sábado, 22 de noviembre de 2014

Manifiesto del poder de un cuerpo individual (Primera Parte)


Este texto desea ser una reflexión acerca de las posibilidades de acción en el presente. Desea ser un hijo del pensamiento, aunque su gestación recién empieza y no será parido hasta dentro de mucho tiempo. Pero quizás ya fue, de algún modo, concebido como posibilidad.
Se trata de un hijo del pensamiento que no puede sino ser un hijo de la promiscuidad, porque su concepción requirió un erotismo teórico con muchos hombres y mujeres, homosexuales y lesbianas, filósofos e historiadores, lingüistas y teóricos literarios. La promiscuidad ontológica de la que alguna vez me habló un profesor transmitiéndome a Merleau Ponty, que ahora quiere ser también promiscuidad performativa del pensamiento y la escritura.
Y un hijo no puede concebirse sin un cuerpo. Es un hijo/hija… tiene y rechaza a su vez su género.
Pero debo advertir al lector que en este texto no se dirá nada nuevo. ¿Quién puede decir alguna vez algo “nuevo”? Ya se ha dicho todo, ¿no? O al menos siempre alguien podrá venirnos a decir que “esto ya lo dijo X en Y”. Pero si no se puede decir algo “nuevo”, se puede decir algo “de nuevo”. No es algo nuevo, pero se dice “de” nuevo. Y eso es lo que enseña Benveniste del discurso: yo, alguien (¿nuevo?), asumo en mi enunciación todo el lenguaje: ¿no hay un tipo de hacer ahí? En el discurso, aparece la lengua en tanto que asumida por el hombre que habla y en la condición de intersubjetividad, única que hace posible la comunicación lingüística. El yo que no es sin el . El yo ligado al ejercicio del lenguaje: el discurso individual en el que cada locutor asume por su cuenta el lenguaje entero.
Entonces quizás hacer en/con el lenguaje –como Austin nos ha mostrado- no puede sino ser decir “de” nuevo. Pero con mi garganta. Con mis dedos. Con los signos a través de mi cuerpo.
Si hay algo interesante para decir del lenguaje y de la acción “de nuevo” será eso: el lenguaje es acción, la acción es lenguaje. Es esto lo que hay que decir y pensar de nuevo.
Pido perdón por tardar en llegar al punto, perdón porque me cueste empezar este texto. Pienso en mi amado Barthes, en su escritura en voz media (destacada recientemente por mi amado Hayden White). Es interesante que al pasar, en el texto en que la piensa, Barthes menciona entre los procedimientos de inauguración del discurso - “puntos en que se juntan el comienzo de la materia enunciada y el exordio de la enunciación” – la apertura performativa, que remite al modelo poético del yo canto. Lo interesante es la nota a pie de página, en la que refiere el problema del exordio de cualquier discurso como “la codificación de las rupturas del silencio y una lucha contra la afasia.”
¿Hacer y hablar no son siempre un modo de romper el silencio y luchar contra la afasia? ¿Ruptura y lucha que no son sino un atravesar con el propio cuerpo las codificaciones del hacer y del hablar?
Pero, ¿de dónde viene este texto? ¿Qué pretende decir de nuevo? ¿Cuáles son los cuerpos diversos que se encontraron azarosamente en la promiscuidad teórica que lo produce?
Seguramente el poder productivo en Foucault. Y la iteración en Derrida, particularmente en esa apropiación del Kafka que escribe respecto del “ante la ley”, tal como Butler lee a ambos: como revelando que la norma que citamos no “es” sustancialmente antes de ser reiterada, sino que es la misma reiteración la que la fortalece en su apariencia de “La Ley”. También lo que está detrás de estos tres filósofos: Austin y el develamiento de la performatividad del lenguaje. Pero también la voz media en Roland Barthes, en él y tal como White la asume para pensar nuestra relación con el lenguaje y la representación en el siglo XX, el que dio las piruetas lingüísticas y ahora no sabe dónde cayó. También el Barthes que habla de la lectura como hemorragia permanente de la estructura, como lugar en que la estructura se trastorna. El estructuralista que se suicida, que nos hereda la sangre de su propio puñal en el pecho, para beber: la lectura como el lugar en el que la estructura se trastorna.
Y también la última Butler de la ética levinasiana, de la “scene of address”, del dar cuenta de uno mismo que siempre es de un yo a un tú.
Pero también de lo que no está en los libros ni en las lecturas hechas. De mi experiencia en las instituciones educativas, de mi experiencia de la academia. Y también de tantas charlas en las que el pensamiento vive.
Pienso en mis charlas con Elsa Drucaroff y su furibunda crítica a toda posición que pretende pensar la emancipación como esquizoide, que propone pensar un sujeto des-hecho, des-centrado, “pero bien que después van con nombre y apellido a cobrar los derechos de autor.”
Hay algo para pensar de nuevo –mi amiga tiene razón- en el Nombre y Apellido, el nombre en el que habita, se individua,  un ser que habla y hace. Ese que ocupa un lugar en la academia y su autoridad, o en la burocracia y su poder, o en la cátedra y su saber.
¿Qué es lo que quiero pensar de nuevo, a partir de esta promiscuidad de pensadores, haceres, experiencias? Hay algo que siento como falta en el terreno en el que un Foucault, un Derrida, una Butler, me han dejado… claro que son ellos los que me permiten pensarlo. Ellos más algo que me viene de White, y Barthes y Drucaroff –aunque también sería quizás un poco contra ellos también.
Me aparece la falta del cuerpo individual, de la pregunta por su rol en las estructuras de saber/poder.
Si eso que todos vienen elaborando de algún modo, que es lo que une indisociable pero no identificablemente al hablar con el hacer, la performatividad, no puede sino ser una teoría (perdón por la palabra) de cómo se usa el poder, cómo circula: ¿no tiene alguien que prestarle el cuerpo al poder, la garganta al discurso, para que siga circulando de un cierto modo?
¿No hay un cuerpo individual marcado por un Nombre y Apellido? ¿No hay un Nombre y Apellido del poder y de su circulación/desviación?
Me estoy preguntando sobre la discrecionalidad institucional como arma. Algo que puede ser pensado a partir de las vivencias cotidianas e institucionales –porque se cruzan constantemente.
Pienso en un modo de la subversión que sería posible como elección de un disfraz, como performance repetida del parecer ser lo que la institución espera que devenga su miembro, hasta llegar al lugar del poder para ejercerlo poniendo el cuerpo para desviarlo.
Usar las instituciones quebrando las promesas hechas al poder particular, concreto, sesgado, de la forma opresiva de la institución: no creerse realmente la promesa dada de devenir en el futuro reiterador auténtico del disfraz asumido. Perder la fe en la institución. Renunciar al deseo de ocupar el lugar codiciado del poder del que fuimos sujetos.
Sería un hacer político no por social, sino porque nos retorna al yo-no-sin-tú del lenguaje. The scene of address, para Butler.
Se trata de enseñar a usar el disfraz: hay que socializar los trucos y estrategias de acceso a la institución y sus recursos.
Y me permite entender que un modo de la injusticia está dado por todos los mecanismos que intentan garantizar, a algunos, el no-acceso a las instituciones.
Se trata de un motín de los propios capitanes. Un motín a favor de la tripulación.
Porque el capitán debería recordar en su cuerpo el haber sido el otro, el oprimido, el sujetado.
Manifiesto del poder de un cuerpo individual.
El poder podrá circular, más o menos difusamente, pero no hay poder sin cuerpos que le sirvan de materialización de su circulación.
Retorna el elemento de la estructura a exigir su reconocimiento: pero ya no es el Signo, sino el Cuerpo. El cuerpo que habla. El cuerpo que se individua, que ejerce un poder que lo atraviesa, con su Nombre y su Apellido.





lunes, 10 de noviembre de 2014

Sueño, niñez y ley

El domingo, después de una transnochada divertida y necesaria, me ocurrió lo que suele sucederme en estos casos: duermo mal, me despierto una o dos veces en lugar de dormir unas buenas horas de corrido y se produce la ya usual madrugada de mucho soñar en cuotas para mí… soñé varias cosas, en sueños a la vez continuos e independientes. Pero uno en particular me regaló el despertar angustiada (que también conozco de memoria).
De algún modo el contexto del sueño era algún evento o reunión familiar. Creo que unos minutos antes había estado hablando con un señor que yo no conocía pero que se me presentaba en esa ocasión y vagamente recuerdo que me contara que era escritor o había escrito un sueño (nota: en realidad quise escribir que había escrito un "cuento", pero ahora veo que escribí "sueño" en su lugar). Pero eso era la situación-marco, digamos. La escena del sueño que me impactó fue la siguiente.
Estoy con Juani, mi sobrinito de cuatro años, a upa. Estoy sentada o como recostada en una reposera, y él está sentado sobre mi falda, con su rostro hacia mí, mirándome a mí, y llora. Llora porque en el jardín lo retaron fuertemente por haber robado algo. Como suele suceder en los sueños, vivo la situación como si me fuera familiar o estuviera al tanto de lo que Juani me dice. El llanto de Juani está acompañado de una expresión en su rostro tremendamente potente –me fascina (aunque lo padezco) de los sueños esa potencia de conmoción emocional que tienen tanto durante como después del sueño. Esa expresión, acompañada de alguna explicación de Juani –que para todo tiene explicaciones e intentos de racionalización que son tan tiernos como asombrosos, sobre todo a la hora de intentar dialógicamente escapar a alguna sanción que se le está por imponer- me dice en el sueño que él no entiende por qué era tan grave el reto, por qué lo tenían que retar tanto por eso que hizo.
Yo vivo la pregunta angustiada de Juani ante la magnitud del reto que recibe con una sensación doble que suelo tener en la realidad frente a situaciones así: por un lado, hay algo gracioso, tierno, en el niño que transgrede una norma y quiere “zafar” de la sanción… es como que causa un poco de risa, como si hubiera algo cómico ante los ojos adultos en esos primeros intento de lidiar con la Ley no incorporada del todo aún de un niño; pero por otro lado, algo me angustia fuertemente, me entristece tremendamente, tanto como para despertarme y sentir unas ganas de llorar permanentes a lo largo del día que asoman más o menos a los ojos ante la sumatoria banal de circunstancias de la vida en la vigila posterior.
Pero hay que agregar más información sobre el sueño aún: yo, en el sueño, reacciono como lo haría en la vigilia porque mi mixtura de risa enternecida y lamento más o menos angustiado por la vivencia infantil de Juani va acompañada de la conciencia de que yo, como su tía, dado que la institución educativa y los padres están de acuerdo en que Juani debe saber que “hizo algo malo” y debe reconocerlo -saberlo, sentirlo y aprender a no volverlo a hacer-, tengo que colaborar con ellos en la tarea de darle a conocer con claridad a Juani la Ley, el “no robarás”. Si la situación fuera la de cualquier otro día real de mi vida, yo sabría que mi función es, con cariño pero firmeza, responder a la pregunta de Juani llorando de por qué está tan mal lo que hizo y por qué lo retan tanto reforzando desde mi lugar la bajada de la Ley y el conocimiento de la sanción: con ternura tendría que explicarle a mi sobrino por qué estuvo mal eso, por qué está bien que lo reten o pongan en penitencia, darle a entender por qué es mejor (¿para él? ¿para la sociedad? ¿para la Ley?) que no lo vuelva a hacer. En otras palabras, Juani viene a la tía como figura adulta externa a la institución educativa y la normativa paterno-materna para ver si esta adulta también va a bajarle la Ley o si, en cambio, ella puede ser una aliada de él, si ella puede como adulta decir algo distinto, decir que no tienen razón los otros adultos, y entonces liberarlo de su angustia y tener otro-adulto a su favor frente a sus acusadores.
El sueño me angustia estando “en” el sueño potentemente y en la vigilia posteriormente también, casi del mismo modo ante el recuerdo-permanencia corporal de esa potencia, justamente porque en el sueño no me surge espontáneamente el rol de colaboradora en la imposición de la Ley a Juani. Luego de ese primer momento de risa ante la ternura de su gesto de zafar de la sanción mezclada con la leve angustia de la empatía con la vivencia en el cuerpo mío niño de lo mismo hace mucho tiempo, permanece y gana terreno la angustia ante la empatía que se duplica y magnifica por el hecho de que en tanto estoy ocupando el rol de la adulta ahora, en la situación del sueño, yo sé que podría rechazar mi rol de co-sancionadora, de reforzadora de la Ley, y que podría en cambio decirle algo a Juani en una íntima complicidad para que rechace a su vez la Ley y, de ese modo, pierda la angustia que lo hace llorar porque todos le dicen que hizo algo malo y se muestran enojados con él. El sueño me revela el rol que ahora ocupo por mera presencia como tía (nota: reviso el texto y en lugar de “ocupo”, que era lo que conscientemente quería escribir, había escrito fallidamente “cuerpo” –es cierto, ahora “le pongo el cuerpo” a ese lugar): soy ahora una figura adulta más que siempre podrá colaborar en bajar la Ley, en reforzar las sanciones sociales que Juani necesita incorporar para entender moral-punitivamente el mundo en el que vivirá. Pero también sé que estoy exactamente en el mismo lugar en el que podría rechazar de plano ser yo también agente de la Ley para Juani.
Si Juani llora porque su niñez aún le permite sentir la pérdida de libertad que la norma le impone, le permite no asimilar inmediatamente la norma externa como norma interna –porque aún su corta edad lo tiene “en proceso” de tal in-corporación… aún su cuerpo vive la no inmediatez de la auto-regulación-, yo me angustio frente a él, en mis faldas, indefenso, pidiendo una aliada para resistirse a los otros-adultos y sus normas, porque sé que puedo y no puedo ser su aliada. Puedo porque tengo la, llamémosla, libertad deliberativa de la adultez, para elegir colaborar en bajarle la norma o no (en otras palabras, nadie “me” obliga a mí particularmente a hacerme cargo de esa función: no hay un “papá”, una “mamá”, un jardín de infantes que a esta altura de mis treinta años más que Juani me podría “mandar al rincón” por no reforzar colectivamente la norma). Pero por otra parte, no puedo no hacerlo. No puedo no ser cómplice de la bajada de la Ley de los adultos-criantes a los niños-en-crianza… porque la liberación momentánea de la angustia de Juani frente a esta ocasión del enfrentamiento con la norma no lo prepararía para un mundo en que esas ocasiones se volverán ethos, se convertirán en mundo de la vida, se transformarán en “normalidad” a habitar.
Mi sueño me dice que no quiero, que me angustia, que preferiría no hacerlo: no quiero ocupar el rol de agente de normalización. Pero mi angustia onírica se vuelve tristeza de la vigilia porque no puedo no hacerlo. 
El sueño me revela la nueva norma que me espera en una edad en que pensaba que ya no habría mucha más novedad en términos de normativización para mí porque ya las normas habían sido introyectadas y podía incluso disfrutar de cierto margen de elección de transgresión de normas… como un balance de adultez de cuáles quiero conservar y cuáles no. Pero no, nada de eso, ahora aparece una norma social inescapable nueva: la función de colaboración normativizadora de niños ahora desde mi lugar de agente –y no paciente- de la Ley.
Y me despierto profundamente triste. Y hoy es lunes y sigo triste. Y escribo para que la catarsis me permita “hacer las cosas que tengo que hacer” y ya no pensar en esto.
Me siento la sobrina-niña que llora preguntando por qué le dicen que hacer lo que querría hacer –no bajar la Ley- está tan mal. Pero ya no hay ninguna meta-tía que me siente en sus faldas para escuchar mi queja y mi llanto.