lunes, 10 de febrero de 2014

Duplicidad del yo

Hace unos días conversábamos con mi querido amigo J.P. sobre esos teóricamente fascinantes –aunque existencialmente insoportables- momentos de duplicidad del yo. Esos momentos donde lo que suele entenderse como un monólogo interior en realidad es un debate interior, un angustiante tironeo interno entre dos voces que a los gritos intentan hegemonizar aquello que sea que entendemos como una conciencia. No lo califico como “diálogo” porque la marca no es la del ir y venir de las opiniones, afirmaciones, posiciones, apreciaciones alternativas, en el modo de la educada y amable conversación entre pares. Es un debate como un debatir-se, un agresivo espetarse de un yo al otro una sarta de imprecaciones, de juzgamientos, de revelaciones dolorosas, de amonestamientos… aunque en realidad quizás sea más exacto decir que hay un yo que hace eso, que sermonea, que advierte pretendiendo atemorizar, que mira con desprecio e impaciencia a otro yo que recibe tímidamente el maltrato, que duda de lo que creía sentir o sentía creer, que se asusta frente al posible castigo, que se cubre, aún cuando intenta resistirse, con la capa de vergüenza, duda, temor y culpa que el yo-agresivo le presiona sobre los hombros debilitados, sobre la espalda contracturada, sobre el cuello duro de los nervios que la completa situación de verse atacado le hace crecer por dentro como una infección, una inundación putrefacta, una hemorragia de toda sensación de decisión certera alguna vez vivida.
Se me podrá decir que algo de esto ya fue tematizado por el psicoanálisis y que esa punga entre un yo-agresivo y un yo-temeroso, o mejor dicho, entre un yo-atemorizante que parece superar a un yo-victimizado, fue ya afirmada en términos de la dinámica entre un Yo y un Superyo. Puede ser que haya aquí una deuda, no lo niego. Pero a mí me interesa señalar algo en particular (sea esto o no un reiteración pedestre de teoría psicoanalítica naturalizada). Me interesa señalar la vivencia de ese debatir-se como vivencia de dos yoes, como viviencia de yo-doble, de una duplicidad del yo. Porque no intento transmitir la idea de que el yo original o auténtico es el victimizado o agobiado… intento transmitir la experiencia de que una se siente esos dos yoes a la vez… la experiencia –más o menos momentánea, o hecha carne más claramente en un momento de patente angustia- es la experiencia de no saber cuál de las dos soy. No saber cuál de esos dos egos en pugna soy… o quizás no saber cuál de los dos yo prefiero ser. O incluso mejor aún, saberme en ese momento los dos a la vez: saberme en ese momento tomada por una necesaria auto-crítica que me transforma en crítica y criticada a la vez. Como si una tuviera simultáneamente la capacidad de representarse a sí misma como la todopoderosa castigadora de los propios desaciertos o dudas en el mismísimo momento en que asume el rol de la víctima más desesperada y desagenciada. Como si una pudiera personificar simultáneamente el poder orgásmico del verdugo, en masculino y con falo, y el éxtasis nihilizado de la víctima más femenina posible. Algo del orden del suspenso de la temporalidad o de su temporaciar más rabioso parece ser parte de esa duplicidad del yo que delinea el escenario de una angustia, de una duda asfixiante, de un abismo tan inútil como real: es como estar viviendo en un momento woolfiano, en un suceder de las cosas –y sobre todo de esa pugna del debatir-se- donde qué es lo real y qué lo imaginario no puede ser claramente identificado.
Y a la vez, el yo-menor también duda en ese exacto suceso woolfiano del debatir-se, de la autenticidad de lo experimentado. El yo-menor, víctima, cubierto de esa capa vergonzante y atemorizante, duda de la tela de la capa… duda de que la acusación sea cierta… duda de que el peso imposible de soportar de ese material moral que lo cubre sea en realidad aire, espuma, nube, nada. En el momento más arrodillado, más genuflexo, más disminuido de ese teatro del yo sometido frente al yo-sometedor, el sometido se sabe actor, se sabe actuando, en el doble sentido de personaje, desempeñando el rol teatral del débil, y agente, eligiendo desempeñar ese rol, cediendo a la sujeción, dejándose cubrir de esa capa de utilería, en ese escenario de su propio drama interior. Es porque el yo-sometido desconfía de su verdadero ser débil -porque sabe que puede ser que se haya olvidado momentáneamente de su ser-sujeto, su ser-agente- que la duda tiene en realidad lugar… que el drama de la duplicidad del yo es posible.
La condición del debatirse en la duplicidad del yo es el sincero olvido momentáneo del yo de su ser-sujeto. Es un olvido honesto porque en el transcurrir con apariencia de infinitud de ese momento-acontecer woolfiano, la duda es real. Es la duda real frente al olvidar-se de esa tercera forma del yo que no es ni yo-sometedor de sí mismo, ni yo-sometido a sí mismo: es el yo-sabiéndose-agente, el yo-portador de capas y capaz de desnudos, el yo-frente a la duplicidad como otro de la duplicidad, como ni uno ni el otro.
Y aquí la fenomenología se vuelve absolutamente singular, particular, personal… porque para mí la aparición del tercer yo se da frente a un verdadero : es menos la autodeterminación delirante de la propia libertad/identidad la que hace emerger el yo tercero, que un tú que en el diálogo, en la interlocución profunda, me recuerda lo olvidado, me sostiene como protagonista de mi propia vida, me vuelve narradora de mi relato, me hace –con sus preguntas, sus comentarios, su mirada, su escucha- otra de mi sí mismo doble, otra de esa pugna entre dos yo que ya no soy porque los vuelvo el tema de mi relato. Y es en ese diálogo verdadero con un-yo-que-no-soy-yo -porque su diferencia corporal me lo hace evidente- es en ese verdadero no-monólogo en el que encuentro la oportunidad de reconocerme otra de mis demonios, otra de mis inmolaciones, ajena a ambos extremos de la duda fantástica de mis momentos woolfianos.

Vos me recordás que yo era yo antes como después del ahogo en el mar de aire.

Vos me sacás con tu cuerpo, que habla, escucha, abraza, sonríe, y mira con amor, del pozo incorpóreo de mis falaces duplicidades.

Vos me hacés responsable de decir lo que me pasa y en el abrir la boca con vos enfrente, antes de que la primera letra se dibuje en el aire de mi ficticiamente asfixiada garganta,  yo ya me acuerdo que soy yo, tercero, sujeto, agente, narrante, de eso verdaderamente otro, de mis yo en pugna, de mi duplicidad woolfiana, de mi temporaciar hacia ningún lado, de la inmovilidad de mi interno teatro.

Probablemente el reconocimiento de que hubo olvido se haga patente luego, con varios sonidos emitidos, con varios segundos recorridos, en ese estar con vos, en el diálogo, en el relato compartido… pero ese momento llega, por fin, ese instante fecundo, en el que recuerdo que era yo, otra, desde siempre… que mi bifronte angustia era tan monstruosa como fantástica… que soy yo la que dice ante vos cuál es el fin del relato… que sos vos, frente a mí, el que me vuelve una en la palabra… que es en la com-plicidad con los que más amamos y más nos aman –y no en la duplicidad de nuestro auto-atacarnos- como vuelve la certeza de ser quienes somos, un yo que no es sin un tú, un cuerpo que no es sino con otros… en la poderosísima posibilidad auténtica del diálogo.

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