Cuando empecé a leer a Butler, lo primero que sentí fue una
resistencia. Una especie de “¿y, entonces, no hay nada que hacer, no hay
emancipación?” en mis primeras lecturas de “El género en disputa” y “Cuerpos
que importan” requeridas para un seminario de posgrado.
No me gustó. Me rebeló, en cierto modo. Pero en ese
rebelarme me reveló otra cosa. Algo de mí misma: mi compromiso subjetivo con
una idea de acción como voluntarismo fuerte. Que hacer es cuestión de pensar,
evaluar, elegir y decidir. La autonomía como núcleo de mi autocomprensión.
Ese es el núcleo duro de mis creencias y mi constitución
subjetiva con el que lidiaré siempre. De distintos modos. Pero reaparece una y
otra vez. Como herramienta y prisión.
Me amigué con Butler y quizás la comprendí mejor cuando
capté algo que no había entendido en esa primera lectura superficial reactiva
mía. Lo capté después de leerla y pensarla mucho. Más aún después de conocerla
y discutir con ella.
Ese marco nietzscheano-foucaultiano que venía a deshacerme
en mis certezas voluntaristas y encontraba toda la potencia de mi resistencia
neurótica -porque el núcleo de mi neurosis es la teleología (o mejor,
teo-teleología) y todo lo que supone respecto de qué es ser individuo humano-
ese marco era usado por Butler, torcido también (todo uso es torsión)
derrideanamente, para señalar esto: no hay subjetividad dada sino que somos
constituidos por, y en, el poder y el discurso. Ok. Pero somos constituidos en
el modo de la repetición compulsiva, en el marco policial de las normas que se
nos impone que reiteremos una y otra vez en tanto ideales a alcanzar (ser
“verdadera” mujer, ser “verdadero” hombre). Ideales que son inalcanzables
(nadie nunca llega a ser “la” mujer o “el” hombre que el marco patriarcal y
heterosexual en el que nos constituimos reclama que seamos, que presenta como
únicas opciones). Porque son inalcanzables, siempre estamos en falta, siempre
debemos seguir esforzándonos por aproximarnos a ellos. Pero ese “siempre”, esa
compulsiva necesidad de seguir repitiendo y seguir fracasando -con más o menos
castigo social, pero siempre con alguno- es para Butler el locus, la
oportunidad, la potencia posible de un ser diferente de cómo nos quieren los
discursos y poderes que nos han hecho. Señalando el fracaso constitutivo de
todo acto performativo (tal como lo pensaron Derrida y Shoshana Felman) Butler
nos habla de la radical contingencia que somos: lo que se revela es que
rebelarse es menos una acción de nuestro ser individual y más una posibilidad
que nos puede encontrar en cualquier momento. Porque si no hay nada que seamos,
todo “deber ser” que se nos ha inculcado es revisable, modificable.
La libertad que yo siempre busco y añoro se me figuró ahora
no como acción soberana sobre el trayecto lineal de mi vida sino como desvío
inesperado que abrazar.
Pero primero es el desvío. Y después el abrazarlo.
La Butler que seguí leyendo -por sugerencia explícita de
ella- fue la de “Dar cuenta de unx mismx”. Y ahí admití mi derrota. Ahí abracé
el desvío que ya me había llegado gracias a mi experiencia de psicoanálisis.
Ahí le puse letra de Butler a lo vivido mucho antes: el duelo de ese sujeto que
nunca pudo ser y en el que yo creía. El duelo de la fantasía de control
pleno de quiénes somos. La renuncia crítica a una idea de individuo que se
autoengendra. Que se elige deliberadamente. Que sabe antes de hacer lo que
hará, quién será. El reconocimiento de ese límite del autoconocimiento que nos
constituye, lo reconozcamos o no. Que hemos llamado inconsciente. Que Butler
rastrea como dependencia respecto de las normas que nos inauguran como yo y de
lxs otrxs que nos inauguran material y simbólicamente en la vida. En primer
lugar, los cuidadores primarios. “Padre” y “madre” como nombres culturales,
pero más que esos nombres y esas personas de carne y hueso: todos esas
impresiones primarias, esos contactos próximos y vivientes, que nos inauguran
como sujeto en el mundo. La infancia como condición imposible de superar.
Pero hay algo más. De estas ideas de Butler y mis
reflexiones sobre la experiencia, la identidad y la narración, me surgió una
intuición que ahora abrazo y delineo con el lenguaje: que como nunca estamos
constituidos plenamente, como la repetición compulsiva es la otra cara de la
contingencia radical que somos, las oportunidades de desvío de las normas
incorporadas siguen estando latentes en cada momento de esa temporalidad que
somos.
Traemos una historia. Una versión de qué somos o qué
deberíamos ser. Así nos autocomprendemos en el mundo de algún modo, somos
sujetos viables, alcanzamos algún status de humanidad inteligible y
reconocible.
Pero esa historia es narración. Esa historia es una, alguna,
narración. Solo que hemos pegado el lenguaje a las cosas y el relato a nuestro
cuerpo.
Por eso entendí -y escribí- que la historia de un cuerpo es
la lucha con la narración heredada. Si la historia es contingencia coagulada en
necesidad por algún discurso que hemos creído como “lo que es”, “lo que somos”,
entonces no somos sino esa lucha con una narración que nos ha constituido.
Lucha porque ese relato todo el tiempo puede desestabilizarse, disolverse. Eso
es el azar y eso es el inconsciente. Pero lucha también porque los desvíos que
nos encuentran son modos de pensarnos en algún otro modo, en otro relato.
Y lo que entendí retrospectivamente -o el nuevo relato de la
subjetividad al que me convertí- es cómo mi identidad fue desviada y en ese
sentido -y acá hablo en nombre propio- emancipada hacia otras posibles “yo”.
Hubo muchos modos de esos desvíos. Probablemente no todos
fueron abrazados o reconocidos por mí. Pero los que ahora detecto como desvíos
elegidos han sido fundamentalmente las interlocuciones que me encontraron. Las
experiencias de otros modos de ver la vida que me llegaron de muchas partes. Pero
que siempre me llegaron en el cuerpo de otrx. Y que muchas veces me llegaron en
el modo del amor, de la amistad. Aunque también en el modo de la casualidad.
Hoy pienso específicamente en mis amigxs. Pienso en todxs
lxs amigxs que, al conocernos, al enamorarnos, al trabar ese modo del amor que
Occidente subordina ignorantemente al amor romántico, me han ofrecido no solo
la comprensión, el cariño, la aventura, los proyectos, los viajes o encuentros,
sino también algo muy específico y puntual, no vivido con esa claridad
necesariamente: me ofrecieron otro modo de ser, otro modo de ver el mundo, otro
modo de pensarme, otro modo de hacerme, de buscarme.
Amigxs que pusieron en crisis mi idea de la femineidad, de
la sexualidad, de los supuestos “objetivos” de una vida, mi comprensión de qué
es el saber y qué la filosofía en particular, mi vivencia de mi cuerpo y mi
erotismo, el horizonte todo de mis expectativas que eran guiones pre-armados de
dramatizaciones de la existencia que pude elegir no elegir.
Eso que Butler pensó como iteración, como desvío de la norma
que es oportunidad de debilitar los marcos hegemónicos en que hemos sido
hechxs, a mí se me apareció como amistad que me ofrece una mirada distinta de
lo que puede ser la existencia. Ese es el potencial de la diferencia -o
differance, para el Derrida de Butler ahora pensado por y en mi biografía-:
subvertir un orden porque se deja de creer en que hay solo “uno”.
Las vidas distintas y diversas con las que mi vida se ha
encontrado, solapado, fusionado en ese darnos unxs a otrxs el relato de quién
somos en la escena de la interlocución: ahí se cifró la chance de romper la
mismidad que asfixia y paraliza. Ahí el azar del encuentro pateó el tablero de
mis bordes subjetivos y en ese des-bordarme y con-moverme (porque así me he
movido, desplazado en el ser-con, con los cuerpos de otrxs) habilitó, lo
supiera en ese momento yo o no, otro modo posible de ser… más allá de todo
marco incorporado como versión obligatoria de la vida, más allá de toda norma
ideal, en ese carácter terrenal, humano demasiado humano, que es la carne, la
esencia inesencial, de la biografía de cualquiera de nosotrxs.
Y por eso la historia de nuestro cuerpo que sigo pensando
que es la lucha con la narración heredada no es una lucha mía, individual. Es
un frente de batalla que armamos con quienes en la vida nos encontramos y nos
cambian, con esas transformaciones potentísimas que hacen posible la
interlocución en todas sus formas esporádicas o duraderas. Y sobre todo en esas
comunidades que constituimos con los seres que amamos, pero sobre todo lxs
amigxs que la vida nos depara para renarrarnos, para desviarnos hacia modos de
ser inesperados que son sorpresas prometedoras, aunque quizás dolorosas: porque
a veces esas batallas que damos con otrxs se ganan en el momento mismo en que
nos perdemos.