domingo, 21 de junio de 2020

La maternidad, la vida y la enredadera


Hace unos días me enteré de que he sido una mala madre.

Mi primera hija-planta, la que lleva más tiempo conmigo, es una enredadera.

Es una dipladenia. Y hace poco me enteré que la llaman también “jazmín” chileno.

Es la primera planta que colgué en el departamento en el que vivo desde 2013 y me ha dado flores rojas de una belleza que me alegra siempre la vida.

Pero además es enredadera, cosa que me enteré bastante tiempo después de tenerla.

Así que la dejé enredarse libre en la reja cuadriculada del balcón, que le permitió trepar con mil y una vueltitas posibles. En septiembre del año pasado, que ya llegaba bien hasta arriba, dio unas flores preciosas que se colgaban hacia el lado exterior de la reja y me alegraban el día mirándolas desde dentro de la casa y llegando desde la estación del tren o de hacer algún mandado.

Pero en ese mismo septiembre de repente se quedó sin flor.

Hubo un episodio climático: una oleada de calor tremendo e inusual para la época. Todas sus flores cayeron y no volvió a dar flor de nuevo. ¡Maldito clima aleatorio que mató mis flores!

Y así siguió la cosa… pasó todo el verano y nada. La dipladenia es una planta que acepta mucho sol, por eso la compré pensando especialmente en mi balcón de primer piso a la calle en la casi esquina de la cuadra que recibe un sol intenso sin descanso desde la mañana a la tarde. Así que mucho sol no podía ser el problema.

Hace unas semanas decidí ir al vivero que tengo cerca de casa que lo atiende Laura, una especialista en plantas que me ha educado generosamente a lo largo de los años. Le conté lo que pasó y cómo estaba la planta… y ahí me enteré de que fui una mala madre.

Laura me explicó que probablemente el tema no fuera esa oleada de calor sino que yo había mantenido la planta en la misma maceta por siete años. Con sus buenas formas de siempre de todos modos me miró con cierto reproche. No se me había ocurrido -porque para esto de ser una vegetal madre nadie me había enseñado e iba aprendiendo con la práctica y los años. Me recomendó que pasara la planta a una maceta con mayor capacidad, porque seguro la planta había dado todo lo que podía dar ya con la maceta anterior. “¡Genial!”, pensé yo, solo era cuestión de transplantarla.

Pero la cosa no era tan fácil porque yo tenía la maceta colgada del balcón con un soporte y las ramas de la planta estaban gruesas y enredadas a la reja… Laura me explicó que iba a tener que desenredarla. Pero seguían los problemas:

-           --  “Es que yo la dejé que se enrede como quiera y está super agarrada a cada lado de los cuadraditos de la reja.”

Segunda mirada de reproche disimulado -pero un poco menos- de Laura:

-          --  “Es que no… a la enredadera no se la deja que se trepe como quiera. Ahora por eso te va a ser muy difícil desenredarla. Tenés que tomar las ramitas, apoyarlas en el lado de la reja y atarlas con hilos de algodón (como los de las cajas de la pizza) así podés, cuando hace falta, desenredarla.”

Reaccioné a la información de dos maneras: primero, reconociendo mi ignorancia. No sabía, nadie me había dicho antes que no había que dejarla enredarse como quisiera… qué cagada. Estaba requete enredada e iba a ser muy difícil sacarla sin lastimarla o cortarla… segundo, caí en la cuenta de que para mi querido Jazmín, mi hija primera y mayor, que tanta alegría me había dado, había sido una mala madre.

Pero también reaccioné como suelo: entendí el error y me dispuse a saber y hacer lo que fuera necesario para solucionarlo.
-        
         --  ¿Dónde consigo hilo de algodón?
-       --   En el chino o en una ferretaría seguro tienen.
-       --   Ok. Entonces la saco de la reja y después la paso de maceta… pero ¿cómo la desplanto?
-       --  Le pasás despacio, con cuidado de no herir las raíces, un cuchillo por el costado… después le das un golpecito en la base de la maceta y seguro sale.
-        -- Ok. Pero con una maceta grande no la voy a poder colgar del balcón de nuevo…
-         - Bueno, la ponés en el piso y le estirás las ramas hasta la reja.
-         -- Ah, ok.
-         -- Si no, podés llevarte una caña, se la ponés como guía, con cuidado de la raíz siempre, y que se enrede primero a la caña y después la pasás.
-         -- Dale, me llevo una.

Así me volví a casa: maceta más grande, caña y conseguí el hilo de algodón al otro día. Pero, como estaba en plan “agrandar la familia del balcón” le pedí a Laura otra dipladenia más, una más chiquita, para poner en la maceta que me quedaba libre y que podía colgar de la reja.

Con mi segunda hija sería mejor madre: desde el primer día ataría con cuidado e hilos de algodón sus ramitas finitas a la reja para poder darle una dirección que pudiera, si fuera necesario, cambiar o moverla a otro lado.

Y así lo hice. La grande, pasó a maceta mayor con caña-guía. La puse arriba de un banquito para que le dé mejor el sol necesario. A la más chica la puse en la maceta de la hermana y la colgué del balcón dándole un diseño especial a la dirección de sus ramitas para que me llene de flores toda la reja.

Sabía que tenía que tener paciencia para que aparezcan las flores nuevas de mi hija más vieja: y el otro día, por casualidad, miré sus ramas, encontré un nuevo brote verde y festejé con un grito y un salto.

Y así fue que me quedé pensando en qué hacer cuando me equivoque como madre, que será parecido a lo que me pasó porque aunque hay cursos de jardinería (que siempre quise hacer pero nunca encontré el tiempo), no hay cursos para ser “buena madre”.

Lo sé por mis mujeres y amigas queridas. Las he visto aprender a ser madres.

Las he visto recibir miradas de reproche por sus errores. Pero peor han sido siempre las miradas con palabras que se han dado sin poder verse cuando se autorreprochan por haberse equivocado. Y casi todas ellas admiten, con dolor y humildad, confusión e inseguridad, pero también un poco de resignación con lo que no se puede cambiar, que a ser madre se aprende en el camino, en la práctica, con los errores.

Todas van tratando de equilibrar la dirección que le van dando a sus hijxs -porque eso es criar- con el cuidado de no atarlxs por donde no quieren ir… tratando de entender qué les gusta, qué les divierte, qué les hace bien, quiénes buscar ser, cómo es ese modo especial, azaroso pero por momentos paradójicamente muy auto-direccionado, de florecer de un nuevo ser.

Quizás sea bueno proponerles pensar a mis madres queridas que quizás nuestrxs niñxs sean como enredaderas… que es un error dejarlxs agarrarse fuerte de cualquier cosa, aunque dejarlxs ser, ser libres, es el deseo más grande que se tenga.

Quizás también sea bueno tener cuidado con la dirección que sí les damos. Qué camino en el mundo les vamos a mostrar… ¡qué tema! Quizás sea bueno tener en cuenta que a ese camino que hay que señalarles, sin duda, habría que atarlxs con hilos de algodón: lo suficientemente fuertes para sostenerlxs… y lo suficientemente flexibles para que se desaten si por ahí no quieren ir. Ir abriéndoles el mundo a nuestrxs hijxs con la fuerza de la madre-guía pero la predisposición de algoldón para soltarlxs si nos muestran, como sea, que su sendero propio es otro. Quizás también para ayudarlxs a desenredarse cuando se hayan atado a algo que lxs hace sufrir, les causa dolor: no lxs permite florecer.

Ser madres como un hilo que sostiene pero no oprime.

Ser amor de algodón que acoge pero no asfixia.

Criar hijxs-enredaderas que no estén solxs ni perdidxs pero que florezcan por los travesías sugeridas o encontradas… que se aten de otro modo, si así lo quieren… que nos sepan a su lado para ayudarlxs a desatarlxs… y florecer, florecer, florecer… que se desarrolle esa semilla de potencia, de necesidad y azar que todxs somos.

Pero también me quedé pensando en nuestro propio ser enredaderas: nuestras propias flores que a veces orgullosas se despliegan y otras, se marchitan.

Me quedé pensando en cuántas veces las macetas nos han quedado chicas. Cuando hay que con cuidado, sin herir nuestras raíces, desplantarnos de los hogares que nos vieron nacer o los que fuimos creando. A veces, en busca de más flores. Otras, porque nos estábamos marchitando.

Pensé en todas esas direcciones a las que me até como mi hija enredadera: me agarré fuerte, por años, volviendo mi fina verde ramita inicial volverse gruesa amarronada rama obstinada que se ata y no se suelta. A veces florecí como nunca. Otras empecé a ser solo una avejentada estéril rama que igual se agarraba… que contra ella misma no se soltaba.

Qué difícil han sido los momentos de la vida en que tuve que cortarme mis propias ramas. Qué difícil desatarse de ese camino en que nos formamos, que pensamos que era ese y listo, ya encontrado… qué difícil soltarse de una dirección cuyo futuro nos parecía dado.

También pensé qué bien hice varias veces en aceptar que me había marchitado. Soltarme, cortarme, dolerme, emanar la sabia triste de las lágrimas inevitables. Y atarme a otro lado, a otro camino… apoyarme primero y dejar que la sabia-lágrima me regenerara… me atara a otra realidad, desconocida… reverdecer hacia otro lado como una apuesta. ¡Y cuántas veces he dado flores mejores que las de antes! ¡Cuántas veces me descubrí en un crecer más auténtica respecto de una semilla de ser que sospechaba, que deseaba, que temía y que cuando se hace flor, cuando me hice flor con ella, cuánto había valido la pena!

Hace poco una mujer me dijo que antes de maternar a otrx hay que saber maternarse a unx mismx.

Quizás nuestro modo de elegir los caminos de la vida sea también un modo de maternarnos a nosotrxs mismxs.

Sabernos atadxs a la dirección que con amor (a veces, no, es cierto) nos dieron otrxs. Pero no por eso, atrapadxs sin salida.

Saber desatarnos aunque duela. Saber buscar el verde de la existencia y dejar que aparezcan las posibles flores que somos.

Y aprender -luego de aprender a destarnxs- a atarnos de nuevo, a apostar otra vez, pero quizás ahora con hilos de algodón… sabiendo que puede llegar a ser necesario, más adelante, volver a desatarnos: corregir la dirección, abandonar un camino, cercenarnos un apego que nos marchita, buscar nuestra flor en otro lado.

O quizás en realidad al final la cosa sea que esta contingencia que somos,
esta dinámica permanente de vida y de muerte,
es un hilo de algodón
que se aferra a este mundo
como un deseo potente
pero precario.
Y que el tiempo que somos
es la chance de ser semilla, que es flor, que madura y crece,
en estaciones de la vida,
a veces con un sol habilitador,
otras en un verano sofocante,
pasando por inviernos decolorantes,
que también pueden ser muerte para regenerarse.
Y la primavera…. Qué hermosa que siempre es la primavera de nuestros deseos,
de nuestros proyectos,
de nuestros amores.
Quizás también haya que saberse atadx a lxs demás,
para bien y para mal,
por un algodón de existencia,
que a veces sostiene,
que otras, aprieta,
que puede reajustarse si mata nuestras flores,
o cortarse, si es necesario.
Saber florecer y saber reconocer
cuando nos estamos marchitando.
Permitirnos ser la verde vida vegetal precaria que somos
y permitírselo a lxs otrxs
que si necesitan, de nosotrxs,
desatarse o acomodarse,
es su derecho
como es el nuestro:
como ya dije y escribí esa vez
que entendí viendo las calles poblarse de cuerpos que reclamaban
existir como querían existir,
esa vez que entendí
que existir no es el mero subsistir
sino que todxs tenemos que poder
elegir cómo queremos ser:
ejercer,
con placer,
el derecho a florecer.