Hoy estaba en una clase de un seminario sobre Freud y
notaba, como lo hice también las dos clases anteriores, el entusiasmo, la
pasión, el placer que tiene el profesor en dar esa clase. Lo entiendo
perfectamente, porque a mí me pasa lo mismo. La excitación que se siente al
comunicar aquello a lo que una le ha dedicado horas y horas y horas de trabajo,
estudio, esfuerzo, cuidado, es claramente una de las más potentes sensaciones
que se tiene en esto de ser docente, docente-investigador, docente “barra”
investigador. En la medida en que una habla de aquello sobre lo cual se ha
hablado a sí misma, encerrada en los libros, horas y horas, pero ahora a otros,
la oportunidad de exteriorizar, transmitir, contagiar todo ese interés,
curiosidad, apasionamiento que despierta el tema al que una tanto se ha
dedicado, es maravillosa. Me siento identificada con ese hombre que festeja
cada cita, cada idea, que se mueve histriónico por el aula, que toma agua
porque se queda con la boca seca, que se encuentra a sí mismo a veces más
entusiasmado que su audiencia, pero que no pierde la fe en que vean lo que él
ve en Freud, en sus textos.
Este hombre tiene al menos veinticinco años más que yo… y
sin embargo yo, en este momento, me siento más vieja. Yo me siento, respecto de
toda la escena, desencantada.
El desencanto es un sentimiento que aparece cuando algo que
parecía ser prometedor, el ideal a alcanzar, “el” objetivo, se devela menos
luminoso, menos radiante, menos brillante que en su versión
deseante-romantizada. Se revela el romanticismo padecido. Se muestra el
carácter menor, gris, puntual, uno-entre-otros, de aquello a lo que se
apuntaba.
La filosofía, trabajar haciendo filosofía, enseñando
filosofía, pensando, leyendo y escribiendo filosofía, en mi novela, era un modo
de cambiar el mundo, un modo de hacer “algo”, de intervenir, de hacer
diferencia, marca… de hacer “algo”, “algo” y “útil”… y ahora, no sé. Ahora,
dudo. Dudo de la filosofía. Dudo de los modos en que se hace filosofía hoy y
ahora. Dudo de sus efectos. Dudo de que tenga alguno. ¿Para qué tantas horas de
lectura y escritura? ¿Quién lee? ¿A quién le escribo? ¿Hay alguien que leerá lo
que escribo? ¿Hay “algo”, “algo” y “útil”, en lo que escribo?
Dudar de la filosofía es dudar de su carácter de práctica…
pensé que se abría a un mundo, pero ¿será solo una práctica más, endógena,
ensimismada, monologante, entre otras? ¿Será el momento de admitir que esta es mi
práctica y punto, un pertenecer a alguno de los cerrados círculos de expertos,
especialistas, en los que se encierra todo el mundo? ¿Cómo puede sostenerse que
nosotros, los de este círculo, queremos pensar el mundo, criticar
productivamente el mundo, si somos un círculo entre otros? ¿Qué nos daría el
privilegio de ser “la” práctica, que piensa el mundo? Incluso si extendiéramos
la definición para incluir todas las prácticas intelectuales, todas las
prácticas teóricas, humanistas, culturales, que desean pensar el mundo… ¿no se
trataría, otra vez, de un solo círculo –con un circunferencia más grande-, uno
que, por más que más grande, no es sino, de nuevo, uno entre otros? ¿Cómo
pensar que es en este círculo, mayor o menor, en el que “algo” y algo “útil”,
se habrá de decir, pensar, escribir?
Y entonces ahí viene todo el tema de la práctica… y la
práctica contra la teoría… la práctica como distinta de la teoría… y entonces,
¿qué hacemos los que estamos en la práctica de la teoría?
Y ahí viene también el argumento hiperrealista (e
hipermoralista también, tal vez) de la piedra lanzada a la cara del teórico: “Si
querés cambiar algo, tenés que hacer, no pensar, ni escribir, sino hacer”.
¿Y pensar no es hacer algo?
Y entonces viene también el argumento hipermoralista de “la
teoría es masturbación”, lo que los intelectuales hacen es masturbatorio… todo
eso del sujeto y el discurso, es masturbación y punto.
Este argumento me interpela… o mejor dicho, me interesa. No,
claro que no, yo no concibo lo que hago como masturbatorio. Y sin embargo,
vuelvo a la imagen del profesor rebosante de placer en el seminario y pienso
que quizás sí, es masturbatorio, es autoerótico… tranquilamente podría pensar
toda la clase como un frotarse gozoso del profesor con sus textos… con un
ingrediente agregado de voyerismo solicitado a sus alumnos, pero no en el
modo de la exposición sino en el modo de la invitación: “Lean Freud conmigo”, “Vengan
a tocarse conmigo, ¡les va a encantar!”
Sí, todo docente entusiasmado con la teoría que enseña
invita a los alumnos a tocarse un poco a través de los textos… a sentir ese
placer en recorrer las ideas de otro… a tocarse con los dedos del cerebro, con
la avidez de los ojos sobre las hojas, de la mano que trémula señala las ideas
falo-principales.
Es que la acusación de que el pensamiento per se es
masturbatorio es una acusación extraña: ¿quién que se masturbe señalaría como
negativo lo masturbatorio? ¿A quién que le gusta tocarse le parecería
moralmente reprochable descubrir que a otro le gusta tocarse? ¿O no les pasó a
ustedes también que cuando descubrieron el inmenso placer que les producía
tocarse se sintieron moralmente demandados a difundir la palabra, anunciar
la buena noticia?
Entonces, hay algo mal en los supuestos de la acusación: o
quien nos acusa no se masturba o no lo disfruta –ergo, le parece “malo”
masturbarse; o quien nos acusa utiliza un extraño modo de invertir su propia
experiencia masturbatoria para volverla moralmente reprochable al acusarnos.
Como sea, no me interesa continuar por ahora el análisis del
reproche del pensamiento como masturbatorio. Creo que de todos modos entiendo…
creo que hay una cierta asimilación de “pensamiento filosófico” con “masturbación”
por vía de la imagen de algo inútil, que solo busca el propio placer –aunque de
nuevo, ¿por qué la búsqueda del propio placer es autorizadamente asociada a lo
masturbatorio como algo negativo? Pero creo que falta aclarar algo más: la
acusación de que el pensamiento filosófico es masturbatorio parece venir a
señalar que, mientras los wanna-be-intelectuales nos presentamos con el afán de
pensar el mundo, la vida, la humanidad y sus circunstancias, con el declarado
fin de contribuir en algo a ellos, en realidad nos estamos haciendo la paja… “decimos”
que pensamos para hacer algo, para cambiar algo, para dar algo, pero en el
fondo o nos autoengañamos o no nos bancamos reconocer que nos estamos tocando,
nos estamos concediendo un autoerotismo que se frota contra la idea de “pensar
la existencia” para acabar, para tener lisa y llanamente el propio e inútil
orgasmo.
Algo de este modo de comprender la acusación me interpela.
No puedo negar el autoerotismo de mi propio trabajo, de mis horas de
investigación que transcurren bajo una sensación de suspenso del tiempo cuando
más las disfruto (como en el orgasmo). No puedo negar que disfruto lo que hago.
Que hay algo masturbatorio en la búsqueda del conocimiento “por el conocimiento
mismo”, por el saber lo que se sabe y por saber más, y cada más, y en más
detalle… como perfeccionando el método para llegar al orgasmo autogestionado. Y
como buena hija de una cultura cristiana, algo de eso me da culpa. Algo de que
mi búsqueda no sea auténticamente una búsqueda útil sino una masturbación que
no quiere reconocerse como exclusivo autoplacer, me da culpa. Pero también, en parte, me desencanta el
mundo del círculo al que pertenezco, el de los intelectualmente autoerotizados.
Y sin embargo, todo
este texto empezó con mi pensar en la imagen del profesor entusiasmado,
asociándolo a la acusación ya muchas veces escuchada de que lo que hago –porque
es lo que hacen los que hacen teoría, los que piensan, los que hablan de eso
del sujeto, y el discurso, y el poder, y eso- es masturbatorio… y cuando
pensaba en el excitación del profesor frente a su Gran Freud, y en la teoría y
la masturbación, también pensaba que lo que deseamos nosotros, los pensantes-masturbandos,
cuando pensamos, cuando estudiamos, cuando volvemos una y mil veces sobre una
teoría y sus problemas y sus detalles y sus preguntas y sus frases brillantes e
ideas geniales y defecto mortales, lo que deseamos, lo que esperamos, es que un
día de tanto tocarnos, un día luego de tanto frotarnos deliciosa pero
tortuosamente también contra los textos, no se produzca solo un orgasmo, sino
que emerja “algo”… que un día nos descubramos preñados… que un día emerja un
hijo, un fruto, un algo innegable, algo nuevo para dejar en el mundo… un hijo
del pensamiento, un orgasmo de idea que se vuelva parto: dejar algo, decir algo…
y que sean otros los que se toquen tortuosamente, se froten irresistiblemente,
otros que no puedan dejar de pensar-lo.
<3 :)
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