C. trataba por todos los medios de
refrescar a la abuela. El calor era soporífero, agobiante, extenuante, y ya la
abuela –que jamás en la vida padeció el calor- estaba claramente afectada por
la maldita altísima temperatura. Yo, tratando de hacer algo –principalmente estar
a su lado, estar con ella, hacerle compañía- apantallaba a la abuela con una
abanico barato que compré a un vendedor del tren por quince pesos. También le
leía en voz alta algunos de sus poemas, intentando como sea estar con ella.
La habitación solo tiene un
ventilador de techo. La casa de la abuela no tiene aire acondicionado. De todos
modos, la situación delicada de salud de la abuela hace difícil decidir hasta
qué punto refrescarla porque si llegara a tomar algo de frío sería mucho peor.
C. entonces sugiere que le corramos la cama a la abuela para que quede ubicada
más directamente debajo del ventilador de techo. Un poco duda, si conviene o
no. Me pregunta a mí qué me parece. Yo creo que es buena idea. C. teme que le
de frío. Yo le digo que es difícil que con el calor tremendo que hace la abuela
tenga frío por acercar la cama al ventilador.
Todo movimiento brusco afecta
terriblemente a mi abuela… por eso C. decide correr con mucho cuidado la cama
en la que ella está recostada, adormilada por la pesadez del calor, y me pide
que la ayude. Le digo que por supuesto. Me indica que seamos cuidadosas. Sigo
sus instrucciones al pie de la letra. La cama es una pesada cama de hospital,
de esas que permiten subir y bajar la cabecera con una manija al frente, para
mover cuidadosamente al convaleciente. Hacemos un primer movimiento coordinado
para arrastrar despacio la cama y ubicarla más al medio de la habitación y la
abuela se queja del movimiento… el mínimo movimiento de ese tipo no lo soporta.
C. me indica que no arrastremos la cama, que la levantemos mejor, porque si no
la abuela lo sufre. Me dice que tenga
cuidado, que la cama es pesada. Nos ponemos de acuerdo y con esfuerzo
levantamos la cama y la corremos unos centímetros más. La abuela igual se queja:
tan débil está por su delicada salud y su precaria conciencia de todo lo que le
pasa.
Al levantar la cama, en el último
movimiento, yo, que estoy a los pies de la abuela, me golpeo rápida pero certeramente
el frente de mi tobillo con la palanca que la cama tiene a la altura del piso,
la que sirve para subir y bajar el respaldo.
Primero no digo nada, porque lo
relevante y urgente es acomodar mejor a la abuela para que se refresque, que se
le pase un poco esa pesadez poco común que está padeciendo por este maldito
calor. C. la acomoda bien, le cubre los pies para que no se le enfríen (porque
si fuera así, sería tremendo) y algo mejor parecería estar. Pero un par de
minutos después, a la llegada de mi tía S., decidimos todos, mi papá incluido,
que en la habitación hace un calor insoportable y que mejor será levantar a la
abuela y llevarla al living, donde estaría más fresca.
Una vez modificada la situación de la
abuela de nuevo, pero ahora con más éxito, mientras nos sentamos todos en el
living y aprovechamos que la abuela está mejor y puede charlar, salvada la
prioridad de mi abuela, puedo prestar atención al golpe que me di en el
tobillo. No solo se me está formando un doloroso chichón, además la superficie
de piel en que ocurrió el golpe se lastimó: está en carne viva. Me duele la
inflamación producto del golpe y me duele tener una capa de carne, que no
debería estarlo, completamente expuesta.
Le pido a C. un poco de algodón y
alcohol para desinfectar previsoramente la herida. Aplico el alcohol que duele
y pica. Me putéo internamente por ser tan torpe, tan pelotuda.
Rápido se pasa la hora y tenemos que
irnos con papá a tomar el Chevallier de vuelta a Buenos Aires. Me jode que
justo la abuela hace media hora está más despierta, charlatana, recompuesta. Me
acerco a despedirme y besarla. La abuela hace más de una década viene perdiendo
progresiva y lentamente sus facultades cognitivas. Hace años que a mí no me
reconoce. Cada vez que la veo alguien me compele a reactualizar la situación tragicómica
en la que me presento a mi abuela:
-
“Susana” –(o “mami”, depende de que hable C.,
la amorosa señora que la cuida, o mis tíos S. o S.)- “¿sabés quién es ella?”
-
¿Quién sos?
-
María Inés.
-
¿Sabés quién es María Inés?
-
¿Quién es?
-
Es tu nieta.
-
Soy tu nieta.
-
La hija de R.
-
Soy la hija de R.
A mi papá tampoco lo reconoce todo el
tiempo, pero lo reconoce cada tanto: “R., el regalón, el más bueno, tan tan
bueno.” Aún le recita su madre a mi padre, de memoria, el poema que le escribió a los ocho
años, apenas uno le recuerda la primer línea:
“Manojito
de cariño,
cascabelito
de miel,
tienes
la gracia y la dulzura
del
niñito de Belén.
Son
tus ojitos cartilla
donde
se puede leer
la
blancura de tu almita
la
pureza de tu ser.
Generoso,
bueno, dócil,
donde
fueres, eres rey;
tu
majestad, el encanto,
tu
simpatía, el poder.
Cierto
es que a este mundo,
como
madre te hice ver,
mas
tú el cielo me has mostrado
con
tu caricia y querer.
Ocho
años has cumplido,
si pareciera
que ayer
llegaste,
hijo bendito,
en
un claro amanecer.
Un
rayo de esa alborada,
al brillar
sobre tu sien,
derramó
su mejor gracia
y
eres diáfano como él.”
-----------------------------------------------
Ahora
la abuela no puede sostener conversaciones que hagan referencia a ella, a sus
hijos y nietos. Del abuelo conviene no mencionar una palabra, ni siquiera o
menos aún, leerle alguno de los poemas que le escribió, porque rompe inmediatamente
en un llanto inconsolable: la abuela no recuerda quién es ella, pero recuerda
quién fue él, quiénes fueron ese nosotros.
El
golpe en el tobillo es el souvenir de mi última visita a la abuela hace unos
pocos días. Las visitas a mi abuela son terribles porque necesito ir a verla,
hacerle compañía, acariciarla, besarla, hacer algo… pero también es cada vez
más tristemente claro que no hay nada para hacer. Mi abuela ya no sabe que es
mi abuela.
Hace
unos meses, cuando sufrió un derrame del que –es increíble la resistencia
vital-corporal de mi abuela de noventa y tres años- se recuperó bastante, hace
unos meses estaba a su lado, haciéndole compañía y la abuela estaba ahí,
acostada, con la mirada perdida, haciendo movimientos extraños con una mano, y
con la otra intentando rascarse una herida o escama de estar acostada. C. me
decía: “No la dejes rascarse que se lastima.” Y cada cinco minutos C. con
cariño pero firmeza tenía que sacarle la mano de la herida a mi abuela que no
podía dejar de rascarse. Y yo la veía rascarse con la mirada perdida y me
preguntaba qué queda del vínculo de mi abuela con su cuerpo que, por un lado,
le pica desesperadamente, y por otro lado, no sé si sabe que el cuerpo le pica.
Y
pienso qué es esa que es hoy mi abuela: ese cuerpo sin identidad, ese cuerpo
sin recuerdos claros, ese cuerpo que sigue funcionando, que no la deja irse o
quizás que es ella no queriendo irse aún… sin saber de dónde irse o no… sin
saber ni fantasear –como cuando podía, de noche, conmigo en la cama, charlando,
filosofando, mirándose las manos en la oscuridad- en el posible dónde de ese
irse.
Estando
cerca de una muerte que no sabe que se acerca, ¿qué es esta vida de mi abuela?
¿Qué es esta muerte en vida de mi abuela? Y, ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué? Absurdo,
cruel absurdo.
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Cuando
me despedía de la abuela, la besaba, la acariciaba, mi abuela me dice, cuando le
informo que me tengo que ir:
-
Pero volvé pronto, que si no es como si ya no
existiéramos.
Yo
sonrío, le sonrío a mi abuela, que solo dice eso por decir y que, sin embargo,
no puede haber dicho algo más cierto. Yo le digo que “claro, que vuelvo”. La
abuela agrega:
-
Porque… ¿quién nos quita lo bailado?
-
Claro, abuela, ¿quién nos quita lo bailado?
Y
le doy otro beso, y otro abrazo, y la abuela toma la palabra otra vez (esto,
algo parecido, ya pasó otra vez) y me dice:
-
Bueno, te quiero mucho, siempre pienso en vos
y volvé pronto que te extraño.
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Cuando
estoy volviendo en el remis a la terminal, miro la herida de mi tobillo y me
digo en mis adentros:
-
Esto es lo que es mi abuela, esto es: estar
en carne viva.
Mi
abuela me duele como me duele una herida que queda en carne viva… un herida cuyo
dolor activa al mero contacto con el aire, un simple viento.
Estar
en carne viva.
Mi
abuela está en carne viva… en ese cuerpo que sigue viviendo cuando ella, mi
abuela, ya no, o casi no, o no del todo, o no sé cómo mierda decirlo, pensarlo.
Estar
en carne viva.
Ella
está en carne viva.
Yo
estoy en carne viva.
En
carne viva.
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