Ayer
finalmente le cumplí la promesa (añeja por demás) de llevarla al Botánico a mi
preciosa sobrina Ailín. Tuvimos una tarde hermosa, disfrutando de flores y
plantas, de sombra deliciosa en un día caluroso, de caminata por los lagos de
Palermo y de la divertida aventura de andar en esas bicis para dos que alquilan
al lado del lago, con la cual Ailín se descostilló de risa y yo también –aunque
la tía quedó fulminada luego de media hora de pedalear ella sola porque a Ailín
no le llegaban las patas a los pedales.
Dejé a Ailín
con su papá pasadas las 9 de la noche y decidí que la cama y la tele me
esperaban. Resolví el tema de la cena pasando por una confitería a comprar unos
ricos sandwichs de miga, cuyo sabor sin igual se duplica por el maravilloso
hecho de ahorrarme cocinada, lavada de platos y mayores obstáculos para la
cama.
Iba caminando
despacio, disfrutando del aire fresco de la noche, a lo largo de las poquitas
cuadras que faltaban para casa cuando suena el celular. Es mi hermano que me
pregunta si puede pasar ahora por el depto a ver eso del balcón que hace rato
que tiene que pasar a ver y nunca puede. Le digo que sí, porque sé que tiene
poco tiempo disponible, pero le aclaro que estoy muerta, que mi plan es pegarme
una ducha e irme a la cama, así que que pase ahora, por favor.
Listo, todo
acordado, voy a cortar el celular y advierto que Juan me iba a decir algo más.
Entre que intento llamarlo de nuevo se me desarma el celular cuya tapa trasera
está siempre floja, se sale la batería y se retrasa mi devolverle el llamado.
Cuando logro arreglarlo y encenderlo de nuevo, veo las llamadas perdidas
registradas. Lo llamo y le explico que se me desarmó el celular y no podía
llamarlo. Todo bien, me dice, esperá que alguien te quiere hablar.
Entiendo todo
y sonrío. Juan le pasa el celular a Juani, su hijo, mi sobrino precioso, y
Juani me dice sin mediar saludos innecesarios: “Tía Mary, ¿querés venir a cenar
con nosotros?”
Tiene una voz
tan dulce, como si la dulzura de su alma se trasluciera en los sonidos de su
garganta. Muerta de cansancio, sandwichs optimizadores de descanso en la mano,
con unas tremendas ganas de llegar a casa, a la ducha y a la cama, y todo en mí
sonríe, todo en mí se derrite, me nirvanizo en estado de tía-que-ama y le
contesto sin mínima vacilación: “Sí, Juani”, entendiendo que no me invita a
cenar a su casa, sino a jugar, como hacemos siempre, a todos los juegos juntos,
a los viejos y nuevos, a los que le enseñé y los que aprendimos juntos, a
reírnos, gritar, saltar, abrazarnos, discutir por reglas o resultados,
balancear el juego con aprender a jugar con la hermana, y jugar a dos manos,
una a Lupe, su hermana hermosa, sobrina preciosa mía, y una a Juani, hasta
quedar de nuevo felizmente fulminada por la demanda insaciable de presencia de
tía de mis sobrinos, que aún a la una de la mañana, pucherean porque la tía
tenga que irse a la casa.
Cada vez que
puedo le pido un beso a Juani o a Lupe. Hace un tiempo incorporé el feliz
ritual de decirles después del beso “te amo”. Casi nunca o nunca me contestan.
Pero no importa. Yo les digo, y ellos saben, que los amo.
Decirle “te
amo” a un niño. ¡Qué cosa extraña! He dicho varios te amos a novios y
enamorados. He dicho muchos “te quiero” a madres, padres y hermanos… a amigas y
amigos. Pero es la primera vez, con mi experiencia de los sobrinos, que me
encuentro diciendo “te amo” a niños.
¿Qué es tener
una relación con un niño, y una que amerite un “te amo”? En el caso especial de
Juani y Lupe es tener un vínculo con alguien a quien vi nacer. Alguien que ha
desarrollado paulatinamente el lenguaje a mi lado. Alguien que vi quererme
antes de que supiera decirme nada. Alguien a quien empecé a amar antes de que
pudiera entender un “te amo”.
No puedo
citar aquí la experiencia real o mítica de la maternidad. Primero porque no son
hijos míos. Hay una extraña intimidad entre nosotros, algo del orden de células
genéticamente cercanas enfrente mío que empiezan a crecer, a moverse, a hablar,
a hacer primeras sonrisas y primeros enojos. Pero no son mis hijos, son los
hijos de gente que amo. Pero no los amo solamente por ser hijos de aquellos a
los que amo –como si pudiera garantizarse la transitividad del amor de los
hermanos a sus hijos. De hecho, los amo de un modo nuevo. Un amor raro.
Potente, hermoso, feliz, pero raro.
Es que
todavía intento entender esto de decirle “te amo” a un niño, alguien que
todavía no ha desarrollado la racionalidad plena de su inserción sociocultural
en el mundo mío, de los adultos, de los “ya-estructurados”. Este ser
i-rracional –porque, ¿cuánta razón argentino-americano-occidental-sigloveintunezca
puede decirse que este niño “tenga”?- que me habla, me busca, me besa, me
discute, me reclama, por momentos hasta ignora, ¿cómo puede entenderme
completamente? ¿Cómo puede saber Juani que la tía desea ser invitada a jugar
con él a las diez de la noche de un larguísimo y cansador sábado, porque su
demanda de amor-por-medio-del-juego le da a la tía el mejor plan: el del sabor
de esa verdad de la vida que tarde o no, recién ahora entiende: la plenitud
absoluta del orden del juego de los momentos entregada a los seres que ama?
Quizás ahí
empiece a hacerse comprensible, palpable, vivible con el cuerpo algo de mi “te
amo” a Juani, o a Lupe, del amor a estos seres nuevos que me hacen “tía” una y
otra vez. Quizás lo que amo de Juani es su ternura, su belleza, su
inteligencia, su alegría, esa risa que parece que amaneciera en dos minutos en
su boca… como amo de Lupe su locura, su obstinación, su necesidad de mí como mandato
inquebrantable, sus saltitos de entusiasmo si vamos a tocar el piano o a su
cocinita a jugar, o cuando me pide que le diga “qué dice acá”… o como amo de
Ailín la fascinación con la que me busca, el interés de estar conmigo que
siempre me demuestra, que yo llegue y ella corra a abrazarme, o que me cuente
como en el tren a la vuelta de Palermo su vida del colegio, quién es su mejor
amiga, el chico que la molesta, o que se quede preocupada porque los nenes que
están en el tren descalzos pidiendo limosnas “no deberían estar ahí” y “¿cómo
puede ser que los dejen, si es muy peligroso?”. Quizás amo de ellos todas esas
cosas particulares, específicas, que los hacen Juani, Lupe y Ailín. Pero seguramente
también ame la persona que me hacen cuando me invitan a su vida, sus
prioridades, sus asombros, sus preguntas, sus juegos, sus demandas. Seguro amo
que me recuerden que la vida, al inicio, era otra cosa: que el mundo era una
gran plaza o un gran fondo… que una tarde en el Botánico puede ser la
oportunidad de respirar un aire nuevo para mi mente y mi cuerpo, que siempre
está ahí como posibilidad, y que tantas veces pospongo… que pedalear media hora
alrededor del lago de Palermo muerta de la risa porque podemos chocar a
alguien, o gritando de entusiasmo cuando se viene la loma de burro, sin
importar nada más es un placer que hay que darse… que en vez de la cama y el
eterno retorno embolante del zapping puedo una noche armar un rompecabezas,
jugar a la escondida, ser cowboy, encontrar muñequitos en una revista, hacer
una sopa de choclo con un choclo de plástico y dárselo al bebote de plástico…
por eso los amo: no solo me aman, no solo me miman, no solo me llenan de cariño
y dulzura de niños… también me recuerdan lo que absurdamente he olvidado, lo
que la repetición normativa de años y años de alcanzar disciplinadamente el
estatus de adulta –que, ¡pobre tonta yo!, tanto añoraba- me ha quitado: ver la
vida como juego, ver el tiempo como risa, mancha y pedaleo, ver cualquier
proyecto como fantasía realizada de ser un momento cowboy y al otro zombie, y
luego cocinera y después mamá, y después soldado y después pianista de sonidos
irreconocibles… de que la vida puede ser un piano en el que mis dedos chapoteen
sin partitura… la vida que vuelvo a amar en los niños que amo.
Quizás, debe
ser, algo de todo esto sea lo que significa mi decirles “te amo”.
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