viernes, 19 de diciembre de 2014

La otra fidelidad, o mejor: Serle fiel a quien se ama


La idea de fidelidad, la palabra misma, aparece atávicamente vinculada a la exclusividad sexual. “Ser fiel” es estar en una relación monógama prometiendo a otro que no habrá otro –otro otro. No habrá un tercero. Que la sexualidad propia es del compañero/a. Que el deseo sexual solo se orientará a la pareja o que, llegado el caso, el deseo sexual que emerja como dirigido a un otro otro será reprimido.
Quienes asumen la fidelidad en la pareja como eso viven la fantasía de que, en el fondo, no emergerá un deseo por un tercero. En el fondo, desean que el deseo no sea nunca por un tercero y creen que es posible. Pero, si no es posible, desean que el otro reprima su deseo. Es decir, deseo de primero orden: “Que mi otro no desee”. Por default, deseo de segundo orden: “Que el otro no realice su deseo”. El orden de los deseos decrece en términos del realismo del sujeto.
Ahora bien, otros, otros otros, que también viven el amor de a dos, sin embargo creen que pedir al otro que se reprima es un mandato egoísta –de quién lo pide, claro. Más que egoísta, o a la par, creen que “se ama en libertad o no se ama”. Es decir, eligen creer que el amor es el deseo de vivir juntos la libertad: vos la tuya, yo la mía, pero juntos.
Quienes asumen la no-fidelidad en la pareja como eso viven la fantasía de que, en el fondo, el deseo que emerja en el otro por un tercero, y que el otro elija libremente realizar o no, no significará necesariamente que mi otro ya no me ame. Es más, la fantasía se articula con la fantasía complementaria de que “porque lo dejo ser libre, me amará más” o “el amor durará más”. Por eso he escuchado decir algo así como “sí, claro, somos sexualmente libres como pareja, pero el límite es tener una relación paralela.” La fantasía de fondo es que la libertad otorgada o reconocida (la diferencia existe; cuán sutil sea, habría que pensarlo) aumentaría la capacidad pulmonar de la vida del amor: nadie se ahoga y él/ella me amará un poco más (¿en el tiempo? ¿en el modo?)
¿Qué puedo decir yo de esto? Que no sé. Que lo que sí sé, observo, antropo-existencialmente, es que fantasía y amor van de la mano… la fantasía de que el amor durará, permanecerá, más que cualquier límite que sea proyectable.
Una amiga que adoro me ha citado una maravillosa frase de Félix Grande: que del amor es “cierto que viene para irse
(Como nosotros,
como nosotros)"

Pero yo hoy quiero pensar en la otra fidelidad...
(el amor y su reflexión tampoco escapan de los modos de lo otro –ni de la fantasía de que haya algún modo del vivir el amor que conduzca a la felicidad).
una fidelidad o, mejor dicho (porque me gusta más), un modo del ser fiel (“fidelidad” me suena a una palabra tan fría, tan seca… “ser fiel” tiene otro encanto para mí).
Serle fiel a quien se ama.
Un sentido del ser fiel que no sea la pregunta –por sí o por no- de la monogamia y de si es una imposición darle (¿se puede?) al otro la auto-limitación de mi libertad (¿y se puede pedir?) ni si es tan soportable aceptar (¿se puede?) anticipadamente (¿y se puede pedir?) que mi otro con otro otro sea no una posibilidad acechando/a la mano, sino una constatación previa al acto.
No son esas las preguntas que me interesan aquí.
Pienso hoy en un modo de serle fiel a otro por seguir creyendo en su valor, en su rol feliz en la propia vida, en su posibilidad de seguir siendo fuente de amor para mí. Pero no se trata de un ciego optimismo: no tiene nada de acrítico ni es del todo espontáneo.
Es la renovación de una apuesta.
Es la decisión de atribuir realidad a una apariencia porque el otro no es ni puede ser (¡como nosotros!) más que una forma del aparecer.
A veces tiene que ver con defender al otro de nuestro Tanatos. De nuestro impulso de muerte. De nuestro miedo hecho látigo que pretende castigar a otro por verlo como su fuente, su motivo, su razón.
Cruzar la cortina de humo de la neurosis confiando en el-otro-que-amo esperando del otro lado.
Quebrar ese coqueteo, esa danza, entre la aparición, el fantasma y el monstruo.
Y es siempre un salto.
Pero a veces nos espera el milagro de un suelo fértil, de un verde césped húmedo del rocío de la novedad del creer en vos de nuevo.
¿Será que el salto es el de serle fiel a un otro? ¿O será mejor el salto de un serle fiel a mí misma/o, de confiar en la fuerza del amor que aún siento, de elegirme eligiendo?
Como si uno no temiera en espejo… como si el deseo de serle fiel al otro no fuera el deseo escondido, anudado, agazapado, de que el otro me sea fiel a mí: que cuando ve mi aparecer monstruoso, salte y elija creer que los monstruos no existen… que mi aparecer tanático es pasajero… que soy ese Eros del que se enamoró hace un tiempo.
Serle fiel a otro es desear que el otro me sea fiel en esos momentos donde la sexualidad es, pero detalle. Donde si aparece lo sexual es anudado a todo eso no sexual que también somos. Donde la heteosexualidad está más allá de la diferencia hetero/homo: porque claro que siempre seremos, más allá de nuestros genitales, quienes quiera que seamos en la cama, dos sexualidades distintas.
Siempre somos otro con el otro.
Siempre somos otros de nosotros mismos con el otro.
A veces soy mi peor otro con mi otro.
Y el amor es el salto que es suelo. El amor es eso que vibra entre la piel y las venas sintiendo y transmitiendo en un morse profundo, que somos uno con el otro.
Que somos un nosotros.
Uno quiere, desea, necesita, ser fiel a que sea posible ser un nosotros.
Más allá de fantasmas y de monstruos.
Más allá de libertades y represiones.
Más allá de esa imagen baratamente fantástica del amor que cree que su verdad está en su perseverancia.
Como si no fuera en realidad eso otro: el instante denso del ser uno con el otro.
Dejo aquí mi pensar en este otro modo de esa palabra fría y seca - el del serle fiel al otro-que-amo.
Pero dejo al otro que lee, para terminar, una escena que me enseñó –aunque aún estoy digiriendo el potencial abrumador de la verdad observada- lo que estoy tratando de entender en este texto.
Llegamos a San Pedro en dos autos. En uno iba mi hermano mayor y yo. En el otro, mi hermano menor, mi hermana menor, mi mamá y mi cuñada.
Íbamos al velorio de mi abuela Susana, madre de mi padre.
Papá había llegado en micro a San Pedro un poco antes. Nos esperaba en la puerta.
Me bajé primera del auto y fui a abrazar a mi papá. Y lloramos juntos. Abracé a mi padre que había perdido a su madre.
Luego, con tristeza patente, se acercaron uno a uno mis hermanos.
Mamá estaba unos pasos más atrás.
Mientras dejábamos de abrazar a papá, nos abrazábamos entre nosotros, en turnos, nos acompañábamos.
Luego, papá se acercó a mamá. Mamá se estaba acercando también a papá.
Yo observaba el abrazo por venir de marido a mujer de treinta años juntos a la distancia. No mucho, unos metros, pero los suficientes para no oír algo que mi mamá le dijo a mi papá, que estaba de espaldas a mí.
No sé qué le dijo, unos segundo antes de abrazarlo.
Mi mamá tenía en su rostro una expresión difícil de describir: estaba llorando, pero cuando mi papá se acercó, con su cuerpo entregado para ser abrazado por su compañera de toda la vida, algo dijo mi mamá, con sus brazos completamente abiertos para recibirlo, que llenó su rostro de luz entre las lágrimas para recibir a mi papá en una abrazo más intenso, más tremendo que el que nosotros, cada uno de sus hijos, le había dado. Una mezcla de expresiones cuya descripción se me escapa había en esos ojos de mi mamá que hablaban. Compasión y fuerza. Comprensión y apoyo. No sé, no tengo las palabras… como no escuché las palabras. No alcanzan las palabras.
La intensidad palpable del abrazo –por la que juro que en ese momento estaban solos, uno, en el mundo- fue la intensidad de cómo mi papá se entregó a sus brazos… de cómo los brazos, los ojos, el rostro, de mi mamá, recibieron a mi papá como si ese hubiera sido siempre su lugar más profundo, propio, auténtico, suyo, en el mundo.
Ante la muerte, entregarse a los brazos de un otro que ya están abiertos como extensión de esa mirada, esas palabras, que recibieron a mi papá como si pudiera confiar en que estaba a salvo.
A salvo en el cuerpo de otro… en un momento en que fueron uno... nosotros.
Un salto pero no caer, porque está el abrazo del otro.
Ser fiel de este modo refiere al cuerpo, claro, pero no son los explícitos órganos a reprimir o liberar los que tengan nada que ver acá.
Es el don de un cuerpo que abraza. Es el don de un cuerpo que se entrega a un abrazo.

Es un don-de.

Como si no hubiera ningún otro lugar en el mundo –ni siquiera mi cuerpo- para llamar  propio.

lunes, 8 de diciembre de 2014

El principio, el fin y el culo sucio

Se empieza y se termina la vida con el culo sucio.
Hoy quiero pensar qué dice de una vida, digamos, “convencional”, “típica” o “promedio” -una vida que empieza en el típico principio y termina en el probable final- la coincidencia del culo sucio a su inicio y el culo sucio al final.
No me refiero a la expresión “tiene el culo sucio” como metáfora indicadora de que alguien siente culpa, o se siente en deuda, vergonzosa, quizás hasta negadamente, con alguien.
Ese es el durante de la vida.
Pero hay un principio y un final.
Y en ambos, el mismo culo, sucio.
Pero es menos el carácter de “sucio” del culo el que me interesa pensar y más, en cambio, la situación en la cual esa suciedad del culo se encuentra: se trata de un inicio y un final en el que necesito de Otro para limpiar(me) mi culo.
En el alfa y el omega de la vida, no puedo limpiarme el culo yo solo.
La infancia y la vejez, los extremos del ser, devuelven una misma imagen originaria: la de mi dependencia del ot(r)o para limpiarme el o(r)to.[1]
Sospecho que acá, en una imagen tan trivial, obvia, escatológica, grosera, se cifra mucho, bastante, una buena parte de una verdad de la vida: Una verdad que está en el culo y no en la cabeza.
Sospecho también que hay algo de esta verdad orto-originaria detrás, o delante, de los esfuerzos de Judith Butler de pensar una ética levinasiana, una ética de la absoluta desposesión frente a otro, otro ante el cual mi responsabilidad radical surge porque me limpió el culo cuando yo no podía (aunque Levinas pensó lo humano en la cara, ¿podemos pensar lo humano en el culo?) Por eso vivo mi durante de la vida, el “entre” un culo infante sucio y un culo anciano sucio, con la sensación de tener el culo sucio, aunque ahora me lo limpio yo solo.
Hay algo de lo femenino ancestral como figura que limpiará el culo del inicio y el culo del final, que me inspiran a adjetivar el “yo/solo” en masculino, aunque la mano que escribe es la de una mujer… más precisamente, una mujer-tía que hoy le limpió el culo a su sobrina-niña, porque ella no podía.
Hay algo sospechosamente masculino en el durante de la vida en el cual “yo me limpio el culo solo” y lo vivo sintiendo metafórica-existencialmente como teniendo el culo sucio.
¿Por qué y cómo será que la deuda, la culpa irrefrenable, de deber-me a otro en mi existencia pasó a ser figurada en la metáfora del “tener el culo sucio”?
El culo sucio de mis años niños no es naturalmente motivo de vergüenza, ni de deuda: simplemente es. Deviene vergüenza cuando el marco social que demanda que los culos “siempre estén limpios” se instala.
Toda la lógica de la vida social representada por el pasaje de la vivencia espontánea del culo sucio ante otros como mero suceder hacia su sustancialización en marca-como-mancha.
El mundo social es el mundo de los culos obsesivamente limpios que igual se sienten siempre sucios.
No pedí que me traigan a este mundo, pero necesito que alguien me limpie el culo.
No pedí que me lleven de este mundo, pero si me voy, que alguien me limpie el culo.
¿Quién limpiará mi culo cuando yo ya no pueda?
¿Alguien que me esté en deuda?
¿Es el devenir una mano que lava a la otra, o mejor dicho, una mano de un culo sucio lavado, que deviene mano que lava su culo, y el culo luego de otro, que solo no puede, esperando que luego ese culo sucio que solo no podía sea al final la garantía de que en el fin alguien deberá –“me” deberá- lavarme el culo, cuando otra vez, en absoluta asimétrica existencia, yo ya no pueda?
¿Hay que tener culos infantes para lavar para saber que alguien sentirá en algún momento el deber moral de no dejarme, en el fin, con mi vergonzoso culo sucio solo?
¿Está mal sentir el culo sucio, cuando está limpio, cuando ya me ocupo solo de limpiarlo, cuando me auto-sustento la limpieza de mi mierda, solo porque nunca podré borrarme u olvidar que le debo en mis primeros años la limpieza de mi culo a otro?
¿Qué puede haber de más interesante para pensar, acerca del durante de la vida, acerca del sentimiento permanente (por más esfuerzo de negarlo o enfrentarlo) de que todos tenemos sucio el orto?
¿Es el horizonte de mis deudas, de mis culos ancianos por lavar, que no son “mi” culo, pero son “míos” de algún modo, una expectativa a desear postergar, a temer enfrentar, a disponerme solo a soportar?
Como se soporta el durante de la vida con la sensación del culo siempre sucio.
¿Habrá algo que aprehender en la puesta en cuestión de la idea de que la vida sea el trayecto que vivo con un culo que se espera siempre limpio –aunque es un culo que nunca pudo ser sin un otro que, primero, (y en el último después) lo lave?
¿Podríamos dejar de tratar de tener siempre el culo limpio?
¿Podríamos dejar de desear que el otro tenga siempre el culo limpio?
¿Qué une y qué distingue –cuál la diferencia ontológica- entre ese otro al que demando la pureza que me demando, y ese otro que me limpió, que me limpiará, cuando yo no pude, cuando yo ya no pueda?
¿Se cifrará allí la originaria mayúscula del Otro? ¿Se cifrará allí el olvido al que sometemos al otro en minúsculas, con el cual lo construimos, bajo la sombra de un Yo que por quererse mayúsculo y primero olvida que primero, al principio, en el origen, solo no podía ni lavarse el culo?
¿Podrá el interjuego entre la mayúscula que se olvida y niega, y la minúscula que se impone y recuerda, ofrecerle al yo que piensa en minúscula su existencia, un atisbo de la verdad que le espera en un final que será el mismo principio, la verdad cuyo pretendido desconocimiento ensucia metafóricamente, en el durante constante de la vida, ese culo que obsesivamente volvemos, una y otra vez, a tratar –imposiblemente- de limpiar?



[1] ¿No les parece fascinante esta pequeña alteración del lugar de la “r” y todo el cambio que produce en términos de significación?

sábado, 22 de noviembre de 2014

Manifiesto del poder de un cuerpo individual (Primera Parte)


Este texto desea ser una reflexión acerca de las posibilidades de acción en el presente. Desea ser un hijo del pensamiento, aunque su gestación recién empieza y no será parido hasta dentro de mucho tiempo. Pero quizás ya fue, de algún modo, concebido como posibilidad.
Se trata de un hijo del pensamiento que no puede sino ser un hijo de la promiscuidad, porque su concepción requirió un erotismo teórico con muchos hombres y mujeres, homosexuales y lesbianas, filósofos e historiadores, lingüistas y teóricos literarios. La promiscuidad ontológica de la que alguna vez me habló un profesor transmitiéndome a Merleau Ponty, que ahora quiere ser también promiscuidad performativa del pensamiento y la escritura.
Y un hijo no puede concebirse sin un cuerpo. Es un hijo/hija… tiene y rechaza a su vez su género.
Pero debo advertir al lector que en este texto no se dirá nada nuevo. ¿Quién puede decir alguna vez algo “nuevo”? Ya se ha dicho todo, ¿no? O al menos siempre alguien podrá venirnos a decir que “esto ya lo dijo X en Y”. Pero si no se puede decir algo “nuevo”, se puede decir algo “de nuevo”. No es algo nuevo, pero se dice “de” nuevo. Y eso es lo que enseña Benveniste del discurso: yo, alguien (¿nuevo?), asumo en mi enunciación todo el lenguaje: ¿no hay un tipo de hacer ahí? En el discurso, aparece la lengua en tanto que asumida por el hombre que habla y en la condición de intersubjetividad, única que hace posible la comunicación lingüística. El yo que no es sin el . El yo ligado al ejercicio del lenguaje: el discurso individual en el que cada locutor asume por su cuenta el lenguaje entero.
Entonces quizás hacer en/con el lenguaje –como Austin nos ha mostrado- no puede sino ser decir “de” nuevo. Pero con mi garganta. Con mis dedos. Con los signos a través de mi cuerpo.
Si hay algo interesante para decir del lenguaje y de la acción “de nuevo” será eso: el lenguaje es acción, la acción es lenguaje. Es esto lo que hay que decir y pensar de nuevo.
Pido perdón por tardar en llegar al punto, perdón porque me cueste empezar este texto. Pienso en mi amado Barthes, en su escritura en voz media (destacada recientemente por mi amado Hayden White). Es interesante que al pasar, en el texto en que la piensa, Barthes menciona entre los procedimientos de inauguración del discurso - “puntos en que se juntan el comienzo de la materia enunciada y el exordio de la enunciación” – la apertura performativa, que remite al modelo poético del yo canto. Lo interesante es la nota a pie de página, en la que refiere el problema del exordio de cualquier discurso como “la codificación de las rupturas del silencio y una lucha contra la afasia.”
¿Hacer y hablar no son siempre un modo de romper el silencio y luchar contra la afasia? ¿Ruptura y lucha que no son sino un atravesar con el propio cuerpo las codificaciones del hacer y del hablar?
Pero, ¿de dónde viene este texto? ¿Qué pretende decir de nuevo? ¿Cuáles son los cuerpos diversos que se encontraron azarosamente en la promiscuidad teórica que lo produce?
Seguramente el poder productivo en Foucault. Y la iteración en Derrida, particularmente en esa apropiación del Kafka que escribe respecto del “ante la ley”, tal como Butler lee a ambos: como revelando que la norma que citamos no “es” sustancialmente antes de ser reiterada, sino que es la misma reiteración la que la fortalece en su apariencia de “La Ley”. También lo que está detrás de estos tres filósofos: Austin y el develamiento de la performatividad del lenguaje. Pero también la voz media en Roland Barthes, en él y tal como White la asume para pensar nuestra relación con el lenguaje y la representación en el siglo XX, el que dio las piruetas lingüísticas y ahora no sabe dónde cayó. También el Barthes que habla de la lectura como hemorragia permanente de la estructura, como lugar en que la estructura se trastorna. El estructuralista que se suicida, que nos hereda la sangre de su propio puñal en el pecho, para beber: la lectura como el lugar en el que la estructura se trastorna.
Y también la última Butler de la ética levinasiana, de la “scene of address”, del dar cuenta de uno mismo que siempre es de un yo a un tú.
Pero también de lo que no está en los libros ni en las lecturas hechas. De mi experiencia en las instituciones educativas, de mi experiencia de la academia. Y también de tantas charlas en las que el pensamiento vive.
Pienso en mis charlas con Elsa Drucaroff y su furibunda crítica a toda posición que pretende pensar la emancipación como esquizoide, que propone pensar un sujeto des-hecho, des-centrado, “pero bien que después van con nombre y apellido a cobrar los derechos de autor.”
Hay algo para pensar de nuevo –mi amiga tiene razón- en el Nombre y Apellido, el nombre en el que habita, se individua,  un ser que habla y hace. Ese que ocupa un lugar en la academia y su autoridad, o en la burocracia y su poder, o en la cátedra y su saber.
¿Qué es lo que quiero pensar de nuevo, a partir de esta promiscuidad de pensadores, haceres, experiencias? Hay algo que siento como falta en el terreno en el que un Foucault, un Derrida, una Butler, me han dejado… claro que son ellos los que me permiten pensarlo. Ellos más algo que me viene de White, y Barthes y Drucaroff –aunque también sería quizás un poco contra ellos también.
Me aparece la falta del cuerpo individual, de la pregunta por su rol en las estructuras de saber/poder.
Si eso que todos vienen elaborando de algún modo, que es lo que une indisociable pero no identificablemente al hablar con el hacer, la performatividad, no puede sino ser una teoría (perdón por la palabra) de cómo se usa el poder, cómo circula: ¿no tiene alguien que prestarle el cuerpo al poder, la garganta al discurso, para que siga circulando de un cierto modo?
¿No hay un cuerpo individual marcado por un Nombre y Apellido? ¿No hay un Nombre y Apellido del poder y de su circulación/desviación?
Me estoy preguntando sobre la discrecionalidad institucional como arma. Algo que puede ser pensado a partir de las vivencias cotidianas e institucionales –porque se cruzan constantemente.
Pienso en un modo de la subversión que sería posible como elección de un disfraz, como performance repetida del parecer ser lo que la institución espera que devenga su miembro, hasta llegar al lugar del poder para ejercerlo poniendo el cuerpo para desviarlo.
Usar las instituciones quebrando las promesas hechas al poder particular, concreto, sesgado, de la forma opresiva de la institución: no creerse realmente la promesa dada de devenir en el futuro reiterador auténtico del disfraz asumido. Perder la fe en la institución. Renunciar al deseo de ocupar el lugar codiciado del poder del que fuimos sujetos.
Sería un hacer político no por social, sino porque nos retorna al yo-no-sin-tú del lenguaje. The scene of address, para Butler.
Se trata de enseñar a usar el disfraz: hay que socializar los trucos y estrategias de acceso a la institución y sus recursos.
Y me permite entender que un modo de la injusticia está dado por todos los mecanismos que intentan garantizar, a algunos, el no-acceso a las instituciones.
Se trata de un motín de los propios capitanes. Un motín a favor de la tripulación.
Porque el capitán debería recordar en su cuerpo el haber sido el otro, el oprimido, el sujetado.
Manifiesto del poder de un cuerpo individual.
El poder podrá circular, más o menos difusamente, pero no hay poder sin cuerpos que le sirvan de materialización de su circulación.
Retorna el elemento de la estructura a exigir su reconocimiento: pero ya no es el Signo, sino el Cuerpo. El cuerpo que habla. El cuerpo que se individua, que ejerce un poder que lo atraviesa, con su Nombre y su Apellido.





lunes, 10 de noviembre de 2014

Sueño, niñez y ley

El domingo, después de una transnochada divertida y necesaria, me ocurrió lo que suele sucederme en estos casos: duermo mal, me despierto una o dos veces en lugar de dormir unas buenas horas de corrido y se produce la ya usual madrugada de mucho soñar en cuotas para mí… soñé varias cosas, en sueños a la vez continuos e independientes. Pero uno en particular me regaló el despertar angustiada (que también conozco de memoria).
De algún modo el contexto del sueño era algún evento o reunión familiar. Creo que unos minutos antes había estado hablando con un señor que yo no conocía pero que se me presentaba en esa ocasión y vagamente recuerdo que me contara que era escritor o había escrito un sueño (nota: en realidad quise escribir que había escrito un "cuento", pero ahora veo que escribí "sueño" en su lugar). Pero eso era la situación-marco, digamos. La escena del sueño que me impactó fue la siguiente.
Estoy con Juani, mi sobrinito de cuatro años, a upa. Estoy sentada o como recostada en una reposera, y él está sentado sobre mi falda, con su rostro hacia mí, mirándome a mí, y llora. Llora porque en el jardín lo retaron fuertemente por haber robado algo. Como suele suceder en los sueños, vivo la situación como si me fuera familiar o estuviera al tanto de lo que Juani me dice. El llanto de Juani está acompañado de una expresión en su rostro tremendamente potente –me fascina (aunque lo padezco) de los sueños esa potencia de conmoción emocional que tienen tanto durante como después del sueño. Esa expresión, acompañada de alguna explicación de Juani –que para todo tiene explicaciones e intentos de racionalización que son tan tiernos como asombrosos, sobre todo a la hora de intentar dialógicamente escapar a alguna sanción que se le está por imponer- me dice en el sueño que él no entiende por qué era tan grave el reto, por qué lo tenían que retar tanto por eso que hizo.
Yo vivo la pregunta angustiada de Juani ante la magnitud del reto que recibe con una sensación doble que suelo tener en la realidad frente a situaciones así: por un lado, hay algo gracioso, tierno, en el niño que transgrede una norma y quiere “zafar” de la sanción… es como que causa un poco de risa, como si hubiera algo cómico ante los ojos adultos en esos primeros intento de lidiar con la Ley no incorporada del todo aún de un niño; pero por otro lado, algo me angustia fuertemente, me entristece tremendamente, tanto como para despertarme y sentir unas ganas de llorar permanentes a lo largo del día que asoman más o menos a los ojos ante la sumatoria banal de circunstancias de la vida en la vigila posterior.
Pero hay que agregar más información sobre el sueño aún: yo, en el sueño, reacciono como lo haría en la vigilia porque mi mixtura de risa enternecida y lamento más o menos angustiado por la vivencia infantil de Juani va acompañada de la conciencia de que yo, como su tía, dado que la institución educativa y los padres están de acuerdo en que Juani debe saber que “hizo algo malo” y debe reconocerlo -saberlo, sentirlo y aprender a no volverlo a hacer-, tengo que colaborar con ellos en la tarea de darle a conocer con claridad a Juani la Ley, el “no robarás”. Si la situación fuera la de cualquier otro día real de mi vida, yo sabría que mi función es, con cariño pero firmeza, responder a la pregunta de Juani llorando de por qué está tan mal lo que hizo y por qué lo retan tanto reforzando desde mi lugar la bajada de la Ley y el conocimiento de la sanción: con ternura tendría que explicarle a mi sobrino por qué estuvo mal eso, por qué está bien que lo reten o pongan en penitencia, darle a entender por qué es mejor (¿para él? ¿para la sociedad? ¿para la Ley?) que no lo vuelva a hacer. En otras palabras, Juani viene a la tía como figura adulta externa a la institución educativa y la normativa paterno-materna para ver si esta adulta también va a bajarle la Ley o si, en cambio, ella puede ser una aliada de él, si ella puede como adulta decir algo distinto, decir que no tienen razón los otros adultos, y entonces liberarlo de su angustia y tener otro-adulto a su favor frente a sus acusadores.
El sueño me angustia estando “en” el sueño potentemente y en la vigilia posteriormente también, casi del mismo modo ante el recuerdo-permanencia corporal de esa potencia, justamente porque en el sueño no me surge espontáneamente el rol de colaboradora en la imposición de la Ley a Juani. Luego de ese primer momento de risa ante la ternura de su gesto de zafar de la sanción mezclada con la leve angustia de la empatía con la vivencia en el cuerpo mío niño de lo mismo hace mucho tiempo, permanece y gana terreno la angustia ante la empatía que se duplica y magnifica por el hecho de que en tanto estoy ocupando el rol de la adulta ahora, en la situación del sueño, yo sé que podría rechazar mi rol de co-sancionadora, de reforzadora de la Ley, y que podría en cambio decirle algo a Juani en una íntima complicidad para que rechace a su vez la Ley y, de ese modo, pierda la angustia que lo hace llorar porque todos le dicen que hizo algo malo y se muestran enojados con él. El sueño me revela el rol que ahora ocupo por mera presencia como tía (nota: reviso el texto y en lugar de “ocupo”, que era lo que conscientemente quería escribir, había escrito fallidamente “cuerpo” –es cierto, ahora “le pongo el cuerpo” a ese lugar): soy ahora una figura adulta más que siempre podrá colaborar en bajar la Ley, en reforzar las sanciones sociales que Juani necesita incorporar para entender moral-punitivamente el mundo en el que vivirá. Pero también sé que estoy exactamente en el mismo lugar en el que podría rechazar de plano ser yo también agente de la Ley para Juani.
Si Juani llora porque su niñez aún le permite sentir la pérdida de libertad que la norma le impone, le permite no asimilar inmediatamente la norma externa como norma interna –porque aún su corta edad lo tiene “en proceso” de tal in-corporación… aún su cuerpo vive la no inmediatez de la auto-regulación-, yo me angustio frente a él, en mis faldas, indefenso, pidiendo una aliada para resistirse a los otros-adultos y sus normas, porque sé que puedo y no puedo ser su aliada. Puedo porque tengo la, llamémosla, libertad deliberativa de la adultez, para elegir colaborar en bajarle la norma o no (en otras palabras, nadie “me” obliga a mí particularmente a hacerme cargo de esa función: no hay un “papá”, una “mamá”, un jardín de infantes que a esta altura de mis treinta años más que Juani me podría “mandar al rincón” por no reforzar colectivamente la norma). Pero por otra parte, no puedo no hacerlo. No puedo no ser cómplice de la bajada de la Ley de los adultos-criantes a los niños-en-crianza… porque la liberación momentánea de la angustia de Juani frente a esta ocasión del enfrentamiento con la norma no lo prepararía para un mundo en que esas ocasiones se volverán ethos, se convertirán en mundo de la vida, se transformarán en “normalidad” a habitar.
Mi sueño me dice que no quiero, que me angustia, que preferiría no hacerlo: no quiero ocupar el rol de agente de normalización. Pero mi angustia onírica se vuelve tristeza de la vigilia porque no puedo no hacerlo. 
El sueño me revela la nueva norma que me espera en una edad en que pensaba que ya no habría mucha más novedad en términos de normativización para mí porque ya las normas habían sido introyectadas y podía incluso disfrutar de cierto margen de elección de transgresión de normas… como un balance de adultez de cuáles quiero conservar y cuáles no. Pero no, nada de eso, ahora aparece una norma social inescapable nueva: la función de colaboración normativizadora de niños ahora desde mi lugar de agente –y no paciente- de la Ley.
Y me despierto profundamente triste. Y hoy es lunes y sigo triste. Y escribo para que la catarsis me permita “hacer las cosas que tengo que hacer” y ya no pensar en esto.
Me siento la sobrina-niña que llora preguntando por qué le dicen que hacer lo que querría hacer –no bajar la Ley- está tan mal. Pero ya no hay ninguna meta-tía que me siente en sus faldas para escuchar mi queja y mi llanto.

domingo, 26 de octubre de 2014

Decirle te amo a un niño

Ayer finalmente le cumplí la promesa (añeja por demás) de llevarla al Botánico a mi preciosa sobrina Ailín. Tuvimos una tarde hermosa, disfrutando de flores y plantas, de sombra deliciosa en un día caluroso, de caminata por los lagos de Palermo y de la divertida aventura de andar en esas bicis para dos que alquilan al lado del lago, con la cual Ailín se descostilló de risa y yo también –aunque la tía quedó fulminada luego de media hora de pedalear ella sola porque a Ailín no le llegaban las patas a los pedales.
Dejé a Ailín con su papá pasadas las 9 de la noche y decidí que la cama y la tele me esperaban. Resolví el tema de la cena pasando por una confitería a comprar unos ricos sandwichs de miga, cuyo sabor sin igual se duplica por el maravilloso hecho de ahorrarme cocinada, lavada de platos y mayores obstáculos para la cama.
Iba caminando despacio, disfrutando del aire fresco de la noche, a lo largo de las poquitas cuadras que faltaban para casa cuando suena el celular. Es mi hermano que me pregunta si puede pasar ahora por el depto a ver eso del balcón que hace rato que tiene que pasar a ver y nunca puede. Le digo que sí, porque sé que tiene poco tiempo disponible, pero le aclaro que estoy muerta, que mi plan es pegarme una ducha e irme a la cama, así que que pase ahora, por favor.
Listo, todo acordado, voy a cortar el celular y advierto que Juan me iba a decir algo más. Entre que intento llamarlo de nuevo se me desarma el celular cuya tapa trasera está siempre floja, se sale la batería y se retrasa mi devolverle el llamado. Cuando logro arreglarlo y encenderlo de nuevo, veo las llamadas perdidas registradas. Lo llamo y le explico que se me desarmó el celular y no podía llamarlo. Todo bien, me dice, esperá que alguien te quiere hablar.
Entiendo todo y sonrío. Juan le pasa el celular a Juani, su hijo, mi sobrino precioso, y Juani me dice sin mediar saludos innecesarios: “Tía Mary, ¿querés venir a cenar con nosotros?”
Tiene una voz tan dulce, como si la dulzura de su alma se trasluciera en los sonidos de su garganta. Muerta de cansancio, sandwichs optimizadores de descanso en la mano, con unas tremendas ganas de llegar a casa, a la ducha y a la cama, y todo en mí sonríe, todo en mí se derrite, me nirvanizo en estado de tía-que-ama y le contesto sin mínima vacilación: “Sí, Juani”, entendiendo que no me invita a cenar a su casa, sino a jugar, como hacemos siempre, a todos los juegos juntos, a los viejos y nuevos, a los que le enseñé y los que aprendimos juntos, a reírnos, gritar, saltar, abrazarnos, discutir por reglas o resultados, balancear el juego con aprender a jugar con la hermana, y jugar a dos manos, una a Lupe, su hermana hermosa, sobrina preciosa mía, y una a Juani, hasta quedar de nuevo felizmente fulminada por la demanda insaciable de presencia de tía de mis sobrinos, que aún a la una de la mañana, pucherean porque la tía tenga que irse a la casa.
Cada vez que puedo le pido un beso a Juani o a Lupe. Hace un tiempo incorporé el feliz ritual de decirles después del beso “te amo”. Casi nunca o nunca me contestan. Pero no importa. Yo les digo, y ellos saben, que los amo.
Decirle “te amo” a un niño. ¡Qué cosa extraña! He dicho varios te amos a novios y enamorados. He dicho muchos “te quiero” a madres, padres y hermanos… a amigas y amigos. Pero es la primera vez, con mi experiencia de los sobrinos, que me encuentro diciendo “te amo” a niños.
¿Qué es tener una relación con un niño, y una que amerite un “te amo”? En el caso especial de Juani y Lupe es tener un vínculo con alguien a quien vi nacer. Alguien que ha desarrollado paulatinamente el lenguaje a mi lado. Alguien que vi quererme antes de que supiera decirme nada. Alguien a quien empecé a amar antes de que pudiera entender un “te amo”.
No puedo citar aquí la experiencia real o mítica de la maternidad. Primero porque no son hijos míos. Hay una extraña intimidad entre nosotros, algo del orden de células genéticamente cercanas enfrente mío que empiezan a crecer, a moverse, a hablar, a hacer primeras sonrisas y primeros enojos. Pero no son mis hijos, son los hijos de gente que amo. Pero no los amo solamente por ser hijos de aquellos a los que amo –como si pudiera garantizarse la transitividad del amor de los hermanos a sus hijos. De hecho, los amo de un modo nuevo. Un amor raro. Potente, hermoso, feliz, pero raro.
Es que todavía intento entender esto de decirle “te amo” a un niño, alguien que todavía no ha desarrollado la racionalidad plena de su inserción sociocultural en el mundo mío, de los adultos, de los “ya-estructurados”. Este ser i-rracional –porque, ¿cuánta razón argentino-americano-occidental-sigloveintunezca puede decirse que este niño “tenga”?- que me habla, me busca, me besa, me discute, me reclama, por momentos hasta ignora, ¿cómo puede entenderme completamente? ¿Cómo puede saber Juani que la tía desea ser invitada a jugar con él a las diez de la noche de un larguísimo y cansador sábado, porque su demanda de amor-por-medio-del-juego le da a la tía el mejor plan: el del sabor de esa verdad de la vida que tarde o no, recién ahora entiende: la plenitud absoluta del orden del juego de los momentos entregada a los seres que ama?
Quizás ahí empiece a hacerse comprensible, palpable, vivible con el cuerpo algo de mi “te amo” a Juani, o a Lupe, del amor a estos seres nuevos que me hacen “tía” una y otra vez. Quizás lo que amo de Juani es su ternura, su belleza, su inteligencia, su alegría, esa risa que parece que amaneciera en dos minutos en su boca… como amo de Lupe su locura, su obstinación, su necesidad de mí como mandato inquebrantable, sus saltitos de entusiasmo si vamos a tocar el piano o a su cocinita a jugar, o cuando me pide que le diga “qué dice acá”… o como amo de Ailín la fascinación con la que me busca, el interés de estar conmigo que siempre me demuestra, que yo llegue y ella corra a abrazarme, o que me cuente como en el tren a la vuelta de Palermo su vida del colegio, quién es su mejor amiga, el chico que la molesta, o que se quede preocupada porque los nenes que están en el tren descalzos pidiendo limosnas “no deberían estar ahí” y “¿cómo puede ser que los dejen, si es muy peligroso?”. Quizás amo de ellos todas esas cosas particulares, específicas, que los hacen Juani, Lupe y Ailín. Pero seguramente también ame la persona que me hacen cuando me invitan a su vida, sus prioridades, sus asombros, sus preguntas, sus juegos, sus demandas. Seguro amo que me recuerden que la vida, al inicio, era otra cosa: que el mundo era una gran plaza o un gran fondo… que una tarde en el Botánico puede ser la oportunidad de respirar un aire nuevo para mi mente y mi cuerpo, que siempre está ahí como posibilidad, y que tantas veces pospongo… que pedalear media hora alrededor del lago de Palermo muerta de la risa porque podemos chocar a alguien, o gritando de entusiasmo cuando se viene la loma de burro, sin importar nada más es un placer que hay que darse… que en vez de la cama y el eterno retorno embolante del zapping puedo una noche armar un rompecabezas, jugar a la escondida, ser cowboy, encontrar muñequitos en una revista, hacer una sopa de choclo con un choclo de plástico y dárselo al bebote de plástico… por eso los amo: no solo me aman, no solo me miman, no solo me llenan de cariño y dulzura de niños… también me recuerdan lo que absurdamente he olvidado, lo que la repetición normativa de años y años de alcanzar disciplinadamente el estatus de adulta –que, ¡pobre tonta yo!, tanto añoraba- me ha quitado: ver la vida como juego, ver el tiempo como risa, mancha y pedaleo, ver cualquier proyecto como fantasía realizada de ser un momento cowboy y al otro zombie, y luego cocinera y después mamá, y después soldado y después pianista de sonidos irreconocibles… de que la vida puede ser un piano en el que mis dedos chapoteen sin partitura… la vida que vuelvo a amar en los niños que amo.

Quizás, debe ser, algo de todo esto sea lo que significa mi decirles “te amo”.

sábado, 18 de octubre de 2014

Amar en las pequeñas cosas

Paro de trabajar un rato, voy a la cocina a prender el horno y poner algo de comida a calentar. Abro el freezer para sacar unas milanesas de pollo y sonrío al ver el tupper en el que están guardadas. Las milanesas me las preparó mi mamá, que acostumbra a mandarme cosas ricas que hace y que hace pensando en que yo reciba una parte. Le sonrío al tupper porque pienso que es un tupper nuevo –conozco todos los tuppers de mi mamá. Y la sonrisa se debe a que mamá compró un tupper nuevo muy probablemente para poder enviarle en nuevos recipientes más comida y cosas ricas a sus hijos.
Y entonces pienso en la gente que te ama en las pequeñas cosas. En mandarte milanesas de pollo caseras para que disfrutes lo más que puedas en la rutinaria tarea de almorzar o cenar para salvar el obstáculo de la alimentación en medio de “las cosas importantes” que “hay” que hacer en el día.
Pienso en amar en las pequeñas cosas. En esos gestos imperceptibles que te arrancan una sonrisa en medio de una cotidianidad normalizada, reiterativa, serial.
Sonreírle a todo lo que está detrás del tupper nuevo de mamá.
El amor en las pequeñas cosas me ha resultado, en el último tiempo, la experiencia del amor más fascinante, más sorprendente, un completo descubrimiento de una dimensión del amor –en todas sus variantes- que me resulta inesperado.
Ser amada en las pequeñas cosas… tener antojo de helado, mientras estamos volviendo a las apuradas a casa porque le empieza el partido, y que, al escucharme, él pegue un volantazo apurado para volver hacia atrás unas cuadras y que yo pueda comprarme el helado que quería, aunque el partido está casi empezando. Y que lo haga con gusto, como un regalo, no solo en ausencia de cualquier gesto de molestia, sino en presencia de una intensidad de marea subterránea de ese amor que me dice todo el tiempo, que le mueve el brazo rápido en el volante y le impulsa la mano que pasa aceleradamente los cambios, para que su amor disfrute de su cumplirse su pequeño antojo de helado. Cómo le hubiera gritado la felicidad de gotas de amor constante que me da en la cara… pero le di una sonrisa en silencio, le devolví con la misma muda enormidad del amor de las pequeñas cosas su gigante gesto amoroso.
Es que el amor de las pequeñas cosas tiene la potencia de la mudez frente a tantas vanas y vacías palabras de amor que se han vuelto, para la experiencia más superficial de lo amoroso, sonidos comunes… ruidos estereotipados.
El amor de las pequeñas cosas exuda la vitalidad y novedad que tanto trillado lenguaje pseudo-amoroso producido en serie carece… una potencia repentina e impactante, un efecto sobre mi cuerpo que ninguna de todas esas miles de novelas románticas, una igual a la otra, que leí con mi cuerpo adolescente inocente-sublimante jamás supieron darme ni siquiera hacerme vislumbrar.
Amor de las pequeñas cosas contra el gran amor mitológico del que liberarse es necesario, cuyo lastre cansa, pero que ha delineado tan eficazmente las expectativas normales del cuerpo que abandonarlo o meramente resignificarlo se parece a arrancarse la propia piel para sentir otra cosa.
Pero qué hermoso es sentir con otra piel, o con la misma, el amor de las pequeñas cosas.


sábado, 11 de octubre de 2014

Cuento/sueño, sujeto/cuerpo

Hoy hice un descubrimiento: un cuento no es un sueño. O, mejor dicho, un sueño no es un cuento. En realidad es algo obvio, que siempre supe, pero lo entendí hoy. Tuve un sueño muy interesante hace un tiempo y me pareció tan lleno de significados y figuras, tan rico para una sesión de análisis que lo anoté y decidí que iba a convertirlo en mi primer cuento. Además de anotarlo utilitariamente, lo anoté porque cuando desperté, la intensidad del sueño había sido tal que no lograba volver a dormirme. Estaba conmovida, plena de sentido… no estaba angustiada pero sí inquieta. Incluso cansada. Cuando un sueño es tan intenso uno se despierta y sin haber terminado de lidiar con ese momento de confusión entre el fin del sueño y el inicio claro de la vigilia, uno ya siente que está cansado, como si hubiera estado corriendo mientras estaba acostado.

Hoy quise aprovechar una noche relajada, sola, en casa para tomar cierta sensibilidad a flor de piel del día y escribir. Me preparé un aperitivo, un Martini con soda y hielo, y me fui placenterísimamente a mi escritorio a escribir. Busqué las notas del sueño para a partir de ellas armar el cuento.

Ahora bien, a mí me había parecido que lo cargado de una plenitud de significado y asociaciones había sido el sueño tal como desplegó sus acciones-imágenes. Entonces,  mi interés fue permitir un pequeño juego poético al introducir el relato mismo del sueño pero luego tratar de transcribir las escenas del sueño lo más fidedignamente posible. Y eso hice. Empecé a escribir el sueño-cuento, agregué una elaboración sobre la primera situación del cuento –que era el relato de mi irme a dormir-pero cuando la acción más traumática del sueño se iniciaba, ahí solo traté de describir lo más fielmente cómo había sido el sueño, que por intenso y anotado me había quedado muy grabado en la mente. Terminé de relatar las escenas del sueño bastante conforme con la fidelidad del resultado: era un excelente relato del sueño. Pero luego de releerlo, aunque el sueño estaba perfectamente relatado, me di cuenta que eso no era un cuento. Había una intriga o situación estresante que hiciera las veces de peripecia o nudo, pero la resolución –esplendorosa de sentir y sentido para mí- no era la conclusión de un relato. Era simplemente un terminarse el sueño en un momento o escena final y punto, pero nada parecido a una coherencia estructural o trama que hiciera retrospectivamente necesario o conclusivo el fin del relato.

Dejé lo escrito guardado en la computadora y me fui a ver televisión y dar por terminado el día. Aventuré la idea posible de que a partir de la base del sueño pudiera más adelante inventar un relato que se inspirara en él. Por ejemplo, continuando el relato desde el fin de sueño hacia algún otro tipo de acción o evento inventado que llevara el relato a algún lado e hiciera de eso que no era un cuento y que yo acabara de escribir, un relato, mi primer cuento (tal fue la ilusión post-sueño original: este sueño será mi primer cuento).

Habiendo dejado la tarea voluntariamente inconclusa o parcialmente resuelta, tuve mi momento de cena y relax en la cama, con la televisión. Y gracias a la combinación de todos los factores cotidianamente necesarios para mí para la relajación y el dejar pasear la cabeza, de repente, una revelación, un descubrimiento: un sueño no es un cuento. Un sueño no puede ser nunca un cuento. Léase: la estructura del sueño no es la de un cuento, un relato, una narración. Pero no estoy diciendo que los sueños no tienen forma o estructura. Menos todavía estoy diciendo que un sueño no tiene sentido. Lo que digo es que la estructura del sueño y su modo de hacer sentido, de significar, son diversos de la estructura de la narración, que nos ofrece su sentido qua narración a partir de la estructura principio-medio-fin que hace a la serie contingente de eventos en dirección al fin retrospectivamente necesaria en vistas de la totalidad de la serie qua estructura de relato.

En mis discusiones sobre lenguaje, narración, psicoanálisis y subjetividad con ella, Judith Butler argumentaba fuertemente que mucho de la subjetividad y de la experiencia solo puede ser captado por el lenguaje poético, por el lenguaje de los sueños, y no por la estructura narrativa (y el sujeto narrativizante/sado que la coherencia narrativa supone). Recién hoy entendí esto. Fracasando en el intento lúdico, placentero, deseante, de escribir un cuento a partir de un sueño que fuera el sueño vuelto cuento: pero al fracasar en escribir un cuento logré escribir un sueño, para darme cuenta al leerlo que eso que escribí no tenía la estructura de un cuento.

Hay entonces, entiendo hoy, dos modos de la significación de la subjetividad, de la experiencia de ser sujeto: el modo en que significa un relato sobre las acciones del sujeto, un modo teleo-lógico, porque su inteligibilidad se sostiene en la dirección hacia el fin y desde el fin hacia la totalidad del sentido de sus actos. Es el modo de la significación que se condensa en la noción de “elección”: de un modo más o menos intenso es el sujeto el que moviliza el sucederse que se vuelve trama. Y un modo otro, el que significa en el sueño, que contiene una sucesión de imágenes-figuras-escenas, que se remiten unas a otras, se metamorfosean unas en otras dando una sensación de duración o temporalidad del sueño, un modo tropo-lógico: porque la sucesión-duración sigue la dirección de un constituirse una figura que se de-constituye, de-figura, para volverse una figura u escena otra-siguiente. Y en la cual la sucesión-sustitución de una imagen en otra sugiere una red multiforme, enredada, de sentidos, en un ir de un lado al otro, de un arriba abajo, al costado y arriba de nuevo, que genera una sensación de continuidad que disfraza la danza perpetua en el desplegarse de las figuras de la dis-continuidad entre ellas. Aquí las denominaciones aún me faltan… pero arriesgaría que es el modo de la significación que se condensa en la noción de “pasión”: la pasión también refiere a un sujeto que moviliza un sucederse, pero hay una experiencia pseudo-ciega del mover los sucesos, un saberse sujeto-agente pero a la vez paciente, que se ve a sí mismo moverse, actuar, comportarse, de un modo que no cree elegir o que preferiría no elegir, o que no debería elegir, pero sabiendo esto aún así no puede sino hacer “eso”, decir “eso”.

Las preguntas posibles para mí, ahora, en torno a la reflexión sobre la subjetividad serían las siguientes: ¿cuál es el modo privilegiado? ¿Cuál define mejor qué es ser sujeto? ¿Se trata de un alternarse de los modos de la subjetividad? ¿O uno, el del sueño, es el fenómeno primario –por más reprimido que lo fuera- y el otro un fenómeno subsidiario, secundario? ¿Es el modo de la narración una fantasía de plenitud de ser que se vuelve principio de realidad de la vida consciente? ¿Es el modo del sueño la verdad de la ausencia de estructura de trama real de la existencia? ¿Son dos modos meramente opcionales, yuxtapuestos, de un ser esquizo o bifronte del sujeto?

Y más se podría preguntar, y lo seguiré haciendo. Pero permítanme terminar esto con un último elemento a destacar del conjunto de mi des-cubrimiento.

Dormidos o despiertos, el modo del relato o el modo del sueño, solo son posibles en un cuerpo.

No hay subjetividad en ninguno de los dos modos sin –se vive, se narra, se escribe, se sueña como-  cuerpo.

lunes, 29 de septiembre de 2014

La escritura y el prejuicio de las buenas alumnas

Hace unos días nos tomábamos un café con mi adorada amiga Gisèle y de pronto retomamos una conversación que es recurrente entre nosotras: nuestras dificultades para autorizarnos a escribir. La pregunta que ambas nos hacíamos, a modo de auto-reproche en estéreo, era por qué nos ponemos tantos peros para darnos la experiencia de la escritura, por qué siempre estamos reculando ante nuestro deseo de escribir sobre lo que sea.
En algún momento de la queja-autoanalizante sancionamos que eso nos pasa por ser egresadas de Puán (“Puán”, así, como si nada, es marca de ser egresada de Puán: dar por sobreentendido que todos saben qué es “Puán”. Es la calle en la que se encuentra la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Decir “Puán” y no explicar nada es el gesto de pertenencia… “Si fuiste a Puán, sabés qué es Puán.” Gesto de pertenencia que también se usa para quejarse de Puán –como en nuestro comentario auto-crítico. Pero que incluso en la queja marca su pertenencia, se sigue inscribiendo en un “venir de ahí.” Ya escribiré más sobre esto, algún día).
Pero no era esa la razón, en realidad. Aunque nos acercábamos un tanto al meollo de la cuestión. Era algo cercano, vinculado, pero no eso. Y de repente apareció su correcta denominación: “Es el prejuicio de las buenas alumnas”. La auto-represión del deseo de escritura es una marca de una subjetividad particular, pre-universitaria, aunque pudiera consolidarse en esos años también, perfeccionarse negativamente: es el prejuicio de las buenas alumnas.
¿Quiénes somos las buenas alumnas y qué nos pasa cuando, además, deseamos la escritura? Las buenas alumnas se definen por su deseo de ser calificadas sobresalientemente por la autoridad. A la buena alumna la puede, innegablemente, recorrer un deseo de saber, de estudiar, de aprender, de investigar, de esforzarse en el cumplimiento de una tarea asignada. Más aún, una apasionada libido impulsa todos esos intentos y logros. No se trata, claro está –o debería estarlo- de una marca plenamente negativa de la subjetividad. La subjetividad, las subjetividades, en realidad, siempre son ambivalentes, siempre presentan una dualidad entre aquello que es potencia y defecto, que suelen ser dos caras de algo mismo. Sin embargo, esa libido, esa potencia, esa fuerza, esa búsqueda se ata desde la niñez –por razones varias, tan sociológicas como biográficas- al reconocimiento del esfuerzo y el fruto por parte de alguna autoridad, alguna figura que asiente, que da una aprobación final al fin de la tarea. Es casi un reflejo condicionado: está la búsqueda, el deseo, el esfuerzo, el quehacer, las horas y energías invertidas muchas veces con costados sacrificiales, y está el “logro”, el “cumplimiento”, el “producto” ahí, listo, a la espera de tener valor pero no por el propio recorrido elegido, soportado, llevado a sus máximos niveles de productividad sino por esto en conjunción inescindible con otra cosa: un alguien que aprueba, una figura que asiente, un personaje que califica y define numéricamente la entidad real del logro.
Las buenas alumnas persiguen el diez, el sobresaliente, el máximo galardón como agua en el desierto. Curiosamente, las buenas alumnas  pueden ser positivamente descriptas como subjetividades sedientas: hay algo que se busca, algo que se persigue, algo que demanda empeño y a lo cual se le entrega un tiempo invadido por el deseo de encontrar-hacer-tener-poder eso. Pero… pero la “buena” alumna aprende desde muy niña, desde las felicitaciones de papás y mamás, de maestras y maestros, de directores y directoras, que lo que ha hecho vale siempre que se cumpla un bicondicional: “Lo que hago tiene valor en sí mismo si y sólo si otro superior-autorizado reconoce ante mí el valor que yo otorgo como idéntico valor a sus ojos”. Y la buena alumna, ante el reiterado cumplirse de antecedentes y consecuentes, condiciones suficientes y necesarias,  ante esta normativa repetición forzada de la fuerza de la normatividad para la apercepción del valor de sus búsquedas, naturaliza que A conduce a B, que “valor para mí” y “valor para otro-autorizante” se coimplican. Y entonces ocurre lo peor de todo: el problema no es la necesidad de aprobación de otro del destino hipostasiado de la sed propia (en algún punto esa sed se retroalimenta, se potencia, con ese otro valor en conjunción a lograr); el problema es que se pierde, se borra, se naturaliza la ausencia, de otra forma de experiencia posible de la sed, de la búsqueda: la experiencia de hacer todo lo mismo (o no), de ir detrás de objetivos idénticos (o no) sostenida solamente por la voluntad sostenida sola(o privilegiada)mente en el propio deseo.
La buena alumna no sabe seguir tranquila su deseo. No sabe autorizar-se simplemente por la identificación de su deseo. No sabe dar valor si no valora en conjunción con algún otro asimétrico al final del recorrido para aplaudir su esfuerzo, para prenderle la escarapela, para darle una bandera, para firmarle una nota.
¿Cómo puede esta subjetividad tan sólidamente constituida en años de libido anudada a autoridades autorizantes vivenciar un placer que sea el de solo hacer lo que su deseo le dicte?
¿Cómo puede la buena alumna evadir la ansiedad que le provoca la idea misma de una autorización intransitiva?
¿Cómo escribir como Roland Barthes mismo deseaba, intransitivamente, dejando el objeto de la escritura en un segundo plano?
¿Cómo escribir para auto-constituirse en escribiente deseante que se desea a sí misma en la práctica de su escritura, así, como ahora, fuera de todo Puán, en el humilde balcón de su casa en una tarde primaveral, entre la corrección de parciales para mañana y la preparación de algún abstract o artículo para algún deadline?
¿Por qué para la buena alumna una experiencia que debería ser banal, en el mejor sentido de inmediata, como la de “dejar de hacer lo obligatorio por un momento” para  “hacer lo deseado aunque sea por un rato” se presenta como una tarea hercúlea, como una acción que demanda algún proceso reflexivo-ético, como una emancipación del instante, de un instante rebelde, desobediente, in-útil?
La buena alumna se hace todas estas preguntas mientras se le vuelve patente su férreo entrenamiento a sentirse en deuda por los parciales que “debería estar corrigiendo ahora”. ¿A quién le debe qué, la buena alumna: le debe su ser aplicada a las instituciones que habita, o su sentirse en deuda con las promesas de eficiencia que ha dado sin saberlo? ¿O se debe a sí misma, en ese recóndito rincón no menor de su identidad buenalumnezca por tantos años de reiteración así normativizada, el placer de obedecer la norma de otro, el goce del diez por Otro dado, ese rush incontrolable de adrenalina que desea seguir sintiendo en esos segundos entre que presenta su tarea excelentemente hecha, merecedora de sobresalientes, que “seguro que está más que bien pero…” y la performance del reconocimiento, la Palabra que estuvo en el principio pero cuyo deseo de reiteración espera, el asentimiento que quiebre la angustia excitante de confirmarle ese valor -que bien podría haberse donado ella sola?
¿Cuánto tiempo más habrá de perder, por no autorizarse a perderse en la escritura, la buena alumna que se aniquila y resurge masoquistamente en esos previos instantes a recibir el Sí, el diez, la bendición, de la adecuación sobresaliente a la Norma?


lunes, 22 de septiembre de 2014

Tristeza profunda

Para E. Susana Rego de La Greca
25/05/1920 – 16/09/2014

Esta semana, hace unos días, murió mi abuela paterna. Se llamaba Susana.
Es la primera vez que pierdo a alguien importante de mi vida. Alguien con quien tuve un vínculo íntimo. Una figura central de esas que forman la oscuridad de mi memoria niña y la luz de mi conciencia progresivamente lograda.
Alguien que me hará falta.
Imagino que más que un texto escribiré sobre ella, porque fue justamente de ella de quien heredé la pasión por la escritura. Me la pasó a través de la sangre ciegamente envenenada de ganas de decir, de pensar, de comunicar. Me la pasó a través de su propio testimonio de una vida que eligió escribirse a sí misma en cada rincón cotidiano que encontró papel y lápiz y el deseo imperioso de escribir algo.
Mi abuela se fue porque tenía que irse. 94 años y varios de sufrir una progresiva extinción de su mente y de su cuerpo. La muerte llegó para liberarla del yugo de los años. Pero se resistió increíblemente hasta el último segundo, hasta el último combate de respiros y cansancios.
Mi abuela no quiso morir, no tengo dudas. Mi abuela amaba estar viva. Mi abuela me dejó, me alimentó, otra herencia potente, abrazada a la potencia de escritura: la pasión por vivir, la insaciabilidad por la vida, las ganas de todo, la explosión de ex-sistencia.
Siento hoy su pérdida –que aún no es ausencia porque todavía no puedo creerlo- como un tristeza profunda.
Una profunda tristeza.
El suelo de mi existencia permanece igual. La vida sigue para los aún jóvenes. La vida, me han dicho mucho sobre todo estos últimos días, así es. Muerte natural, lo llaman. Como si alguna vez la muerte pudiera ser naturalizable.
La tierra de mi existencia sigue siendo la misma. La superficie de lo que es y lo que soy aparece inalterada. Las tareas cotidianas, las preocupaciones diarias, las actividades recurrentes se suceden sin fuertes sobresaltos.
Pero yo siento que en las napas más profundas de mi tierra, varias decenas de metros por debajo de mi suelo, en esas capas íntimas de mi existencia, circula mi tristeza profunda.
Es un río caudaloso de lágrimas que corre como si se precipitara desde una catarata. Es una continua agua de dolor que atraviesa violentamente mis raíces. Es una tristeza profunda.
Aflora por momentos, entre un hacer normal y otro, una liberación de su potencia a través de los deltas de mis ojos. Emerge y estalla, con mayor o menor violencia, ante el recuerdo de los últimos días, ante la memoria imborrable de lo que ella fue en lo que yo fui y soy, ante un futuro en el cual ella no estará para ver tantas cosas que desearía mostrarle.
Esa tristeza profunda es un río en mis adentros. Caudaloso, violento, denso, rabioso. Un río que tiene la intensidad de la vida que ella tuvo. La intensidad del amor que nos tuvimos.
Me recorre un río por dentro, aún cuando todos me ven y quizás no lo noten. Es un río enojado porque la vida tenga término. Es un río revuelto por la confusión de la pérdida. Es una pasión de agua que amó la vida y ahora se siente interrumpida, contenida contra su voluntad, frente al dique irrebasable de la muerte.
Todo sigue igual. Las superficies parecen inalteradas. La primavera sigue su curso.
Pero mi furioso río interior corre a los gritos por dentro, pidiendo salir de su encierro, queriendo arrojarse a un afuera para inundar todo y que todo se empape… que todo se cubra de esa agua sedienta que fue la energía de vida de mi abuela.
El río que soy tiene adentro un río, que siempre ahí estuvo pero que ahora más que nunca, se vuelve corriente interna que lo atraviesa.
La abuela y yo somos ahora una sola masa de sed por la vida. Una masa que es río y lágrima, que es caudal y ausencia.
El río que me hiciste ser se volverá río de tinta, abuela querida. Mojaré la tierra seca de la existencia común con el líquido fértil de nuestra pasión por la escritura.
Yo también, como vos, escribiré mi vida. Haré de rincones y excusas, oraciones y figuras. Haré de preguntas y dilemas internos, jirones de marcas que dancen como niñas pidiendo que las miren, las lean.
La escritura no es la vida. La vida se termina. La escritura prosigue, en el hilo hecho de papel y tinta, de teclados y pantallas, de lo que fuimos y lo que imaginamos, de lo que hablamos y lo que aún hablaremos… ese hilo que se recoge al abrir las páginas de tu libro y convertirme a la religión de creer que detrás de esas letras estás vos hablando, una inquietud dibujándose, un deseo expresado, una comunicación verdadera ahí en tu letra, en cada palabra que tus manos eligieron.
Leer tu escritura como resto viviente de la potencia de vida que fuiste, de tu autoría, de tu abrirte un camino pensando tu existencia, amando cada menor maravilloso detalle de ella.
Corre el río caudaloso de mi profunda tristeza y aflora como dedos que lloran letras en un teclado.
Corre el agua vivificante de lo que fuiste en mi existencia regando todos mis rincones sedientos de conservarte.
Empapa mis raíces tristes el líquido escritural de lo que nos unía.
Hacer de todo, como se pueda, vida.
Escribir una vida entera, la propia vida.
Dejarte seguir siendo en la herencia de un deseo: el de escribirlo todo, todo lo abarcable en los años que quedan antes que mi agua sea el río caudaloso interno de los amores que dejaré empapados de esa pasión por arrasarlo todo, viviendo y escribiendo.
Un manantial que seguirá siendo. Manantial efervescente.
Como alguna vez me dijiste.
Como elegiste titular tu libro.
Manantial que fuiste. Maná sabroso.
Mamá y abuela.
Susana.
Sana la tristeza profunda el manantial que corre y nos arrastra como aguas una.

Una. Susana. Manantial. Mi abuela.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Juani y el mimo milagroso

Hoy jugamos a las escondidas con Juani. Yo le enseñé a jugar a las escondidas y quedé, por suerte, maravillosamente asociada para él con ese juego. Contó él y me escondí yo. Me escondí yo y contó él. A veces me descubrió… otras me dejé descubrir. Algunas lo descubrí… otras lo dejé cantar “pica”. Sobre todo porque a Juani no le gusta perder nunca, pero acepta perder de vez en cuando si algunas las viene ganando.
Después jugamos a “los tiros”. Ese juego lo inventó él. Juani tiene una pistola que calza en el elástico de sus joggings con la exactitud de un experimentado espectador de películas de acción… que solo tiene cuatro años. No había otra pistola así que me quejé a mi compañero porque me faltaba el implemento fundamental del juego. Juani vio una botella de coca cola vacía tirada en el pasto y me dijo, feliz: “Tomá, Mary, acá tenés una bazuca”. Riendo a carcajadas por dentro, pero mostrando un leve brillo en mis ojos, acepté la bazuca y me dispuse a jugar. Torpemente creía yo que la idea del juego era tratar de matarnos mutuamente a tiros. No. Juani me explicó enseguida que “nosotros peleábamos juntos contra los malos.”
Jugamos un buen rato. La alegría de Juani de estar jugando acompañado lo hacía pelear y matarse de risa simultáneamente. Matamos muchos malos que nos atacaban. Cuando yo le decía a Juani que ya habíamos matados a todos, Juani me indicaba rápidamente: “no, Mari, ahí vienen más”. Y seguimos disparando entre gritos teatrales de combate y risas, muchas.
Varias veces fingí mi muerte, con visos dramático-cómicos en mi ser herida. Juani mitad se reía, mitad me convencía de que estaba bien para que siguiéramos jugando. En un momento en que me distraje, Juani fingió su muerte. Yo fingí la desesperación y corrí a verlo al grito de “No!! Hirieron a mi compañero!! Compañero!!” Y Juani algo se rió, aún en el piso, y luego revivió para seguir jugando y riendo.
Juani es un nene feliz. Diríamos que todos los nenes son felices, en tanto nenes. Pero sabemos que eso no es cierto.
Juani es un nene dulce y amoroso. Es inteligente… a veces brillante. Juani te sorprende. Juani sabe más de lo que vos creés que sabe.
Juani es mimoso y sabe mimar… sabe amar con tan solo cuatro años.

Siempre recuerdo y siempre cuento el día en que Juani me regaló un mimo milagroso. En una de mis tantas visitas de tía que viene a jugar estábamos con Juani en el fondo. A Juani le encanta el fondo: con su tierra, su espacio amplio, todo un mundo para explorar. Y ese día Juani era un pirata. Estaba buscando un tesoro. La tía lo miraba sonriente, como siempre, y sin jugar con él, lo acompañaba en su juego. De pronto Juani notó que la tía tenía su celular en la mano y se lo pidió prestado. Se lo di con una condición: “No lo pongas en la tierra que se rompe”. La tía adivinaba que el pirata querría esconder el celular como un tesoro. Pero lo que Juani no sabía es que la tía también estaba pensando que era tarde y que ya era hora de entrar a casa porque empezaba a hacer frío. Y la tía sabía muy bien que la relación entre “jugar al pirata” y “pedir prestado el celular de la tía” no podía sino triangular con “enterrar el celular como tesoro”. Así que tramposamente, haciéndose la copada, la tía le prestó el celular al sobrino con el macabro plan de advertirle la reprimenda si no hacía buen uso del susodicho objeto: “Mirá que si te veo enterrarlo vamos para adentro.” Planeando que Juani aprovecharía cualquier distracción para transgredir la prohibición y esconder el tesoro, yo, la tía-calculadora, encontraría en su desobedecerme la justa razón para hacer lo que de todos modos había que hacer: llevarlo adentro. Y todo el engaño de la tía se sostenía en la conciencia clara de que no iba a haber modo de informarle a Juani el fin de la diversión en el fondo sin su lamento.
El plan funcionó a la perfección. Ni cinco minutos transcurrieron para que Juani transgrediera la norma y mi celular estuviera cubierto de tierra de piratas. Entonces asumí el personaje de “tía-que-avisa-no-traiciona” y procedí a agarrar al sobrino desobediente, que mitad se reía de ser descubierto en su ofensa, mitad argumentaba que no lo hacía más, y tomando al sujetillo a upa, me encaminé en dirección hacia el interior de la casa, por el largo pasillo, repitiendo simplemente, con toda la Ley de mi parte: “¿Qué te había dicho la tía? Si enterrabas el celular entrábamos, así que: ¡adentro!”.
Durante el inicio del recorrido Juani se reía creyendo que la tía lo estaba amenazando pero que sería convencida de volver al fondo. Sobre todo porque la tía un poco se reía y otro poco lo estaba llevando agarrado de las patas, boca para abajo, con un paso un tanto divertido. Pero en cuanto vio que en realidad se trataba de un paso decidido hacia la casa, el tono de voz de Juani y su cara se fueron transformando ante la patente confirmación de que el juego en el fondo se había terminado.
Cuando entramos, proseguí mi teatro diciéndole a mamá, la abuela de Juani, que lo entraba porque no me había hecho caso y Juani miró a la abuela con un dejo de esperanza en sus ojos de que fuera tribunal de apelaciones favorable a su reclamo. Pero como tía y abuela estaban en complot para que a esa hora entrara, cuando el tribunal falló en su contra, Juani estaba desconsolado. Mamá le agarró la mano y con la tranquilidad de una decisión irrevocable le dijo a Juani, llevándolo claramente hacia el baño: “No, Juani, ya no hay más fondo. Vamos a limpiarte que ya te viene a buscar mamá”.
El rostro de Juani se transfiguró en una dulce e infantil tristeza. Estaba todo perdido. No había más fondo ni retorno posible. Primero se quejó un poco, pero inmediatamente aceptó resignado. Su desconsuelo fue materializado en las silenciosas lágrimas que inundaron sus ojos camino al baño.
La tía, yo, sentí empáticamente su angustia y decepción. Hasta me sentí culpable. Un sentimiento desagradable se me hundió en el pecho un momento. Pero no había otra: ya era tarde y de todos modos había que entrar del fondo.
Unos momentos después, Juani estaba limpito y sentado en el sillón tranquilo, viendo la tele. La angustia de tía-Ley me continuaba y decidí ir a ver cómo estaba. Me acerqué desde atrás del sillón y me asomé a verlo: Juani miraba sus dibujitos calmo. Se dio cuenta de mi presencia. Giró la cabeza. Me miró, y sin ninguna reacción en su rostro, ni bronca, ni tristeza, ni nada, volvió a mirar la tele.
Le dije a Juani: - “Juani, ¿nos reconciliamos?” – y me acerqué como para abrazarlo.
Juani, sin decir palabra, ni moverse más que un milímetro hacia adelante, aceptó mi abrazo. No se abrazó a mí, probablemente por estar más preocupado por seguir mirando lo que estaba mirando. Pero tampoco me rechazó ni se desprendió de mi abrazo. Se quedó ahí… y de a poco fue apoyando suave y dulcemente su cabeza en el hueco entre mi cuello y mi brazo.
Y ahí fue el milagro. Algo de otro mundo sucedió.

En el momento en que Juani terminó de descansar su cabecita en el hueco amoroso que le ofrecía la tía, ella que se creía la que consolaba, cerró los ojos frente a la ternura infinita del sobrino y fue literalmente succionada hacia otro mundo, hacia otra dimensión. Por unos segundos de contacto que parecieron eternos, la tía fue desprevenidamente abrazada de amor y enviada hacia una sensación desconocida. Algo terriblemente fuerte, terriblemente poderoso, terriblemente temible inundó cada célula de su cuerpo.
Fue ella, yo, la tía, la que entonces se separó rápida, repentinamente, de su sobrino que simplemente siguió mirando la tele.
Solo pude sentir temor y decirle que no, que todavía no. Todavía no, nene.
En un gesto amoroso, en unos segundos de parecer sucumbir él a mi abrazo, sucumbí en realidad yo al poder oscuro y desconocido de ese amor de niño. Con pavor creí prever, adivinar, echar un ciego vistazo a algo… eso se debe sentir… eso debe ser…

Pero no… no. Todavía no, nene.

lunes, 25 de agosto de 2014

Revolución de la carne


¿Y si no es ni el sujeto ni el cuerpo? ¿Y si es la carne?

¿Y si el inconsciente es absoluta materia? ¿Y si el inconsciente es la carne?

El inconsciente es la carne equivocadamente descripta.

La carne es el verdadero hacedor detrás del hacer… un hacedor sintiente, reaccionante, movilizante.

Primero fue la carne.

La carne es una. No una y trina.

Una.

Todos venimos de la misma carne.

Pero la carne que es pura vida que desea ser no pudo sino ser al desmembrarse. Se extiende, se expande, se hace otra y se corta.

Como si fuéramos todos una misma ameba que se parte y se duplica. Y se vuelve a partir y se vuelve a duplicar. Pero a partir de una y la misma carne-ameba. Una ameba inquieta, explosiva, extasiada… como en el ex-sistir del Dasein, pero no del todo del mismo modo.

Y porque somos todos una misma carne, la carne se llama, se reclama.

El erotismo es la carne llamándose. Por eso el sexo siempre tiene algo de involuntario. No elijo yo a quien me cojo. Elige la carne.

Las carnes hijas de la Carne Una se reclaman entre sí.

El amor es la búsqueda de la carne de sí misma, extraviada y perdida en su multiplicarse imposible de detener por esa fuerza de vida que la hace carne y viva.

La cópula es el horror al vacío de la carne. Nuestros orificios, todos, piden a gritos la carne.

Dar vida no es depositar en un receptáculo células que se combinan bajo mandatos genético-naturales: es la carne que odia el vacío, la carne que se desespera por volver a unirse, la carne que clama a gritos volver a ser una y en su esquizofrénico deseo de lo imposible crea una carne nueva, una vida otra, en el momento mismo en que la carne se agita, llora de sus propios poros lágrimas de la alegría de la fantasía de fundirse ella con ella misma y se funde, imperfectamente, vicariamente, en un volver a ser una y otra, otra vez.

La carne lleva su principio de vida y aniquilación en su mismo modo de ser ella misma. Las famosas pulsiones de muerte y de vida. Eros y Tanatos son el modo mismo de ser de la carne, que se quiere nueva, más, diseminada… y se busca una, reunida, retornada.

La carne se busca en el amor y el erotismo… perder al ser amado es una mutilación.

Nuestros amores fallidos son las cicatrices incurables de nuestra carne herida, desgarrada.

La carne también se pudre, se infecta, se corroe, muere. La carne es infinita en su movimiento pero finita en su ser.

Nuestros muertos son nuestros miembros fantasma.

Y el alejarse de los que hemos querido tanto semeja el romperse de un tendón, un nervio. Un padecimiento que vibra en su dolor de nuevo los días de humedad de la vida.

La carne no es el cuerpo. No tiene límites, contornos. Está diseminada en su unidad en múltiples topoi.

La carne no solo es la vida y la vigilia. Es la carne la que sueña. Es la carne la que sigue despierta cuando el cuerpo descansa y obsesivamente elabora, teme, desea, y se marea con las imágenes que alucina, se confunde con su Eros y Tanatos.

La carne está siempre despierta y siempre inquieta.

La carne desea la Revolución de la carne: el retorno a ese origen cuya distancia emana mitos.

Volver a ser una con ella misma. Replegarse sin aniquilarse. Conectar simultáneamente todos los orificios, todas las heridas de carne faltante, en una orgía revolucionaria, emanando los mil y un fluidos de que es capaz –lágrimas, saliva, sudor, sangre, semen… - y volverse de nuevo una sola Carne Madre, Hija, Hermana.


La carne delira, despierta o dormida, la orgiástica muerte imposible de la revolución de la carne.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Amor es que vos seas más real que mis fantasmas

Amor es que vos seas más real que mis fantasmas.
Amor es que tu mirada desarme la pared de elucubraciones que cien invisibles albañiles neuróticos de la noche a la mañana levantan.
Amor es ver en tu sonrisa más verdad que en cualquier río tormentoso de inobjetables argumentos.
Amor es que mis palabras enojadas a tus oídos entren pero retornen mareadas, vuelvan aturdidas, reculen dudosas.
Es que el amor como interlocución pone a prueba el carácter venenoso del monólogo interior.
Es que hablar es entre dos. Son dos cuerpos vibrando alternadamente. Soy yo tocándote con mi aire interior modelado en el horno de mi pensar, temer, proyectar, soñar y dudar, todo eso junto, en ese cálido hálito de precariedad deseante. Sos vos abrazado por mi fuego interno que soplás y volvés viento de verano la ráfaga innecesaria. Y al entregarme también un poco de tu aire vulnerablemente articulado me permitís ser la suave verde hoja que se estira lejos de su tallo raciocinante para cerrar los ojos y ser acariciada en el rostro por la gratuita alegría ondulante del ser sin interpretación pétrea que se interponga entre vos, yo, y este genuino ahora que es amor y aire.
Amor es tocarte con las manos asustadas que cuando encuentran tu cuerpo dan sus preguntas por contestadas.
Amor es no tener razón, o no saber si la tengo, pero tenerte a vos y saberlo.
Amor es que el diálogo no vaya a ningún lado, que no haya destino ni consenso. Y que la arbitrariedad patentizada de la tesis y su contrario sea evidencia de que el tiempo de palabras, gestos, síes y noés, esto y aquello, no es sino otro modo de nuestra interlocución que es distendido deseo, don de aire, tacto, mirada, otra forma de estar juntos, surfeando las olas de un malestar que es movimiento superficial en el calmo inmenso mar de este amor nuestro.
Es el elemento i-rracional, anterior a nuestras razones, el que se une al oxígeno e hidrógeno de la química de nuestros cuerpos.
Es el salto de fe… la frase afirmada. Es el sí de verte siempre tan hermoso. Es la aprobación a gritos de cada célula de mi cuerpo.
Más real que mis fantasmas, que se disfrazan de razones para simular ser entidad al menos abstracta, formal, ideal, mental.
Más real que las i-rrazones i-rreales que se maquillan, se adornan, se entrelazan y exclaman ser testigos denunciantes de la trama descubierta, la regularidad identificada, la trampa inminente, la cárcel preparada.
Pero la real carne de nuestro cuerpo uno en su interlocución vibrante emana el perfume de la verdad de nuestro distendido instante y arrasa como un mar henchido, electrificado, con todo obstáculo incorpóreo, con todo putrefacto compuesto de nada razonada, de idea intoxicada.
Ser dos en un silencio compartido de un abrazo a ojos cerrados, como si en el interior de los párpados y en el aquietarse del tímpano se pudiera a la vez ver y escuchar el “Sí” que todo lo decide.
El “Sí” a vos, amor… más real que mis fantasmas.