miércoles, 19 de febrero de 2014

Teoría, masturbación y…

Hoy estaba en una clase de un seminario sobre Freud y notaba, como lo hice también las dos clases anteriores, el entusiasmo, la pasión, el placer que tiene el profesor en dar esa clase. Lo entiendo perfectamente, porque a mí me pasa lo mismo. La excitación que se siente al comunicar aquello a lo que una le ha dedicado horas y horas y horas de trabajo, estudio, esfuerzo, cuidado, es claramente una de las más potentes sensaciones que se tiene en esto de ser docente, docente-investigador, docente “barra” investigador. En la medida en que una habla de aquello sobre lo cual se ha hablado a sí misma, encerrada en los libros, horas y horas, pero ahora a otros, la oportunidad de exteriorizar, transmitir, contagiar todo ese interés, curiosidad, apasionamiento que despierta el tema al que una tanto se ha dedicado, es maravillosa. Me siento identificada con ese hombre que festeja cada cita, cada idea, que se mueve histriónico por el aula, que toma agua porque se queda con la boca seca, que se encuentra a sí mismo a veces más entusiasmado que su audiencia, pero que no pierde la fe en que vean lo que él ve en Freud, en sus textos.

Este hombre tiene al menos veinticinco años más que yo… y sin embargo yo, en este momento, me siento más vieja. Yo me siento, respecto de toda la escena, desencantada.

El desencanto es un sentimiento que aparece cuando algo que parecía ser prometedor, el ideal a alcanzar, “el” objetivo, se devela menos luminoso, menos radiante, menos brillante que en su versión deseante-romantizada. Se revela el romanticismo padecido. Se muestra el carácter menor, gris, puntual, uno-entre-otros, de aquello a lo que se apuntaba.

La filosofía, trabajar haciendo filosofía, enseñando filosofía, pensando, leyendo y escribiendo filosofía, en mi novela, era un modo de cambiar el mundo, un modo de hacer “algo”, de intervenir, de hacer diferencia, marca… de hacer “algo”, “algo” y “útil”… y ahora, no sé. Ahora, dudo. Dudo de la filosofía. Dudo de los modos en que se hace filosofía hoy y ahora. Dudo de sus efectos. Dudo de que tenga alguno. ¿Para qué tantas horas de lectura y escritura? ¿Quién lee? ¿A quién le escribo? ¿Hay alguien que leerá lo que escribo? ¿Hay “algo”, “algo” y “útil”, en lo que escribo?

Dudar de la filosofía es dudar de su carácter de práctica… pensé que se abría a un mundo, pero ¿será solo una práctica más, endógena, ensimismada, monologante, entre otras? ¿Será el momento de admitir que esta es mi práctica y punto, un pertenecer a alguno de los cerrados círculos de expertos, especialistas, en los que se encierra todo el mundo? ¿Cómo puede sostenerse que nosotros, los de este círculo, queremos pensar el mundo, criticar productivamente el mundo, si somos un círculo entre otros? ¿Qué nos daría el privilegio de ser “la” práctica, que piensa el mundo? Incluso si extendiéramos la definición para incluir todas las prácticas intelectuales, todas las prácticas teóricas, humanistas, culturales, que desean pensar el mundo… ¿no se trataría, otra vez, de un solo círculo –con un circunferencia más grande-, uno que, por más que más grande, no es sino, de nuevo, uno entre otros? ¿Cómo pensar que es en este círculo, mayor o menor, en el que “algo” y algo “útil”, se habrá de decir, pensar, escribir?

Y entonces ahí viene todo el tema de la práctica… y la práctica contra la teoría… la práctica como distinta de la teoría… y entonces, ¿qué hacemos los que estamos en la práctica de la teoría?

Y ahí viene también el argumento hiperrealista (e hipermoralista también, tal vez) de la piedra lanzada a la cara del teórico: “Si querés cambiar algo, tenés que hacer, no pensar, ni escribir, sino hacer”.

¿Y pensar no es hacer algo?

Y entonces viene también el argumento hipermoralista de “la teoría es masturbación”, lo que los intelectuales hacen es masturbatorio… todo eso del sujeto y el discurso, es masturbación y punto.

Este argumento me interpela… o mejor dicho, me interesa. No, claro que no, yo no concibo lo que hago como masturbatorio. Y sin embargo, vuelvo a la imagen del profesor rebosante de placer en el seminario y pienso que quizás sí, es masturbatorio, es autoerótico… tranquilamente podría pensar toda la clase como un frotarse gozoso del profesor con sus textos… con un ingrediente agregado de voyerismo solicitado a sus alumnos, pero no en el modo de la exposición sino en el modo de la invitación: “Lean Freud conmigo”, “Vengan a tocarse conmigo, ¡les va a encantar!”

Sí, todo docente entusiasmado con la teoría que enseña invita a los alumnos a tocarse un poco a través de los textos… a sentir ese placer en recorrer las ideas de otro… a tocarse con los dedos del cerebro, con la avidez de los ojos sobre las hojas, de la mano que trémula señala las ideas falo-principales.

Es que la acusación de que el pensamiento per se es masturbatorio es una acusación extraña: ¿quién que se masturbe señalaría como negativo lo masturbatorio? ¿A quién que le gusta tocarse le parecería moralmente reprochable descubrir que a otro le gusta tocarse? ¿O no les pasó a ustedes también que cuando descubrieron el inmenso placer que les producía tocarse se sintieron moralmente demandados a difundir la palabra, anunciar la buena noticia?

Entonces, hay algo mal en los supuestos de la acusación: o quien nos acusa no se masturba o no lo disfruta –ergo, le parece “malo” masturbarse; o quien nos acusa utiliza un extraño modo de invertir su propia experiencia masturbatoria para volverla moralmente reprochable al acusarnos.

Como sea, no me interesa continuar por ahora el análisis del reproche del pensamiento como masturbatorio. Creo que de todos modos entiendo… creo que hay una cierta asimilación de “pensamiento filosófico” con “masturbación” por vía de la imagen de algo inútil, que solo busca el propio placer –aunque de nuevo, ¿por qué la búsqueda del propio placer es autorizadamente asociada a lo masturbatorio como algo negativo? Pero creo que falta aclarar algo más: la acusación de que el pensamiento filosófico es masturbatorio parece venir a señalar que, mientras los wanna-be-intelectuales nos presentamos con el afán de pensar el mundo, la vida, la humanidad y sus circunstancias, con el declarado fin de contribuir en algo a ellos, en realidad nos estamos haciendo la paja… “decimos” que pensamos para hacer algo, para cambiar algo, para dar algo, pero en el fondo o nos autoengañamos o no nos bancamos reconocer que nos estamos tocando, nos estamos concediendo un autoerotismo que se frota contra la idea de “pensar la existencia” para acabar, para tener lisa y llanamente el propio e inútil orgasmo.

Algo de este modo de comprender la acusación me interpela. No puedo negar el autoerotismo de mi propio trabajo, de mis horas de investigación que transcurren bajo una sensación de suspenso del tiempo cuando más las disfruto (como en el orgasmo). No puedo negar que disfruto lo que hago. Que hay algo masturbatorio en la búsqueda del conocimiento “por el conocimiento mismo”, por el saber lo que se sabe y por saber más, y cada más, y en más detalle… como perfeccionando el método para llegar al orgasmo autogestionado. Y como buena hija de una cultura cristiana, algo de eso me da culpa. Algo de que mi búsqueda no sea auténticamente una búsqueda útil sino una masturbación que no quiere reconocerse como exclusivo autoplacer, me da culpa. Pero también, en parte, me desencanta el mundo del círculo al que pertenezco, el de los intelectualmente autoerotizados.

Y sin embargo, todo este texto empezó con mi pensar en la imagen del profesor entusiasmado, asociándolo a la acusación ya muchas veces escuchada de que lo que hago –porque es lo que hacen los que hacen teoría, los que piensan, los que hablan de eso del sujeto, y el discurso, y el poder, y eso- es masturbatorio… y cuando pensaba en el excitación del profesor frente a su Gran Freud, y en la teoría y la masturbación, también pensaba que lo que deseamos nosotros, los pensantes-masturbandos, cuando pensamos, cuando estudiamos, cuando volvemos una y mil veces sobre una teoría y sus problemas y sus detalles y sus preguntas y sus frases brillantes e ideas geniales y defecto mortales, lo que deseamos, lo que esperamos, es que un día de tanto tocarnos, un día luego de tanto frotarnos deliciosa pero tortuosamente también contra los textos, no se produzca solo un orgasmo, sino que emerja “algo”… que un día nos descubramos preñados… que un día emerja un hijo, un fruto, un algo innegable, algo nuevo para dejar en el mundo… un hijo del pensamiento, un orgasmo de idea que se vuelva parto: dejar algo, decir algo… y que sean otros los que se toquen tortuosamente, se froten irresistiblemente, otros que no puedan dejar de pensar-lo.

lunes, 10 de febrero de 2014

Duplicidad del yo

Hace unos días conversábamos con mi querido amigo J.P. sobre esos teóricamente fascinantes –aunque existencialmente insoportables- momentos de duplicidad del yo. Esos momentos donde lo que suele entenderse como un monólogo interior en realidad es un debate interior, un angustiante tironeo interno entre dos voces que a los gritos intentan hegemonizar aquello que sea que entendemos como una conciencia. No lo califico como “diálogo” porque la marca no es la del ir y venir de las opiniones, afirmaciones, posiciones, apreciaciones alternativas, en el modo de la educada y amable conversación entre pares. Es un debate como un debatir-se, un agresivo espetarse de un yo al otro una sarta de imprecaciones, de juzgamientos, de revelaciones dolorosas, de amonestamientos… aunque en realidad quizás sea más exacto decir que hay un yo que hace eso, que sermonea, que advierte pretendiendo atemorizar, que mira con desprecio e impaciencia a otro yo que recibe tímidamente el maltrato, que duda de lo que creía sentir o sentía creer, que se asusta frente al posible castigo, que se cubre, aún cuando intenta resistirse, con la capa de vergüenza, duda, temor y culpa que el yo-agresivo le presiona sobre los hombros debilitados, sobre la espalda contracturada, sobre el cuello duro de los nervios que la completa situación de verse atacado le hace crecer por dentro como una infección, una inundación putrefacta, una hemorragia de toda sensación de decisión certera alguna vez vivida.
Se me podrá decir que algo de esto ya fue tematizado por el psicoanálisis y que esa punga entre un yo-agresivo y un yo-temeroso, o mejor dicho, entre un yo-atemorizante que parece superar a un yo-victimizado, fue ya afirmada en términos de la dinámica entre un Yo y un Superyo. Puede ser que haya aquí una deuda, no lo niego. Pero a mí me interesa señalar algo en particular (sea esto o no un reiteración pedestre de teoría psicoanalítica naturalizada). Me interesa señalar la vivencia de ese debatir-se como vivencia de dos yoes, como viviencia de yo-doble, de una duplicidad del yo. Porque no intento transmitir la idea de que el yo original o auténtico es el victimizado o agobiado… intento transmitir la experiencia de que una se siente esos dos yoes a la vez… la experiencia –más o menos momentánea, o hecha carne más claramente en un momento de patente angustia- es la experiencia de no saber cuál de las dos soy. No saber cuál de esos dos egos en pugna soy… o quizás no saber cuál de los dos yo prefiero ser. O incluso mejor aún, saberme en ese momento los dos a la vez: saberme en ese momento tomada por una necesaria auto-crítica que me transforma en crítica y criticada a la vez. Como si una tuviera simultáneamente la capacidad de representarse a sí misma como la todopoderosa castigadora de los propios desaciertos o dudas en el mismísimo momento en que asume el rol de la víctima más desesperada y desagenciada. Como si una pudiera personificar simultáneamente el poder orgásmico del verdugo, en masculino y con falo, y el éxtasis nihilizado de la víctima más femenina posible. Algo del orden del suspenso de la temporalidad o de su temporaciar más rabioso parece ser parte de esa duplicidad del yo que delinea el escenario de una angustia, de una duda asfixiante, de un abismo tan inútil como real: es como estar viviendo en un momento woolfiano, en un suceder de las cosas –y sobre todo de esa pugna del debatir-se- donde qué es lo real y qué lo imaginario no puede ser claramente identificado.
Y a la vez, el yo-menor también duda en ese exacto suceso woolfiano del debatir-se, de la autenticidad de lo experimentado. El yo-menor, víctima, cubierto de esa capa vergonzante y atemorizante, duda de la tela de la capa… duda de que la acusación sea cierta… duda de que el peso imposible de soportar de ese material moral que lo cubre sea en realidad aire, espuma, nube, nada. En el momento más arrodillado, más genuflexo, más disminuido de ese teatro del yo sometido frente al yo-sometedor, el sometido se sabe actor, se sabe actuando, en el doble sentido de personaje, desempeñando el rol teatral del débil, y agente, eligiendo desempeñar ese rol, cediendo a la sujeción, dejándose cubrir de esa capa de utilería, en ese escenario de su propio drama interior. Es porque el yo-sometido desconfía de su verdadero ser débil -porque sabe que puede ser que se haya olvidado momentáneamente de su ser-sujeto, su ser-agente- que la duda tiene en realidad lugar… que el drama de la duplicidad del yo es posible.
La condición del debatirse en la duplicidad del yo es el sincero olvido momentáneo del yo de su ser-sujeto. Es un olvido honesto porque en el transcurrir con apariencia de infinitud de ese momento-acontecer woolfiano, la duda es real. Es la duda real frente al olvidar-se de esa tercera forma del yo que no es ni yo-sometedor de sí mismo, ni yo-sometido a sí mismo: es el yo-sabiéndose-agente, el yo-portador de capas y capaz de desnudos, el yo-frente a la duplicidad como otro de la duplicidad, como ni uno ni el otro.
Y aquí la fenomenología se vuelve absolutamente singular, particular, personal… porque para mí la aparición del tercer yo se da frente a un verdadero : es menos la autodeterminación delirante de la propia libertad/identidad la que hace emerger el yo tercero, que un tú que en el diálogo, en la interlocución profunda, me recuerda lo olvidado, me sostiene como protagonista de mi propia vida, me vuelve narradora de mi relato, me hace –con sus preguntas, sus comentarios, su mirada, su escucha- otra de mi sí mismo doble, otra de esa pugna entre dos yo que ya no soy porque los vuelvo el tema de mi relato. Y es en ese diálogo verdadero con un-yo-que-no-soy-yo -porque su diferencia corporal me lo hace evidente- es en ese verdadero no-monólogo en el que encuentro la oportunidad de reconocerme otra de mis demonios, otra de mis inmolaciones, ajena a ambos extremos de la duda fantástica de mis momentos woolfianos.

Vos me recordás que yo era yo antes como después del ahogo en el mar de aire.

Vos me sacás con tu cuerpo, que habla, escucha, abraza, sonríe, y mira con amor, del pozo incorpóreo de mis falaces duplicidades.

Vos me hacés responsable de decir lo que me pasa y en el abrir la boca con vos enfrente, antes de que la primera letra se dibuje en el aire de mi ficticiamente asfixiada garganta,  yo ya me acuerdo que soy yo, tercero, sujeto, agente, narrante, de eso verdaderamente otro, de mis yo en pugna, de mi duplicidad woolfiana, de mi temporaciar hacia ningún lado, de la inmovilidad de mi interno teatro.

Probablemente el reconocimiento de que hubo olvido se haga patente luego, con varios sonidos emitidos, con varios segundos recorridos, en ese estar con vos, en el diálogo, en el relato compartido… pero ese momento llega, por fin, ese instante fecundo, en el que recuerdo que era yo, otra, desde siempre… que mi bifronte angustia era tan monstruosa como fantástica… que soy yo la que dice ante vos cuál es el fin del relato… que sos vos, frente a mí, el que me vuelve una en la palabra… que es en la com-plicidad con los que más amamos y más nos aman –y no en la duplicidad de nuestro auto-atacarnos- como vuelve la certeza de ser quienes somos, un yo que no es sin un tú, un cuerpo que no es sino con otros… en la poderosísima posibilidad auténtica del diálogo.