En Manhattan, sobre la calle
Amsterdam, casi llegando a la calle 111, hay un adorable café. Además de ricas
infusiones hacen toda una serie de delicias de pastelería cuyo disfrute se
volvió un pequeño feliz ritual de mi vida en esos meses.
Era un domingo por la
tarde y el día era espléndido. Tomé mi libro y caminé las siete cuadras desde
el departamento al café con la esperanza de encontrar una de las mesitas de
afuera libre para acompañar mi momento de lectura placentera con el sol y la
suave brisa del abril newyorkino. Era tan importante leer como vivir intensamente
el afuera de un día tan precioso.
Me llevé “Allegories of
Reading” de de Man y una pequeña carterita que incluía la billetera, el
celular, el lápiz y la goma para los apuntes y un pequeñísimo anotador. Ligera,
caminando sin apuro, con el sol besándome la cara, llegué al café y a la mesita
al aire libre que me esperaba.
Me senté luego de pedirme
un té y un par de esas alucinantes galletas recién horneadas que siempre
tenían. Acomodé el libro en la mesa, con su infaltable compañerísimo lápiz al
lado. Miré a mi alrededor y disfruté de la imponente Catedral de San Juan El
Divino que se erguía soberbia a mi lado, en la cuadra de enfrente. Recorrí la
completa perspectiva de la avenida y sus calles frente a mí, una visión de mi
barrio… en unos meses ya era “mi” barrio. Lo disfruté mío, solo mío, todo para
mí, en esa tarde de primavera mía.
También miré a mi
alrededor, con mis ojos de exploradora antropólo-filóso-psico-analista… pero
más ganas tenía de perderme en el momento que de dejar a mi mal acostumbrada
mente indagar profundidades humanas a mi alrededor. Esta profundidad primaveral
era mía. Era un momento, para mí.
De todos modos, llegué a
identificar levemente algunos humanos a mis alrededores. Mi mesa estaba ubicada
en paralelo a la calle, con lo cual tenía que mirar hacia mi izquierda para ver
las demás mesas habitadas. Alguna parejita por allí, unos franceses hablando de
Seinfeld detrás de mí, y en perpendicular a mí había una mujer de unos sesenta
años, sentada en una mesa que miraba hacia la calle. Sin elegirlo, entre la
calle y ella estábamos yo y mi mesa, ofreciéndole el lateral de nuestra escena
a sus ojos. La mujer también estaba sola y leyendo, pero parecía estar
trabajando: sostenía seriamente un pesado apunte sostenido por un gancho grueso.
Mi deseo pudo más y en
pocos minutos evadí la mirada de reconocimiento, tomé mi libro y comencé a
disfrutar. Leía plenamente, con calma, sin exigirme un estudio exhaustivo del
texto pero sin abandonar esa feliz costumbre de leer pensando. No había apuro
para fijar contenidos: había calma para incorporarlos lentamente. Como la
mirada de reconocimiento hacia mi entorno, pero explorando el libro y sus
adentros.
Unos minutos después, suelto
el libro y me recojo el pelo porque un viento suave, juguetón, me despeina. Aunque
obligada por su juego, disfruto de llevar mi cabeza hacia atrás y meter los
dedos en mi pelo con el viento pasando también entre ellos. Pierdo mi mirada
hacia adelante, perdida en un momento de placer y viento… sonrío sin pensarlo y
cierro los ojos en un instante estirado del pelo aún entre las manos. Soy solo
eso: el momento, el viento, mis dedos, mi pelo, el sol, sonriendo… y cuando
pasa el momento pleno en suspenso, como que vuelvo… y sin razón alguna miro
hacia mi izquierda y veo a la mujer mayor mirarme con un gesto adusto, con el
ceño fruncido, con su mirada reprobadora clavada en mí.
De repente me siento algo
intimidada, desprevenidamente juzgada por esa mirada severa inesperada. Como si
yo estuviera haciendo algo malo. Como si hubiera transgredido algún mandato al perderme
en el disfrute del pelo y el viento en un espacio público. Quizás por haber
hecho de ese espacio público un tiempo privado… una zona de intimidad… casi
como si me estuviera tocando a la vista de todos. Como si hubiera sido obscena
en esos segundos de pelo, viento, sonrisa, dedos.
Y de repente, unos
segundos después, toda la escena me parece una puesta en yuxtaposición de una
misma mujer en dos tiempos, en dos puntos de la cronología, en dos momentos de
la vida. Como si la mujer que a los treinta leía placenteramente con el viento
jugando con su pelo, la mujer que se roza el pelo suave y perfumado con la piel
joven de sus dedos erotizados se mirara a sí misma treinta años después con
recelo.
¿Seré yo, alguna vez, esa
mujer que ve su juventud ida con una mirada censuradora?
¿Será que ser esa
mujer, treinta años después, no puede sino ser el sitio desde el cual lo joven
se mira con disgusto?
¿Podré ser, en cualquier
punto del hilo de la vida que tejeré, siempre un poco ésta,
que en lugar de mirar
acusadoramente es mirada,
que deja su mirada
perderse en la nada de un viento que la atraviesa,
que atravesada sonríe a
la nada de ese tiempo que no pasa,
que no es visto,
que es roce,
que es dedo en la seda
posible del propio cuerpo,
que es viento contra el
viento pero que lo sabe sin recelo,
sin ceños ni
fruncimientos,
sino en la fresca conciencia
del roce,
del eros inasible de ser
toda ella,
por un momento,
la simple conciencia
sedosa de la punta de sus dedos?
Quizás, ojalá, ser algo
así, como ahora
que escribo
y soy,
escribiendo,
solo el roce de mis dedos.
solo el roce de mis dedos.
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