Hace unos días me enteré de que he sido una mala madre.
Mi primera hija-planta, la que lleva más tiempo conmigo, es
una enredadera.
Es una dipladenia. Y hace poco me enteré que la llaman
también “jazmín” chileno.
Es la primera planta que colgué en el departamento en el que
vivo desde 2013 y me ha dado flores rojas de una belleza que me alegra siempre
la vida.
Pero además es enredadera, cosa que me enteré bastante tiempo
después de tenerla.
Así que la dejé enredarse libre en la reja cuadriculada del
balcón, que le permitió trepar con mil y una vueltitas posibles. En septiembre
del año pasado, que ya llegaba bien hasta arriba, dio unas flores preciosas que
se colgaban hacia el lado exterior de la reja y me alegraban el día mirándolas
desde dentro de la casa y llegando desde la estación del tren o de hacer algún
mandado.
Pero en ese mismo septiembre de repente se quedó sin flor.
Hubo un episodio climático: una oleada de calor tremendo e
inusual para la época. Todas sus flores cayeron y no volvió a dar flor de
nuevo. ¡Maldito clima aleatorio que mató mis flores!
Y así siguió la cosa… pasó todo el verano y nada. La
dipladenia es una planta que acepta mucho sol, por eso la compré pensando
especialmente en mi balcón de primer piso a la calle en la casi esquina de la
cuadra que recibe un sol intenso sin descanso desde la mañana a la tarde. Así
que mucho sol no podía ser el problema.
Hace unas semanas decidí ir al vivero que tengo cerca de
casa que lo atiende Laura, una especialista en plantas que me ha educado
generosamente a lo largo de los años. Le conté lo que pasó y cómo estaba la
planta… y ahí me enteré de que fui una mala madre.
Laura me explicó que probablemente el tema no fuera esa
oleada de calor sino que yo había mantenido la planta en la misma maceta por
siete años. Con sus buenas formas de siempre de todos modos me miró con cierto
reproche. No se me había ocurrido -porque para esto de ser una vegetal madre
nadie me había enseñado e iba aprendiendo con la práctica y los años. Me recomendó
que pasara la planta a una maceta con mayor capacidad, porque seguro la planta
había dado todo lo que podía dar ya con la maceta anterior. “¡Genial!”, pensé
yo, solo era cuestión de transplantarla.
Pero la cosa no era tan fácil porque yo tenía la maceta
colgada del balcón con un soporte y las ramas de la planta estaban gruesas y
enredadas a la reja… Laura me explicó que iba a tener que desenredarla. Pero
seguían los problemas:
- -- “Es que yo la dejé que se enrede como quiera y
está super agarrada a cada lado de los cuadraditos de la reja.”
Segunda mirada de reproche disimulado -pero un poco menos-
de Laura:
- -- “Es que no… a la enredadera no se la deja que se
trepe como quiera. Ahora por eso te va a ser muy difícil desenredarla. Tenés
que tomar las ramitas, apoyarlas en el lado de la reja y atarlas con hilos de
algodón (como los de las cajas de la pizza) así podés, cuando hace falta,
desenredarla.”
Reaccioné a la información de dos maneras: primero, reconociendo
mi ignorancia. No sabía, nadie me había dicho antes que no había que dejarla
enredarse como quisiera… qué cagada. Estaba requete enredada e iba a ser muy
difícil sacarla sin lastimarla o cortarla… segundo, caí en la cuenta de que para
mi querido Jazmín, mi hija primera y mayor, que tanta alegría me había dado,
había sido una mala madre.
Pero también reaccioné como suelo: entendí el error y me
dispuse a saber y hacer lo que fuera necesario para solucionarlo.
-
-- ¿Dónde consigo hilo de algodón?
- -- En el chino o en una ferretaría seguro tienen.
- -- Ok. Entonces la saco de la reja y después la
paso de maceta… pero ¿cómo la desplanto?
- -- Le pasás despacio, con cuidado de no herir las raíces, un cuchillo por el costado… después le das un golpecito en la base de la
maceta y seguro sale.
- -- Ok. Pero con una maceta grande no la voy a poder
colgar del balcón de nuevo…
- - Bueno, la ponés en el piso y le estirás las
ramas hasta la reja.
- -- Ah, ok.
- -- Si no, podés llevarte una caña, se la ponés como
guía, con cuidado de la raíz siempre, y que se enrede primero a la caña y
después la pasás.
- -- Dale, me llevo una.
Así me volví a casa: maceta más grande, caña y conseguí el
hilo de algodón al otro día. Pero, como estaba en plan “agrandar la familia del
balcón” le pedí a Laura otra dipladenia más, una más chiquita, para poner en la
maceta que me quedaba libre y que podía colgar de la reja.
Con mi segunda hija sería mejor madre: desde el primer día
ataría con cuidado e hilos de algodón sus ramitas finitas a la reja para poder
darle una dirección que pudiera, si fuera necesario, cambiar o moverla a otro
lado.
Y así lo hice. La grande, pasó a maceta mayor con caña-guía.
La puse arriba de un banquito para que le dé mejor el sol necesario. A la más
chica la puse en la maceta de la hermana y la colgué del balcón dándole un
diseño especial a la dirección de sus ramitas para que me llene de flores toda
la reja.
Sabía que tenía que tener paciencia para que aparezcan las
flores nuevas de mi hija más vieja: y el otro día, por casualidad, miré sus
ramas, encontré un nuevo brote verde y festejé con un grito y un salto.
Y así fue que me quedé pensando en qué hacer cuando me
equivoque como madre, que será parecido a lo que me pasó porque aunque hay
cursos de jardinería (que siempre quise hacer pero nunca encontré el tiempo),
no hay cursos para ser “buena madre”.
Lo sé por mis mujeres y amigas queridas. Las he visto
aprender a ser madres.
Las he visto recibir miradas de reproche por sus errores. Pero
peor han sido siempre las miradas con palabras que se han dado sin poder verse
cuando se autorreprochan por haberse equivocado. Y casi todas ellas admiten,
con dolor y humildad, confusión e inseguridad, pero también un poco de
resignación con lo que no se puede cambiar, que a ser madre se aprende en el
camino, en la práctica, con los errores.
Todas van tratando de equilibrar la dirección que le van
dando a sus hijxs -porque eso es criar- con el cuidado de no atarlxs por donde
no quieren ir… tratando de entender qué les gusta, qué les divierte, qué les
hace bien, quiénes buscar ser, cómo es ese modo especial, azaroso pero por
momentos paradójicamente muy auto-direccionado, de florecer de un nuevo ser.
Quizás sea bueno proponerles pensar a mis madres queridas
que quizás nuestrxs niñxs sean como enredaderas… que es un error dejarlxs
agarrarse fuerte de cualquier cosa, aunque dejarlxs ser, ser libres, es el
deseo más grande que se tenga.
Quizás también sea bueno tener cuidado con la dirección que
sí les damos. Qué camino en el mundo les vamos a mostrar… ¡qué tema! Quizás sea
bueno tener en cuenta que a ese camino que hay que señalarles, sin duda, habría
que atarlxs con hilos de algodón: lo suficientemente fuertes para sostenerlxs…
y lo suficientemente flexibles para que se desaten si por ahí no quieren ir. Ir
abriéndoles el mundo a nuestrxs hijxs con la fuerza de la madre-guía pero la
predisposición de algoldón para soltarlxs si nos muestran, como sea, que su sendero
propio es otro. Quizás también para ayudarlxs a desenredarse cuando se hayan
atado a algo que lxs hace sufrir, les causa dolor: no lxs permite florecer.
Ser madres como un hilo que sostiene pero no oprime.
Ser amor de algodón que acoge pero no asfixia.
Criar hijxs-enredaderas que no estén solxs ni perdidxs pero
que florezcan por los travesías sugeridas o encontradas… que se aten de otro
modo, si así lo quieren… que nos sepan a su lado para ayudarlxs a desatarlxs… y
florecer, florecer, florecer… que se desarrolle esa semilla de potencia, de necesidad
y azar que todxs somos.
Pero también me quedé pensando en nuestro propio ser
enredaderas: nuestras propias flores que a veces orgullosas se despliegan y
otras, se marchitan.
Me quedé pensando en cuántas veces las macetas nos han
quedado chicas. Cuando hay que con cuidado, sin herir nuestras raíces, desplantarnos
de los hogares que nos vieron nacer o los que fuimos creando. A veces, en busca
de más flores. Otras, porque nos estábamos marchitando.
Pensé en todas esas direcciones a las que me até como mi
hija enredadera: me agarré fuerte, por años, volviendo mi fina verde ramita
inicial volverse gruesa amarronada rama obstinada que se ata y no se suelta. A
veces florecí como nunca. Otras empecé a ser solo una avejentada estéril rama
que igual se agarraba… que contra ella misma no se soltaba.
Qué difícil han sido los momentos de la vida en que tuve que
cortarme mis propias ramas. Qué difícil desatarse de ese camino en que nos
formamos, que pensamos que era ese y listo, ya encontrado… qué difícil soltarse
de una dirección cuyo futuro nos parecía dado.
También pensé qué bien hice varias veces en aceptar que me
había marchitado. Soltarme, cortarme, dolerme, emanar la sabia triste de las
lágrimas inevitables. Y atarme a otro lado, a otro camino… apoyarme primero y
dejar que la sabia-lágrima me regenerara… me atara a otra realidad, desconocida…
reverdecer hacia otro lado como una apuesta. ¡Y cuántas veces he dado flores
mejores que las de antes! ¡Cuántas veces me descubrí en un crecer más auténtica
respecto de una semilla de ser que sospechaba, que deseaba, que temía y que
cuando se hace flor, cuando me hice flor con ella, cuánto había valido la pena!
Hace poco una mujer me dijo que antes de maternar a otrx hay
que saber maternarse a unx mismx.
Quizás nuestro modo de elegir los caminos de la vida sea
también un modo de maternarnos a nosotrxs mismxs.
Sabernos atadxs a la dirección que con amor (a veces, no, es
cierto) nos dieron otrxs. Pero no por eso, atrapadxs sin salida.
Saber desatarnos aunque duela. Saber buscar el verde de la
existencia y dejar que aparezcan las posibles flores que somos.
Y aprender -luego de aprender a destarnxs- a atarnos de
nuevo, a apostar otra vez, pero quizás ahora con hilos de algodón… sabiendo que
puede llegar a ser necesario, más adelante, volver a desatarnos: corregir la
dirección, abandonar un camino, cercenarnos un apego que nos marchita, buscar
nuestra flor en otro lado.
O quizás en realidad al final la cosa sea que esta
contingencia que somos,
esta dinámica permanente de vida y de muerte,
es un hilo de algodón
que se aferra a este mundo
como un deseo potente
pero precario.
Y que el tiempo que somos
es la chance de ser semilla, que es flor, que madura y
crece,
en estaciones de la vida,
a veces con un sol habilitador,
otras en un verano sofocante,
pasando por inviernos decolorantes,
que también pueden ser muerte para regenerarse.
Y la primavera…. Qué hermosa que siempre es la primavera de
nuestros deseos,
de nuestros proyectos,
de nuestros amores.
Quizás también haya que saberse atadx a lxs demás,
para bien y para mal,
por un algodón de existencia,
que otras, aprieta,
que puede reajustarse si mata nuestras flores,
o cortarse, si es necesario.
Saber florecer y saber reconocer
cuando nos estamos marchitando.
Permitirnos ser la verde vida vegetal precaria que somos
y permitírselo a lxs otrxs
que si necesitan, de nosotrxs,
desatarse o acomodarse,
es su derecho
como es el nuestro:
como ya dije y escribí esa vez
que entendí viendo las calles poblarse de cuerpos que
reclamaban
existir como querían existir,
esa vez que entendí
que existir no es el mero subsistir
sino que todxs tenemos que poder
elegir cómo queremos ser:
ejercer,
con placer,
el derecho a florecer.