jueves, 7 de septiembre de 2017

Trabajo intelectual, trabajo doméstico y materialidad económico-afectiva

Tengo en mi escritorio una serie dispersa de objetos de gente que amo que acompañan mi trabajo.

Una plana que me regaló un amigo.
Una postal que me regaló un colega.
Una foto de mi amor.
Otra con amigas, otra con mi sobrina Lupe –de la que también tengo un garabato y su nombre escritos por ella en mi pizarra la última vez que me visitó, que no borro ni loca.
Un portarretrato con un mensaje bordado de una exalumna que se volvió amiga.
Un calendario que me regaló mi vieja.
Una cajita artesanal que me hizo mi hermana.
Dos lapiceros, regalados por mi amor uno y por una amiga, otro.
Los sujeta libros que me traje de mi abuela Susana, luego de que falleció.

Es que un escritorio, para quienes nos dedicamos a la docencia y escritura humanistas, es un lugar ambivalente. Es el cuarto propio pero también por momentos cárcel. Es lugar de iluminación y disfrute, pero también de estrés y angustia. Es el lugar de trabajo en la polisemia feliz y tortuosa de ese término. Pero también es el espacio individual-reflexivo –epojé habitacional- que se recorta como abstracción de un mundo de afectos y amores concretísimo en que se sostiene, potencia, desarrolla, florece.

Porque el trabajo intelectual –y muchos otros modos del trabajo también- se sostiene en una materialidad, que es la materialidad económica de las condiciones de producción, claro, pero también la materialidad afectiva, ese soporte de redes de contención y cariño que mejor funciona cuando más permanece invisible, sosteniendo el quehacer en un silencio que lo potencia.

Recuerdo mis muchos años de estudio –sin contar primaria y secundaria, nueve de carrera de grado- en que mi dedicación exclusiva-compulsiva a preparar exámenes, escritos, monografías funcionó sobre la base de todas las necesidades cotidianas resueltas por mis padres. Además del techo y el alimento, toda una industria del cuidado de lxs hijxs sobre todo por parte de mi madre, que para mí era un dato, es decir, algo dado, no cuestionado. La comida rica, variada y caliente en la mesa. La ropa limpia y planchada doblada en mi cama para que la guarde. Toda necesidad o favor, respondido inmediatamente. Y para mí, en esos años que fui hija de la casa materna, todo eso era un fondo, un escenario, un paisaje ya dado que yo habitaba inconscientemente, con el lujo de no tener que detenerme a pensarlo, ya que estaba resuelto de antemano y entonces podía solo dedicarme a estudiar y estudiar y estudiar.

Cuando me fui de la casa de mi vieja y asumí todas y cada una de esas tareas que antes estaban resueltas para mí, entendí muchas cosas. Primero, el amor de mi madre y su entrega a sus hijxs. Segundo, la invisibilización cultural del trabajo doméstico, que es trabajo pero no se paga. Sí, claro, lxs hijxs pagamos con agradecimiento en algunos casos, y esto no está mal. Pero eso no es salario. Y aunque el amor materno reciba las gracias como satisfacción, no deja de haber una perversa estructura social que hace a las mujeres trabajar sin recibir reconocimiento social –aunque tengan el de sus seres amados- ni económico. Una doble verdad se revelaba: toda la comodidad de mi vida que me permitió hacer una carrera humanista tan demandante como filosofía resultaba posible porque había un hogar que me acogía y que se invisibilizaba para que yo me ocupara solo de lo mío. Pero también, todo un trabajo habilitador de existencias estaba invisibilizado y dejerarquizado respecto de lo que el mundo social nombra y destaca como trabajo que merece remuneración real, no solo afectiva.

Descubrí con lucidez y algo de sana culpa un nuevo respeto por las tareas domésticas –el “ama de casa”, figura que, como obediente hija con la cabeza lavada por el patriarcado, supe despreciar masculinamente proponiéndome ser una profesional económicamente autosuficiente a como diera lugar, en ese momento de mi vida en el que ignoraba y repudiaba el orden simbólico de la madre, tal como lo tematizó Luisa Muraro (lean ese libro: les va a partir la cabeza).

Descubrí el límite de mi propio mérito. Qué fácil es recibirse de licenciada en filosofía con un mundo-hogar-sensible que se corría del protagonismo y la demanda para darme el lujo del mundo-profesional-inteligible. Cuánto rechazo, renegación de la materialidad que somos y que nos permite ser se anida en nuestros discursos moralistas del logro profesional, del título universitario, del esfuercismo negador de la necesidad de un mundo con otrxs que sostenga nuestros proyectos.

Por eso, la moral del logro profesional individual es en parte un lujo de clase, entendí. No desestimo mis esfuerzos y progresos, pero su narración en perspectiva individual es una gran mentira:

Un gran relato individualista, cuando es una posibilidad arraigada en una sociabilidad habilitante –cuánta gente que no tuvo esas condiciones económicas y afectivas logró lo mismo con mayores esfuerzos aún, cuánta tuvo que abandonar su carrera o proyecto por no contar con ellas?

Un gran relato patriarcal, porque se sostiene en la permanente invisibilización o subestimación de las tareas domésticas y cotidianas que nos sostienen, tareas que son culturalmente entendidas como maternas o femeninas, y por eso se refuerza su subordinación y se da el “gracias” y el cariño como moneda de pago siempre insuficiente.

Un gran relato clasista y capitalista, porque son los individuos por sus solos esfuerzos los que logran títulos y éxitos, y son individuos de clase media o alta que se autoperciben como arribando o permaneciendo en sus clases “solo por mis propios méritos”, como si no hubiera una geopolítica entera que se los ha permitido, una distribución de recursos y de oportunidades que los ha beneficiado.

Pero los grandes relatos son tentadores porque si hay algo que Occidente y su modo capitalista han afianzado en nosotrxs como deseo inoculado hasta los huesos es el deseo de heroísmo, que siempre es el del sujeto solo que se destaca, que siempre es una agencia masculina, y que siempre, si conquistó territorios y ganó guerras, es con la pancita llena, la ropa lavada y planchada, que parece que algún Dios que lo eligió para cumplir su destino sirvió en su mesa y dejó en su cama a través de un instrumento invisible, un oikos silenciado.



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