jueves, 8 de noviembre de 2018

Amputaciones existenciales



Perder una historia de amor es como perder una parte del cuerpo.

Es que el cuerpo está hecho de órganos, de carne, de sangre pero también está hecho de las historias que somos, de las narraciones que nos delinearon.

Somos esta materia, esta sensibilidad pero también somos estos relatos en que nos encontramos, esos que el azar inició pero que nosotros tejimos, las palabras y promesas que nos fuimos dando, los acontecimientos que vivimos y nos contamos sobre quiénes somos.

Y ese quiénes somos muchas veces es algún tipo de nosotros.

El nosotros de la historia de amor, historia que no es sin los cuerpos que la viven, los cuerpos que se aman.

Por eso perder una historia de amor es como perder un brazo, una pierna, un pedazo concreto, sólido, macizo de lo que somos.

Y las historias de amor se pierden de muchos modos. Activamente, pasivamente, entre la acción y la pasión, entre el hacer y la pasividad.

Cuando la historia de amor empieza a morir algo se empieza a pudrir.

Se infecta la vida de ese cuerpo que somos. Se enferma. Sangra. Supura.

Y ante el miembro enfermo de nuestro cuerpo amoroso la angustia del reconocimiento de la vida que lo abandona se enfrenta de muchos modos.

Algunxs eligen vivir con el brazo pudriéndose.

Algunxs recurren a las amputaciones existenciales.

Ninguna decisión es la mejor. Ninguna elección es realmente tal.

Los cuerpos se muestran a sí mismos que son, qué pueden, cuando eligen pudrirse o amputarse.

Quien deja al brazo pudrirse pero aún suyo, aún en su cuerpo, sostiene la angustia del fin con la enfermedad, con el límite que se niega, con el chivo expiatorio de tantas otras cosas menos este fin que te corroe.

Quien se corta el brazo, quien elige que el fin sea disección, resuelve la angustia con la pérdida, con la realidad de la falta, con la mutación del cuerpo.

El brazo enfermo es aún el mismo cuerpo y a veces es muy difícil abandonar el cuerpo propio del amor que fuimos.

El brazo amputado es otro cuerpo, ya nada será lo mismo y estará la ausencia siempre para recordarlo. La marca. El dolor del miembro fantasma.

Conservar el cuerpo a toda costa… puede ser incluso elegir conservar contra el propio cuerpo lo que ya se ha despegado del fluido vivificante de la vida que somos. ¿Hasta dónde la enfermedad seguirá corroyéndonos? ¿A quiénes más enfermará en su camino? ¿Hasta dónde y cuándo se puede sostener el coma de ese amor?

Amputar el cuerpo para sanar, para asumir que ya no se es ese mismo cuerpo o que la supervivencia demanda el sacrificio de una parte de lo que somos. ¿Cuánto tiempo seguirá doliendo la existencia que fuimos y nos cercenamos? ¿Cómo se vive en un cuerpo nuevo que es un cuerpo herido, que ya no será esa ficción/construcción de cuerpo-todo, cuerpo-completo, cuerpo virgen de pérdida de su narración? ¿Cuánto más supurara por los ojos la herida de la amputación ante las imágenes del pasado que nos asaltan? ¿Cuánto más dolerá ese miembro perdido en el interior ilocalizable del cuerpo?

Qué difícil ser un cuerpo. Qué difícil soportar las partes de nosotros que se mueren, que se pudren, que se cortan. Qué difícil saber qué estará bien: si ser este cuerpo, el mismo, el mío, el nuestro, contra toda evidencia de diagnóstico mortífero; o dejarse ser un cuerpo otro, nunca más el mismo, de repente nunca del todo mío, sorpresivamente ya no nosotros.

Quizás en la respuesta visceral -ni pura acción, ni pura pasión, algo del orden del modo de existir como re-acción- ante la pérdida de la historia de amor aprendamos algo de ese lado ciego, oculto, de quienes somos.

Aprehender los límites de nuestros cuerpos frente al resquebrajarse de los relatos que hemos creído que somos.


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