Últimamente siento que no puedo sino hablar con la verdad… o
mejor dicho, hablar la verdad: decir la verdad, decir lo que veo, lo que estoy
pensando al momento de hablar, lo que verdaderamente creo, lo que para mí, en
ese momento, es.
Pero qué puede querer decir “hablar la verdad”? Al fin y al
cabo, soy filósofa y como buena amante de la sabiduría –y toda sabiduría se
sostiene de algún modo en el saber de una época, incluso el saber “negativo”-
no puedo, en mi situación actual, sostener una concepción de “verdad por
correspondencia”. Es decir, “hablar la verdad” no puede querer decir: “Decir lo
que es, tal como es”, porque no concibo mi lenguaje como mero reflejo del
mundo. Entonces, “hablar la verdad” tiene que querer decir otra cosa.
Pienso en Merleau Ponty, que decía que nos tocábamos con las
palabras, que al hablar “cantamos el mundo”… y pienso que lo que me suele
suceder es que, frente a un “otro” con el que hablo, con el que dia-logo, decir
la verdad es decirle aquello que no quiere ver, o no puede… no porque el otro
no ve “el mundo tal como es”: sino porque el otro que habla conmigo, al
hablar-me, me dice cosas de sí mismo, lo quiera o no. Todos al hablar mostramos
nuestra verdad, que no es verdad de nuestras “proposiciones” abstraídas de
nuestros enunciados; no es la verdad ni de las premisas ni de las conclusiones
que podamos anudar en supuestos razonamientos. Es la verdad de la ida y vuelta
de un argumento que no cierra. La verdad de una vacilación en el uso de las
palabras. La verdad en nuestras metáforas recurrentes. La verdad que se muestra
detrás de lo que nos cuesta decir o de lo que decimos con demasiada facilidad.
La verdad de lo imposible de decir pero obvio, manifiesto, evidente en el
cuerpo inquieto que habla, que detrás de los sonidos de su garganta se
retuerce, vacila en la silla frente a mí, se agita sobre uno y otro pie, parado
frente a mí. El cuerpo que dice la verdad que no es la de las palabras ni las
correspondencias con alguna objetividad o referente externo. Ese cuerpo que
empieza a cubrirse, a retrotraerse, a encogerse frente a mí cuando estoy por
decir eso que no sabe si quiere o puede escuchar.
Darle la verdad en el hablar al otro es cumplirle ese pavor,
que es a la vez deseo, de que yo vaya a decir eso que sabe que no quiere/puede
escuchar.
No es la verdad desconocida: es la verdad demasiado
conocida.
No es la verdad de una descripción: es la verdad de un
golpe, de una cachetada, de una caricia que se necesita pero que se teme porque
conmoverá y hará llorar incluso antes de llegar a la mejilla.
Es poner tu cabeza en mi pecho, abrazarte, hacerte escuchar
en mí un corazón que late como el tuyo, pero que en su latir sabe del dolor que
te ocupa el centro del cuerpo y se expande milimétricamente a lo largo de toda
tu piel… y todo esto, sin acercarme, sin recorrer el espacio entre mi silla y
la tuya, sin quitar la mesa de café casual que tenemos en medio.
Decir la verdad es hacerte vibrar exactamente ahí donde vas
a vibrar con las palabras que yo diga… es una conmoción que arranca cuando
aspiro para llenar de aire mis pulmones llenos de verdad que quiere salir… es
una modulación de tu cuerpo que comienza en mi garganta.
Decir la verdad es hacer mover tu cuerpo contra tu voluntad.
Es hacerte padecer la violencia dulce de saber que te estoy escuchando, que realmente te estoy escuchando.
No hay decir la verdad sin un margen de agresividad… ningún
cuerpo se mueve contra su voluntad, ningún objeto sale de su reposo sin un
golpe. Y sin embargo, cuánto amor, cuánto cuidado, cuánta entrega es necesario
que haya para asumir el rol de bola de billar existencial de otro. Porque puede
salir mal… porque el que ve y dice la verdad se expone a un mínimo
indispensable de incomodidad y a un máximo posible de eliminacionismo: no todos
quieren escuchar la verdad, es decir, sacar sus cuerpos de esa inercia inmóvil
en que lo mantienen haciéndose los que no saben qué les pasa o los que no
pueden lo que les haría estar mejor.
No es la palabra como concepto. No es el enunciado como
idea. No es el sonido como signo.
Es la vibración de una garganta del modo exactamente necesario
para que un cuerpo vibre al unísono.
Es más música que teoría.
Es más arte que pericia.
Es más caricia del ruido articulado en una corporalidad
padeciente, necesitada, fallida, hablante en su dolor a gritos que, al escucharlos,
no pueden sino requerir la violencia amorosa del sopapo que los despabila, de
la mano-como-frase que se extiende para dar la oportunidad de que sepas “que yo
sé lo que vos sabés”, “que yo sé lo que te duele”, “que te puede dejar de
doler”, “que así no más”, “que de otro modo”.
El movimiento arranca en mi voz pero sos vos el que decide
moverse.
Hablar la verdad es abrirte la puerta, darte la oportunidad,
abismarte para saltar del otro lado.
Yo decido darte la fuerza de mi palabra… pero la verdad es
tuya, para tomarla.
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