Cuando una tiene 39 años y es una persona atenta a su
existencia, que la observa, la escucha, la goza y la padece además de vivirla,
más o menos una ya tiene como una cierta perspectiva sobre la vida.
Como que se mira para atrás y hay un recorrido… uno que ya
fue desviándose hacia direcciones inesperadas a la vez que marcó un camino, al
menos un cierto sendero con ciertos bordes.
Una ya es alguien en particular, la misma de siempre pero a
la vez una inesperada. Sorprendida de lo que vino respecto de lo que pensaba
que iba a venir. Ni para bien, ni para mal, necesariamente. Sino lo que fue,
como lo que fue -viéndolo venir, a veces. Otras veces no.
Y pensaba como en general cuando se habla de duelos se habla
del pasado. Algo que queda atrás. La muerte de alguien que se ama, como la
forma más tremenda. Pero también otras muertes con minúscula, fines importantes
también.
El duelo parece que fuera una relación con el pasado, y
claramente muchas veces lo es. El duelo como elaboración de algo que se tenía y
ya no. O de una presencia devenida ausencia. Puede tener, el duelo que elabora
algo que se vuelve pasado, muchas formas.
Pero también está el duelo de los futuros: cuando lo que se
pierde es una creencia en lo que iba a ser, como esas veces que una se da
cuenta que porque vio la posibilidad abrirse, no por eso iba a suceder. Potencia que no
pasa al acto, pero que al orientarse, estirarse hacia el delante de la vivencia
del tiempo (¿el futuro no está adelante y el pasado, atrás?) al proyectarla,
imaginarla venir, se la creyó ahí, a pasos de tomarla, alcanzarla, desplegarla.
Ese sentir existencial que es como un florecer, una elongación del deseo y la
sensación de certidumbre, uno al lado de la otra, a la vez. Está ahí: a pasos,
como si el sendero que se puede ver a mi edad, ahora para atrás, se conectara con
otro, ahora para adelante… como si una línea los uniera -nunca recta- pero un
trazo, una sensación de continuidad, de que se dan la mano lo que quedó atrás y
lo que viene, y una solo tiene que caminar.
El duelo de los futuros es la elaboración de lo que ya no va
a venir. Elaboración forzada. O al menos no espontánea: nadie ve borrarse el
sendero que se estiraba deseoso hacia un mañana extendido con indiferencia o naturalidad.
Hay un momento exacto en el que la continuidad se corta casi como con un ruido,
un rasgarse, un anuncio de final. Y entonces hay como una fenomenología de la
perplejidad que se demanda, una romperse de la epojé que era el ojo de la
expectativa enfocado, concentrado en algo. Se evapora el marco, el encuadre, la
perspectiva. Hay como una simultánea experimentación de expansión de la mirada
y ceguera… el ojo de la expectativa mira y no encuentra nada claro que mirar. Y
después hay un parpadear hasta apagarse de la posibilidad: que sí, que no.
Quizás sí. Para mí que no. Creo que no. Me parece que no. Aunque quizás… no,
no.
Me acuerdo que una vez el duelo del futuro fue sumamente
liberador -luego de que el duelo terminó. Y me acuerdo haberlo descripto como una
“crisis de paradigma”, crisis de “mi” paradigma. Ver que un sendero de futuro
desaparecía, que el hilo que unía al pasado y quien yo creía ser se cortaba.
Sensación de ruptura, de caída de creencia. Y se abría un mundo, claro. Y
habité claramente ese mundo que se abrió -que era el de la no certeza y la
exploración. Pero se sintió como una falla en el sistema. Un temblor que
modificó el paisaje de quien era, quien soy.
Después de ese primer temblor, los demás que vinieron
dolieron mucho, más todavía pero… ya nos conocíamos el temblor y yo. Ya vi el
humo salir, anunciar la vibración, empezar a modalizar la duda en la
predicación. Sendero y temblor. Y a hacer camino de nuevo… pero ya se sabía que
se hacía camino de nuevo. O al menos yo, sí.
Obstinada voluntad.
El duelo de los futuros se hace para adelante y sin embargo se
deja una idea de futuro atrás. Porque el inicio del duelo coincide con la
pregunta de ¿y cómo sigo ahora? Cuando una sabe a donde va y cree que va a
seguir yendo hacia allá, no se pregunta de ese modo total “¿y cómo sigo?”. Son
preguntas en modo parcial, preguntas dentro del marco: resolución de enigmas
con idea de ejemplar, ajuste del marco al mundo, puzzle… la vida como
rompecabeza para armar que tiene bordes que prometen que se armará algo al
final del proceso: una imagen, una forma, un estilo.
Como si cada vez que cayera el futuro-creído, la pregunta fuera
al futuro: ¿qué vas a traer? El fantasma del destino jugando a las escondidas
con nuestra conciencia. Porque una aprende que esa amalgama extraña de
senderos entrecruzados que es la vida, esa maraña, esa madeja de hilos de
existencia que se cruzan, se anudan, se enredan, nadie la tejió -no tiene
realmente patrón, diseño, trama- más que el azar tejedor: un anárquico juego de
agujas que dan puntada con hilo, pero sin seguir hilera, ni dedo creador.
O quizás esos futuros que se duelan son nudos que se
desatan, senderos que se separan, y no lo podés creer. Compañerxs que se
pierden en la vida.
Recuerdo postear en Facebook la foto de un amigo y
subtitular “A never ending love.” Pero esos senderos se bifucaron, inauditamente.
Se cayó el avión y alguien no volvió más. Fue un golpe aprender lo que ya sabía
del amor de pareja: que el amor de amistad también se termina. No quedaba
refugio para el tiempo de temblor en el amor.
Después también una entiende que la vida es atravesar el
temblor en el amor, en todas sus formas. A veces los senderos no se bifurcan,
pero se transforman: se acercan, se alejan, se enrejan, se tapian. Y años
después un borde del camino y del otro se vuelven a tocar, se acarician, se
reconocen de nuevo: vuelven a empezar. Me pasó con amigas… y una vuelve a tejer
con relatos y silencios la nueva trama de la continuidad de la misma amistad.
Pero ya no somos las mismas nosotras.
Un día una amiga me dijo: “La verdad, la que más cambiaste
fuiste vos.” Es verdad, mis cambios son más histriónicos -como yo; más confesionales
-como yo; más determinados -como yo. Pero tampoco ellas son en todo las que pensaban
que iban a ser: en mucho nos reímos de sentirnos engañadas con falsas promesas
de que la vida iba a ser más fácil -pero la buena niñez es eso, lo que dura la
promesa de que la vida va a ser fácil.
Jugar. La niñez se termina cuando se deja de jugar.
Déjenme decir algo, sin seguir el hilo del relato: la muerte
de quienes se ama también es un duelo de un futuro: ese en el que seguía vivx,
con nosotrxs, a mi lado, en mis cumpleaños, en los rituales compartidos, en
contacto. Hay que hacer el duelo de los abrazos que ya no vendrán.
Hablé de los senderos que se anudan, enredan en una madeja y
parece que estaba hablando de la vida con otrxs, del hilo existencial mío con
el de los demás: pero en realidad una es muchos hilos a la vez: una no es una,
un sendero hacia un solo lugar. Como ramas florecemos hilos distintos de una
identidad que es, a veces, quizás, la fibra orgánica del hilo antes de procesar…
fibra-masa que al deshacerse se hilacha (no des-hilacha, sino que de masa se
hace hilo, direccionalidad al azar), se despelleja como las potencias de vida
distintas que nos habitan y que tienen su común-unidad y su textura particular.
El duelo de un futuro se parece a seguir un hilo a ver dónde
nos lleva y tocar en la palma de la mano su final: llegó hasta acá. A veces una
seguía el hilo pensando que nos tiraba hacia delante, guiaba a algún lugar… a
veces al seguir tirando el hilo se corta y se siente la inercia del detenerse sin
aviso, el efecto látigo del abrupto terminar. Y te quedás con el hilo roto en
la mano -o no está roto porque no venía nada más.
Hay que reconocerle al futuro su derecho de muerte. Si lo
pensamos bien, el futuro no es. Nunca es. Está allí como la paradójica promesa
del desenredarse de una madeja que al transformarse en individuales hilos desconectados
sería de repente algo más. Decía Hume que somos un haz de impresiones sin
sustancia, sin sustrato identitario detrás.
Pero el verdadero ave fénix temporal son los futuros: no
muere uno sino para que venga otro futuro detrás. Por necesidad. El futuro está
determinado a ser futuridad. A seguir viniendo mientras nosotrxs seguimos yendo
hacia adelante, trazando ese sendero que solo queda claro, a veces -con suerte-
mirando para atrás.