por más reprimido que lo fuera- y el otro un fenómeno subsidiario, secundario? ¿Es el modo de la narración una fantasía de plenitud de ser que se vuelve principio de realidad de la vida consciente? ¿Es el modo del sueño la verdad de la ausencia de estructura de trama real de la existencia? ¿Son dos modos meramente opcionales, yuxtapuestos, de un ser esquizo o bifronte del sujeto?

Y más se podría preguntar, y lo seguiré haciendo. Pero permítanme terminar esto con un último elemento a destacar del conjunto de mi des-cubrimiento.

Dormidos o despiertos, el modo del relato o el modo del sueño, solo son posibles en un cuerpo.

No hay subjetividad en ninguno de los dos modos sin –se vive, se narra, se escribe, se sueña como-  cuerpo.