Me acerco a mi abuela Ñata que yace en su cama postrada a sus noventa y seis años. Ir a saludar a la abuela ahora es un ritual difícil: a veces estará muy dormida para saber que pasé; otras, estará despierta sin entender lo que digo; algunas otras, estará mejor, se alegrará de verme e intentará comunicarse conmigo. Varias veces logramos tener un diálogo breve… otras, se quiebra ante su dificultad para hablar o saber qué decir. Yo me dirijo a ella con amor y disimulo: haciendo una actuación de normalidad del encuentro para acompañarla y mimarla un rato, sosteniendo una comunicación corporal, una presencia muda, aun en el fracaso del lenguaje que antes nos uniera.
Hoy acaricio el rostro de mi abuela con mi bebé en brazos: mi
abuela que no sabe que su hijo ha muerto. El deterioro de la vejez la ha
bendecido porque ya nunca sabrá que su hijo murió antes que ella y demasiado
pronto para su familia que hoy lo duela. Su hijo adoradísimo, luz de sus ojos,
foco de sus preocupaciones, ha dejado de existir y en una irónica buena
fortuna, mi abuela no se entera ni se enterará.
Miro a mi abuela en ese mundo borderline entre el aquí y el
ningún lado en el que vive su conciencia mientras sostengo a upa a mi hijo de
dos meses y registro el “entre la vida y la muerte” en el que siempre todxs estamos
pero hoy, particularmente, estamos estas dos mujeres: mi abuela que transita
una muerte lente, demorada, a cuenta gotas, perdiendo a su hijo sin saberlo, y
yo, que acabo de dar a luz, a la vida, a mi pequeño Tomás, también en la gradualidad
del embarazo, el parto y sus primeros meses, con una conciencia total,
permanente y absoluta de su existencia.
“Unos van y otros vienen” me parece una frase simplista: no
capta la contradictoria mezcla de felicidad y sufrimiento que los polos de la
vida y la muerte implican. Rechazo toda reflexión que
busque un consuelo torpe y negador… me demoro, en cambio, en lo inconsolable
que habita el corazón de nuestras mejores alegrías. De un lado de mi cuerpo rodeo
con un brazo a mi hijo buscado, deseado y bienvenido, mientras una línea de
continuidad hecha de mi piel, mis órganos y venas se conecta con mi otro brazo
cuya mano recorre con amor y pena el rostro de mi abuela que es hoy una madre
sin su hijo.
En una de las últimas charlas que pudimos tener le pregunté
por su maternidad: cómo la había vivido, cómo fue volverse madre para ella. Mi
abuela respondió que muy bien porque “le fue natural” ser madre.
Filosofía y feminismo del siglo XX de por medio, el dogma de
la desnaturalización guía mi vida: la sospecha ante todo lo que se nos presenta
como “natural” es el mandato del pensamiento crítico (que por “crítico” no deja
de tener perspectiva, punto de vista y, a veces, estos vueltos sus propios axiomas).
En un sentido práctico ligado a lo más básico de la existencia, rechazar el
mandato de la maternidad como “naturaleza” de las mujeres ha sido el portal
salvador para habitar este mundo sexista advertidas de los relatos románticos
con los que nos crían y someten, y entonces, poder elegir sabiendo que la
maternidad, como la anatomía, no es destino.
No es destino pero puede ser elección. Esa fue mi
experiencia: elegir tener un hijo después de haber desnaturalizado el mandato
-proceso terapéutico que, aunque liberador, también implica el esfuerzo y el
dolor de perder una capa de piel cultural.
Y, sin embargo, hoy con él en brazos entiendo a mi abuela.
Más aún: comparto su experiencia. Es que a mí también me ha sido “natural”
volverme la madre de Tomás. Pero en un sentido claramente muy distinto al del
determinismo biológico o el mandato social.
Este hijo no ha llegado de ningún modo natural a mi vida. Es
producto del amor de sus padres, pero también de las desnaturalizaciones de la
vivencia del género tanto como de las posibilidades tecnológicas de la medicina.
Este hijo ha llevado años de terapia, de pelea conmigo y mis circunstancias, de
deseo y de duda, de intentos fallidos y pérdidas espontáneas. Y, sin
embargo, hubo un momento en el que sí fue proyecto decidido y, luego, procesual
gestación exitosa.
Aun sin haber sido natural su llegada a través mío y de
otrxs a este mundo, la potencia del deseo una vez instalada produjo una
sensación de naturalidad a su aparición física como bebé en mi vida: desde el
momento en que pude tenerlo en calma en mis brazos, su presencia en mi vida se
sintió como “siempre ya ahí”. Tomás siempre estuvo: nada es más falso que esa
frase pero lo que sentimos no siempre responde al orden de lo verdadero.
Debe ser que fue tan elegida por mí su gestación que la
relación “mamá María Inés e hijo Tomás” se constituyó en cada uno de esos
momentos en que un embarazo que no fue ni fácil ni inmediato se iba asentando.
Debe ser que haberlo acunado desde el momento en que lo transfirieron a mi
útero -mitad invitándolo a que se quede; mitad rogándole que lo haga- fue
generando en mi la experiencia de la maternidad. Debe ser que la fortuna de
recibirlo rodeada de amor y deseo de su padre y de los amores que me acompañan
permitió que la gradualidad de la vida como proceso biológico se trasfigurara
en gradualidad de la vivencia de maternar.
Por eso siento que entendí a mi abuela, aun con todas las transformaciones
discursivas y corporales que llevaron a mi propia experiencia: siento mi
maternidad como natural no porque el destino me haya llegado, ni porque la
agencia orgánica que me constituye haya cumplido algún propósito determinado,
sino porque nada me parece más inmediato en mi día a día que ser tu mamá,
Tomás. Es la naturalidad como resultado de un proceso atormentado, donde se
enfrentaron cultura y cuerpo, reflexión y mandato, oportunidades y obstáculos…
y también ese entre la vida y la muerte en el que siempre ya nos encontramos.
Una mujer que es madre natural porque hoy no tiene conciencia
más plena que la de este acontecimiento que ha buscado y hoy vive.
Otra mujer que fue madre natural pero hoy no tiene
conciencia porque la memoria la abandona y los días suceden en un prolongado esperar
que ya no sucedan.
Vida y muerte entre dos mujeres: nada hay de natural en quién
llega a vivir o a quién le toca morir, como tampoco en qué mujer serás.
Porque mujer no se nace, se deviene.