viernes, 1 de agosto de 2014

Café de la calle Amsterdam

En Manhattan, sobre la calle Amsterdam, casi llegando a la calle 111, hay un adorable café. Además de ricas infusiones hacen toda una serie de delicias de pastelería cuyo disfrute se volvió un pequeño feliz ritual de mi vida en esos meses.
Era un domingo por la tarde y el día era espléndido. Tomé mi libro y caminé las siete cuadras desde el departamento al café con la esperanza de encontrar una de las mesitas de afuera libre para acompañar mi momento de lectura placentera con el sol y la suave brisa del abril newyorkino. Era tan importante leer como vivir intensamente el afuera de un día tan precioso.
Me llevé “Allegories of Reading” de de Man y una pequeña carterita que incluía la billetera, el celular, el lápiz y la goma para los apuntes y un pequeñísimo anotador. Ligera, caminando sin apuro, con el sol besándome la cara, llegué al café y a la mesita al aire libre que me esperaba.
Me senté luego de pedirme un té y un par de esas alucinantes galletas recién horneadas que siempre tenían. Acomodé el libro en la mesa, con su infaltable compañerísimo lápiz al lado. Miré a mi alrededor y disfruté de la imponente Catedral de San Juan El Divino que se erguía soberbia a mi lado, en la cuadra de enfrente. Recorrí la completa perspectiva de la avenida y sus calles frente a mí, una visión de mi barrio… en unos meses ya era “mi” barrio. Lo disfruté mío, solo mío, todo para mí, en esa tarde de primavera mía.
También miré a mi alrededor, con mis ojos de exploradora antropólo-filóso-psico-analista… pero más ganas tenía de perderme en el momento que de dejar a mi mal acostumbrada mente indagar profundidades humanas a mi alrededor. Esta profundidad primaveral era mía. Era un momento, para mí.
De todos modos, llegué a identificar levemente algunos humanos a mis alrededores. Mi mesa estaba ubicada en paralelo a la calle, con lo cual tenía que mirar hacia mi izquierda para ver las demás mesas habitadas. Alguna parejita por allí, unos franceses hablando de Seinfeld detrás de mí, y en perpendicular a mí había una mujer de unos sesenta años, sentada en una mesa que miraba hacia la calle. Sin elegirlo, entre la calle y ella estábamos yo y mi mesa, ofreciéndole el lateral de nuestra escena a sus ojos. La mujer también estaba sola y leyendo, pero parecía estar trabajando: sostenía seriamente un pesado apunte sostenido por un gancho grueso.

Mi deseo pudo más y en pocos minutos evadí la mirada de reconocimiento, tomé mi libro y comencé a disfrutar. Leía plenamente, con calma, sin exigirme un estudio exhaustivo del texto pero sin abandonar esa feliz costumbre de leer pensando. No había apuro para fijar contenidos: había calma para incorporarlos lentamente. Como la mirada de reconocimiento hacia mi entorno, pero explorando el libro y sus adentros.
Unos minutos después, suelto el libro y me recojo el pelo porque un viento suave, juguetón, me despeina. Aunque obligada por su juego, disfruto de llevar mi cabeza hacia atrás y meter los dedos en mi pelo con el viento pasando también entre ellos. Pierdo mi mirada hacia adelante, perdida en un momento de placer y viento… sonrío sin pensarlo y cierro los ojos en un instante estirado del pelo aún entre las manos. Soy solo eso: el momento, el viento, mis dedos, mi pelo, el sol, sonriendo… y cuando pasa el momento pleno en suspenso, como que vuelvo… y sin razón alguna miro hacia mi izquierda y veo a la mujer mayor mirarme con un gesto adusto, con el ceño fruncido, con su mirada reprobadora clavada en mí.
De repente me siento algo intimidada, desprevenidamente juzgada por esa mirada severa inesperada. Como si yo estuviera haciendo algo malo. Como si hubiera transgredido algún mandato al perderme en el disfrute del pelo y el viento en un espacio público. Quizás por haber hecho de ese espacio público un tiempo privado… una zona de intimidad… casi como si me estuviera tocando a la vista de todos. Como si hubiera sido obscena en esos segundos de pelo, viento, sonrisa, dedos.
Y de repente, unos segundos después, toda la escena me parece una puesta en yuxtaposición de una misma mujer en dos tiempos, en dos puntos de la cronología, en dos momentos de la vida. Como si la mujer que a los treinta leía placenteramente con el viento jugando con su pelo, la mujer que se roza el pelo suave y perfumado con la piel joven de sus dedos erotizados se mirara a sí misma treinta años después con recelo.

¿Seré yo, alguna vez, esa mujer que ve su juventud ida con una mirada censuradora? 

¿Será que ser esa mujer, treinta años después, no puede sino ser el sitio desde el cual lo joven se mira con disgusto?

¿Podré ser, en cualquier punto del hilo de la vida que tejeré, siempre un poco ésta,
que en lugar de mirar acusadoramente es mirada,
que deja su mirada perderse en la nada de un viento que la atraviesa,
que atravesada sonríe a la nada de ese tiempo que no pasa,
que no es visto,
que es roce,
que es dedo en la seda posible del propio cuerpo,
que es viento contra el viento pero que lo sabe sin recelo,
sin ceños ni fruncimientos,
sino en la fresca conciencia del roce,
del eros inasible de ser toda ella, 
por un momento,
la simple conciencia sedosa de la punta de sus dedos?

Quizás, ojalá, ser algo así, como ahora
que escribo
y soy,
escribiendo,
solo el roce de mis dedos.

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