Para E. Susana Rego de
La Greca
25/05/1920 – 16/09/2014
Esta semana, hace unos días, murió mi abuela paterna. Se llamaba Susana.
Es la primera vez que pierdo a alguien importante de mi
vida. Alguien con quien tuve un vínculo íntimo. Una figura central de esas que
forman la oscuridad de mi memoria niña y la luz de mi conciencia
progresivamente lograda.
Alguien que me hará falta.
Imagino que más que un texto escribiré sobre ella, porque
fue justamente de ella de quien heredé la pasión por la escritura. Me la pasó a
través de la sangre ciegamente envenenada de ganas de decir, de pensar, de
comunicar. Me la pasó a través de su propio testimonio de una vida que eligió
escribirse a sí misma en cada rincón cotidiano que encontró papel y lápiz y el
deseo imperioso de escribir algo.
Mi abuela se fue porque tenía que irse. 94 años y varios de
sufrir una progresiva extinción de su mente y de su cuerpo. La muerte llegó
para liberarla del yugo de los años. Pero se resistió increíblemente hasta el
último segundo, hasta el último combate de respiros y cansancios.
Mi abuela no quiso morir, no tengo dudas. Mi abuela amaba
estar viva. Mi abuela me dejó, me alimentó, otra herencia potente, abrazada a
la potencia de escritura: la pasión por vivir, la insaciabilidad por la vida,
las ganas de todo, la explosión de ex-sistencia.
Siento hoy su pérdida –que aún no es ausencia porque todavía
no puedo creerlo- como un tristeza profunda.
Una profunda tristeza.
El suelo de mi existencia permanece igual. La vida sigue
para los aún jóvenes. La vida, me han dicho mucho sobre todo estos últimos
días, así es. Muerte natural, lo llaman. Como si alguna vez la muerte pudiera
ser naturalizable.
La tierra de mi existencia sigue siendo la misma. La
superficie de lo que es y lo que soy aparece inalterada. Las tareas cotidianas,
las preocupaciones diarias, las actividades recurrentes se suceden sin fuertes
sobresaltos.
Pero yo siento que en las napas más profundas de mi tierra,
varias decenas de metros por debajo de mi suelo, en esas capas íntimas de mi
existencia, circula mi tristeza profunda.
Es un río caudaloso de lágrimas que corre como si se
precipitara desde una catarata. Es una continua agua de dolor que atraviesa violentamente mis raíces. Es una
tristeza profunda.
Aflora por momentos, entre un hacer normal y otro, una
liberación de su potencia a través de los deltas de mis ojos. Emerge y estalla,
con mayor o menor violencia, ante el recuerdo de los últimos días, ante la
memoria imborrable de lo que ella fue en lo que yo fui y soy, ante un futuro en
el cual ella no estará para ver tantas cosas que desearía mostrarle.
Esa tristeza profunda es un río en mis adentros. Caudaloso,
violento, denso, rabioso. Un río que tiene la intensidad de la vida que ella
tuvo. La intensidad del amor que nos tuvimos.
Me recorre un río por dentro, aún cuando todos me ven y
quizás no lo noten. Es un río enojado porque la vida tenga término. Es un río
revuelto por la confusión de la pérdida. Es una pasión de agua que amó la vida
y ahora se siente interrumpida, contenida contra su voluntad, frente al dique
irrebasable de la muerte.
Todo sigue igual. Las superficies parecen inalteradas. La
primavera sigue su curso.
Pero mi furioso río interior corre a los gritos por dentro,
pidiendo salir de su encierro, queriendo arrojarse a un afuera para inundar
todo y que todo se empape… que todo se cubra de esa agua sedienta que fue la
energía de vida de mi abuela.
El río que soy tiene adentro un río, que siempre ahí estuvo
pero que ahora más que nunca, se vuelve corriente interna que lo atraviesa.
La abuela y yo somos ahora una sola masa de sed por la vida.
Una masa que es río y lágrima, que es caudal y ausencia.
El río que me hiciste ser se volverá río de tinta, abuela
querida. Mojaré la tierra seca de la existencia común con el líquido fértil de
nuestra pasión por la escritura.
Yo también, como vos, escribiré mi vida. Haré de rincones y
excusas, oraciones y figuras. Haré de preguntas y dilemas internos, jirones de
marcas que dancen como niñas pidiendo que las miren, las lean.
La escritura no es la vida. La vida se termina. La escritura
prosigue, en el hilo hecho de papel y tinta, de teclados y pantallas, de lo que
fuimos y lo que imaginamos, de lo que hablamos y lo que aún hablaremos… ese
hilo que se recoge al abrir las páginas de tu libro y convertirme a la religión
de creer que detrás de esas letras estás vos hablando, una inquietud
dibujándose, un deseo expresado, una comunicación verdadera ahí en tu letra, en
cada palabra que tus manos eligieron.
Leer tu escritura como resto viviente de la potencia de vida
que fuiste, de tu autoría, de tu abrirte un camino pensando tu existencia,
amando cada menor maravilloso detalle de ella.
Corre el río caudaloso de mi profunda tristeza y aflora como
dedos que lloran letras en un teclado.
Corre el agua vivificante de lo que fuiste en mi existencia
regando todos mis rincones sedientos de conservarte.
Empapa mis raíces tristes el líquido escritural de lo que
nos unía.
Hacer de todo, como se pueda, vida.
Escribir una vida entera, la propia vida.
Dejarte seguir siendo en la herencia de un deseo: el de
escribirlo todo, todo lo abarcable en los años que quedan antes que mi agua sea
el río caudaloso interno de los amores que dejaré empapados de esa pasión por
arrasarlo todo, viviendo y escribiendo.
Un manantial que seguirá siendo. Manantial efervescente.
Como alguna vez me dijiste.
Como elegiste titular tu libro.
Manantial que fuiste. Maná sabroso.
Mamá y abuela.
Susana.
Sana la tristeza profunda el manantial que corre y nos
arrastra como aguas una.
Una. Susana. Manantial. Mi abuela.
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