lunes, 27 de abril de 2020

Esperar que vuelva el futuro (escritura en cuarentena)


Como vivo sola mucha gente querida me pregunta, preocupada, cómo estoy respecto de la ausencia de contacto físico que el aislamiento supone para mí, como para toda la gente que vive sola. Hace más de un mes que no abrazo, beso ni toco a nadie de mis seres queridxs. Claramente se extraña muchísimo eso y no hay deseo mayor para mí que volver a verlxs y abrazarlxs.
Pero la verdad es que yo aprendí a vivir sin el contacto físico cotidiano mucho antes de que ocurriera esta pandemia. Exactamente hace dos años y algo, cuando me separé de mi ex pareja, con quien conviví un poco más de dos años. A mí esta pandemia no me hizo sentir de repente y traumáticamente la ausencia del afecto físico: eso ya lo viví al momento de separarme y, de un modo paradójico, el aislamiento me encontró ya “acostumbrada” a esa falta de afecto permanente.
Muchas parejas llegan a las rupturas con gran cansancio mutuo, con el deseo apagado o con una distancia ya instalada, hartxs del otrx o incluso sintiendo rechazo por su contacto. No fue eso lo que nos pasó a nosotrxs. Más aún, durante la elaboración de nuestra ruptura nunca dejamos de tocarnos y abrazarnos. En los últimos días juntxs lo insoportable era no poder dejar de estar llorando y abrazadxs. Hicimos las cosas con tanto amor y cuidado a la hora de procesar nuestra separación que elegimos el camino del mayor dolor: porque en lugar de hacer de lo que nos separaba la útil y fácil ocasión de transmutar la energía del amor aún vivo en grandes odios y furias y “no te quiero ver nunca más”, elegimos el camino más difícil, el de reconocer que nos seguíamos queriendo, que separarnos y romper el hogar construido iba a ser para ambos una pérdida irreparable, el de sentir el dolor inevitable sin negarlo pero igual, en un último abrazo, dejarnos seguir a cada unx la vida que juntxs ya no podíamos hacer más.
Pero de saber intelectualmente que te tenés que separar a vivirlo hay un abismo… no me refiero a la metáfora de la diferencia: me refiero al abismo literal de esa nada que viene cuando te separás de un amor y una vida importantes. Ese abismo para mí fue como perder la piel. De repente las caricias, los mimos, los abrazos que eran cotidianos, dados, que no había que pedirlos porque eran lo más básico de nuestro “ser-con-el-otrx” desaparecieron. La casa vacía dolía pero no era mi primera casa vacía. Pero la piel en coma fue un horror, un dolor incomunicable.
Me acostumbré a esa pérdida como nos acostumbramos a todo lo que no tiene remedio. Pero igual ese vacío del contacto diario me siguió acompañando y quizás no fuera casual que cuando un año después el bruxismo y el estrés me hicieron terminar en la camilla de una necesaria masajista fueran las manos de una dulce y sanadora mujer recorriendo mi cuerpo lo único que calmara mi dolor, mi angustia, que ya habían vuelto a mi cuerpo insoportable.
Esa hermosa mujer que me salvó la vida hace un poco menos de un año me enseñó unas cuantas cosas sobre autocuidarse, sobre escuchar al cuerpo, sobre darle lo que necesita. Entre otras cosas, como en su vocabulario ayurveda mi problema es que tengo “demasiado aire”, me indicó que le de “agua”: que deje mi cuerpo estresado, angustiado y cansado disfrutar de una larga ducha caliente, que trate de darme baños de inmersión o al menos poner un poco los pies en remojo en agua con manzanilla para calmarme. También me enseñó a descontracturar mi espalda con ejercicios que puedo hacer sola. Y sobre todo, me intervino en un diálogo casual, la primera vez que nos vimos, que terminó siendo un modo de estar preparada para la soledad de esta pandemia -que en ese momento ni nos veíamos venir:
En la primera charla nomás, cuando ella estaba buscando en mi cuerpo la raíz de la contractura por la que fui a verla, me preguntó sobre mis hábitos alimenticios y en particular si yo me hacía mi propia comida. Le dije que yo “me resolvía” la comida pero que no sabía cocinar muchas cosas aunque como pensaba tener unx hijx en el futuro cercano tenía planeado que mi vieja me enseñara a cocinar para que mi hijx comiera tan rico y variado como comí yo de chica. Cuando le dije esto, con un tono dulce pero terminante me respondió: “Antes de maternar a otrx tenés que aprender a maternarte a vos misma”.
Esa frase me iluminó, reconocí su verdad al segundo de que la pronunciara, tenía toda la razón del mundo -y si lo pensamos feministamente, mil razones más: ¿qué es esto que siempre hacemos las minas de pensar que las cosas buenas o de placer tenemos que hacerlas cuando “otrx” las requiere y no para nosotras mismas?!!. Siguió diciéndome que me tomara el tiempo de hacer bien las cuatro comidas y que hiciera la comida con mis propias manos, que me maternara, me cuidara cuidando qué como y el tiempo y ánimo con que lo hago.
Entendí profundamente que antes de pensar en maternar a otrx tengo que saber cuidar de mí misma: darme una buena comida, hacer la pequeña aventura de aprender a comer y cocinar cosas nuevas, respetar lo más posible los ritmos y necesidades de mi cuerpo, porque mi cuerpo no es una cosa con la que lidio, algo que llevo a todos lados. Soy yo, soy el yo más real, más íntimo, más precario y potente que tengo.
La soledad del aislamiento me encontró con dos herramientas para sobrellevarla: una, el ya haberme acostumbrado mucho antes a lo difícil que es vivir sin el contacto físico cotidiano; dos, el haber entendido y aceptado que antes de maternar a nadie, tengo que maternarme a mí misma. Nada de esto reemplaza a los amores que extraño. Pero quizás hay un poco más de fuerza para pasar este día a día tomando lo aprendido -no sin dolor- en el pasado como una herramienta para resistir el presente y esperar que vuelva el futuro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario