viernes, 16 de noviembre de 2018

Abrazar el desvío


Cuando empecé a leer a Butler, lo primero que sentí fue una resistencia. Una especie de “¿y, entonces, no hay nada que hacer, no hay emancipación?” en mis primeras lecturas de “El género en disputa” y “Cuerpos que importan” requeridas para un seminario de posgrado.

No me gustó. Me rebeló, en cierto modo. Pero en ese rebelarme me reveló otra cosa. Algo de mí misma: mi compromiso subjetivo con una idea de acción como voluntarismo fuerte. Que hacer es cuestión de pensar, evaluar, elegir y decidir. La autonomía como núcleo de mi autocomprensión.

Ese es el núcleo duro de mis creencias y mi constitución subjetiva con el que lidiaré siempre. De distintos modos. Pero reaparece una y otra vez. Como herramienta y prisión.

Me amigué con Butler y quizás la comprendí mejor cuando capté algo que no había entendido en esa primera lectura superficial reactiva mía. Lo capté después de leerla y pensarla mucho. Más aún después de conocerla y discutir con ella.

Ese marco nietzscheano-foucaultiano que venía a deshacerme en mis certezas voluntaristas y encontraba toda la potencia de mi resistencia neurótica -porque el núcleo de mi neurosis es la teleología (o mejor, teo-teleología) y todo lo que supone respecto de qué es ser individuo humano- ese marco era usado por Butler, torcido también (todo uso es torsión) derrideanamente, para señalar esto: no hay subjetividad dada sino que somos constituidos por, y en, el poder y el discurso. Ok. Pero somos constituidos en el modo de la repetición compulsiva, en el marco policial de las normas que se nos impone que reiteremos una y otra vez en tanto ideales a alcanzar (ser “verdadera” mujer, ser “verdadero” hombre). Ideales que son inalcanzables (nadie nunca llega a ser “la” mujer o “el” hombre que el marco patriarcal y heterosexual en el que nos constituimos reclama que seamos, que presenta como únicas opciones). Porque son inalcanzables, siempre estamos en falta, siempre debemos seguir esforzándonos por aproximarnos a ellos. Pero ese “siempre”, esa compulsiva necesidad de seguir repitiendo y seguir fracasando -con más o menos castigo social, pero siempre con alguno- es para Butler el locus, la oportunidad, la potencia posible de un ser diferente de cómo nos quieren los discursos y poderes que nos han hecho. Señalando el fracaso constitutivo de todo acto performativo (tal como lo pensaron Derrida y Shoshana Felman) Butler nos habla de la radical contingencia que somos: lo que se revela es que rebelarse es menos una acción de nuestro ser individual y más una posibilidad que nos puede encontrar en cualquier momento. Porque si no hay nada que seamos, todo “deber ser” que se nos ha inculcado es revisable, modificable.

La libertad que yo siempre busco y añoro se me figuró ahora no como acción soberana sobre el trayecto lineal de mi vida sino como desvío inesperado que abrazar.

Pero primero es el desvío. Y después el abrazarlo.

La Butler que seguí leyendo -por sugerencia explícita de ella- fue la de “Dar cuenta de unx mismx”. Y ahí admití mi derrota. Ahí abracé el desvío que ya me había llegado gracias a mi experiencia de psicoanálisis. Ahí le puse letra de Butler a lo vivido mucho antes: el duelo de ese sujeto que nunca pudo ser y en el que yo creía. El duelo de la fantasía de control pleno de quiénes somos. La renuncia crítica a una idea de individuo que se autoengendra. Que se elige deliberadamente. Que sabe antes de hacer lo que hará, quién será. El reconocimiento de ese límite del autoconocimiento que nos constituye, lo reconozcamos o no. Que hemos llamado inconsciente. Que Butler rastrea como dependencia respecto de las normas que nos inauguran como yo y de lxs otrxs que nos inauguran material y simbólicamente en la vida. En primer lugar, los cuidadores primarios. “Padre” y “madre” como nombres culturales, pero más que esos nombres y esas personas de carne y hueso: todos esas impresiones primarias, esos contactos próximos y vivientes, que nos inauguran como sujeto en el mundo. La infancia como condición imposible de superar.

Pero hay algo más. De estas ideas de Butler y mis reflexiones sobre la experiencia, la identidad y la narración, me surgió una intuición que ahora abrazo y delineo con el lenguaje: que como nunca estamos constituidos plenamente, como la repetición compulsiva es la otra cara de la contingencia radical que somos, las oportunidades de desvío de las normas incorporadas siguen estando latentes en cada momento de esa temporalidad que somos.

Traemos una historia. Una versión de qué somos o qué deberíamos ser. Así nos autocomprendemos en el mundo de algún modo, somos sujetos viables, alcanzamos algún status de humanidad inteligible y reconocible.

Pero esa historia es narración. Esa historia es una, alguna, narración. Solo que hemos pegado el lenguaje a las cosas y el relato a nuestro cuerpo.

Por eso entendí -y escribí- que la historia de un cuerpo es la lucha con la narración heredada. Si la historia es contingencia coagulada en necesidad por algún discurso que hemos creído como “lo que es”, “lo que somos”, entonces no somos sino esa lucha con una narración que nos ha constituido. Lucha porque ese relato todo el tiempo puede desestabilizarse, disolverse. Eso es el azar y eso es el inconsciente. Pero lucha también porque los desvíos que nos encuentran son modos de pensarnos en algún otro modo, en otro relato.

Y lo que entendí retrospectivamente -o el nuevo relato de la subjetividad al que me convertí- es cómo mi identidad fue desviada y en ese sentido -y acá hablo en nombre propio- emancipada hacia otras posibles “yo”.

Hubo muchos modos de esos desvíos. Probablemente no todos fueron abrazados o reconocidos por mí. Pero los que ahora detecto como desvíos elegidos han sido fundamentalmente las interlocuciones que me encontraron. Las experiencias de otros modos de ver la vida que me llegaron de muchas partes. Pero que siempre me llegaron en el cuerpo de otrx. Y que muchas veces me llegaron en el modo del amor, de la amistad. Aunque también en el modo de la casualidad.

Hoy pienso específicamente en mis amigxs. Pienso en todxs lxs amigxs que, al conocernos, al enamorarnos, al trabar ese modo del amor que Occidente subordina ignorantemente al amor romántico, me han ofrecido no solo la comprensión, el cariño, la aventura, los proyectos, los viajes o encuentros, sino también algo muy específico y puntual, no vivido con esa claridad necesariamente: me ofrecieron otro modo de ser, otro modo de ver el mundo, otro modo de pensarme, otro modo de hacerme, de buscarme.

Amigxs que pusieron en crisis mi idea de la femineidad, de la sexualidad, de los supuestos “objetivos” de una vida, mi comprensión de qué es el saber y qué la filosofía en particular, mi vivencia de mi cuerpo y mi erotismo, el horizonte todo de mis expectativas que eran guiones pre-armados de dramatizaciones de la existencia que pude elegir no elegir.

Eso que Butler pensó como iteración, como desvío de la norma que es oportunidad de debilitar los marcos hegemónicos en que hemos sido hechxs, a mí se me apareció como amistad que me ofrece una mirada distinta de lo que puede ser la existencia. Ese es el potencial de la diferencia -o differance, para el Derrida de Butler ahora pensado por y en mi biografía-: subvertir un orden porque se deja de creer en que hay solo “uno”.

Las vidas distintas y diversas con las que mi vida se ha encontrado, solapado, fusionado en ese darnos unxs a otrxs el relato de quién somos en la escena de la interlocución: ahí se cifró la chance de romper la mismidad que asfixia y paraliza. Ahí el azar del encuentro pateó el tablero de mis bordes subjetivos y en ese des-bordarme y con-moverme (porque así me he movido, desplazado en el ser-con, con los cuerpos de otrxs) habilitó, lo supiera en ese momento yo o no, otro modo posible de ser… más allá de todo marco incorporado como versión obligatoria de la vida, más allá de toda norma ideal, en ese carácter terrenal, humano demasiado humano, que es la carne, la esencia inesencial, de la biografía de cualquiera de nosotrxs.

Y por eso la historia de nuestro cuerpo que sigo pensando que es la lucha con la narración heredada no es una lucha mía, individual. Es un frente de batalla que armamos con quienes en la vida nos encontramos y nos cambian, con esas transformaciones potentísimas que hacen posible la interlocución en todas sus formas esporádicas o duraderas. Y sobre todo en esas comunidades que constituimos con los seres que amamos, pero sobre todo lxs amigxs que la vida nos depara para renarrarnos, para desviarnos hacia modos de ser inesperados que son sorpresas prometedoras, aunque quizás dolorosas: porque a veces esas batallas que damos con otrxs se ganan en el momento mismo en que nos perdemos.

jueves, 8 de noviembre de 2018

Amputaciones existenciales



Perder una historia de amor es como perder una parte del cuerpo.

Es que el cuerpo está hecho de órganos, de carne, de sangre pero también está hecho de las historias que somos, de las narraciones que nos delinearon.

Somos esta materia, esta sensibilidad pero también somos estos relatos en que nos encontramos, esos que el azar inició pero que nosotros tejimos, las palabras y promesas que nos fuimos dando, los acontecimientos que vivimos y nos contamos sobre quiénes somos.

Y ese quiénes somos muchas veces es algún tipo de nosotros.

El nosotros de la historia de amor, historia que no es sin los cuerpos que la viven, los cuerpos que se aman.

Por eso perder una historia de amor es como perder un brazo, una pierna, un pedazo concreto, sólido, macizo de lo que somos.

Y las historias de amor se pierden de muchos modos. Activamente, pasivamente, entre la acción y la pasión, entre el hacer y la pasividad.

Cuando la historia de amor empieza a morir algo se empieza a pudrir.

Se infecta la vida de ese cuerpo que somos. Se enferma. Sangra. Supura.

Y ante el miembro enfermo de nuestro cuerpo amoroso la angustia del reconocimiento de la vida que lo abandona se enfrenta de muchos modos.

Algunxs eligen vivir con el brazo pudriéndose.

Algunxs recurren a las amputaciones existenciales.

Ninguna decisión es la mejor. Ninguna elección es realmente tal.

Los cuerpos se muestran a sí mismos que son, qué pueden, cuando eligen pudrirse o amputarse.

Quien deja al brazo pudrirse pero aún suyo, aún en su cuerpo, sostiene la angustia del fin con la enfermedad, con el límite que se niega, con el chivo expiatorio de tantas otras cosas menos este fin que te corroe.

Quien se corta el brazo, quien elige que el fin sea disección, resuelve la angustia con la pérdida, con la realidad de la falta, con la mutación del cuerpo.

El brazo enfermo es aún el mismo cuerpo y a veces es muy difícil abandonar el cuerpo propio del amor que fuimos.

El brazo amputado es otro cuerpo, ya nada será lo mismo y estará la ausencia siempre para recordarlo. La marca. El dolor del miembro fantasma.

Conservar el cuerpo a toda costa… puede ser incluso elegir conservar contra el propio cuerpo lo que ya se ha despegado del fluido vivificante de la vida que somos. ¿Hasta dónde la enfermedad seguirá corroyéndonos? ¿A quiénes más enfermará en su camino? ¿Hasta dónde y cuándo se puede sostener el coma de ese amor?

Amputar el cuerpo para sanar, para asumir que ya no se es ese mismo cuerpo o que la supervivencia demanda el sacrificio de una parte de lo que somos. ¿Cuánto tiempo seguirá doliendo la existencia que fuimos y nos cercenamos? ¿Cómo se vive en un cuerpo nuevo que es un cuerpo herido, que ya no será esa ficción/construcción de cuerpo-todo, cuerpo-completo, cuerpo virgen de pérdida de su narración? ¿Cuánto más supurara por los ojos la herida de la amputación ante las imágenes del pasado que nos asaltan? ¿Cuánto más dolerá ese miembro perdido en el interior ilocalizable del cuerpo?

Qué difícil ser un cuerpo. Qué difícil soportar las partes de nosotros que se mueren, que se pudren, que se cortan. Qué difícil saber qué estará bien: si ser este cuerpo, el mismo, el mío, el nuestro, contra toda evidencia de diagnóstico mortífero; o dejarse ser un cuerpo otro, nunca más el mismo, de repente nunca del todo mío, sorpresivamente ya no nosotros.

Quizás en la respuesta visceral -ni pura acción, ni pura pasión, algo del orden del modo de existir como re-acción- ante la pérdida de la historia de amor aprendamos algo de ese lado ciego, oculto, de quienes somos.

Aprehender los límites de nuestros cuerpos frente al resquebrajarse de los relatos que hemos creído que somos.